Poeta en el Gulag
Con el tercer tomo de 'Archipiélago Gulag', Tusquets culmina la edición de la obra más conocida de Alexandr Solzhenitsin, premio Nobel de Literatura de 1970. Aquí relata cómo burló a los guardianes del campo de concentración para seguir escribiendo
En aquellos momentos era libre y feliz. ¿Pero cómo escribir en un Campo Especial? Korolenko cuenta que había escrito también en la cárcel; sin embargo, ¡la de normas que allí había! Escribía con un lápiz (¿por qué no se lo habían confiscado al romper las costuras de su ropa?) que guardaba en los rizos de su cabello (¿y por qué no lo habían rapado al cero?), escribía en medio del ruido (podía dar gracias de tener donde sentarse y poder estirar las piernas). Tantos eran los privilegios, que podía guardar sus manuscritos y mandarlos al exterior (¡esto es lo que resulta particularmente incomprensible a ojos de un contemporáneo nuestro!).
Aquí no puedes escribir de esta manera, ni siquiera en los campos. (Incluso una lista de nombres para una futura novela era muy peligrosa: ¿serían las listas de una organización? Yo anotaba únicamente la raíz en forma de sustantivo o convirtiéndola en adjetivo). La memoria era el único escondrijo donde se podía guardar lo escrito, donde hacerlo pasar a través de cacheos y traslados. Al principio tenía poca fe en las posibilidades de la memoria, y por eso me decidí a escribir en verso. Lo cual, naturalmente, era una violación de las leyes del género. Más tarde descubrí que tampoco la prosa se comprimía mal en las misteriosas profundidades que llevamos en la cabeza. Liberada del peso de frívolos e inútiles conocimientos, la memoria del preso impresiona por su capacidad, y es susceptible de ampliarse sin cesar. ¡Tenemos poca confianza en nuestra memoria! Pero, antes de aprender algo de memoria, se siente el deseo de anotarlo y ultimarlo en el papel.
Si me pillaban con otro verso podían incoarme un expediente, ¡pero ya no podía dejar de escribir!
Me cacheaban, me contaban, pero yo veía la escena de mi obra teatral: la luz, los muebles, los actores
En el campo se puede poseer lápiz y papel, pero está prohibido guardar lo escrito (a no ser que fuera un poema sobre Stalin). Y si no te has enchufado en la Sección Sanitaria, o chupas de la KVCh, debes pasar el cacheo mañana y tarde en el puesto de guardia. Decidí escribir pequeños pedazos de 12 a 20 líneas, y una vez ultimadas, aprenderlas de memoria y quemarlas. Me propuse firmemente no confiar en el simple rasgado del papel. En las prisiones, todo el trabajo de composición y pulido de los versos debía hacerse mentalmente. Luego rompía trocitos de cerilla y los disponía en dos hileras sobre la pitillera, 10 unidades y 10 decenas, y mientras recitaba en mi interior mis versos, cambiaba de lugar un trozo de cerilla por cada verso. Trasladadas 10 unidades, cambiaba de lado una cerilla de las decenas. (Pero incluso ese trabajo era preciso hacerlo con precaución: un movimiento tan inocente como ése, acompañado de labios susurrantes o de una expresión particular del rostro, podía suscitar las sospechas de los chivatos. Yo procuraba mover las cerillas aparentando una total distracción).
Memorizaba de un modo especial cada quincuagésimo verso, y cada centésimo, como puntos de referencia. Una vez al mes repetía todo lo que había escrito. Si al hacerlo resultaba que el verso quincuagésimo o centésimo no era el debido, repetía el procedimiento una y otra vez hasta encontrar los versos fugitivos que se habían escurrido. En la prisión de tránsito de Kúibyshev vi que los católicos (los lituanos) estaban ocupados fabricando rosarios de artesanía carcelaria. Hacían las cuentas con pan mojado y amasado, las pintaban (de negro con goma quemada, de blanco con polvos dentífricos y de rojo con sulfanilamida roja), las enhebraban, aún húmedas, en hilos retorcidos y enjabonados, y las ponían a secar en la ventana. Me uní a ellos y les dije que también quería rezar con un rosario, pero que, por las peculiaridades de mi fe, era preciso disponer de 100 cuentas dispuestas en círculo (después ya comprendí que bastaba con una veintena, que incluso era más práctico, y me las hice yo mismo con tapones de corcho), y que cada décima cuenta no debía ser esférica, sino cúbica, y además debían distinguirse al tacto la quincuagésima y la centésima.
Los lituanos quedaron impresionados por mi fervor religioso (los más piadosos no llevaban más de 40 cuentas), pero me ayudaron con cordial simpatía a componer el rosario haciendo la centésima cuenta en forma de un pequeño corazón rojo oscuro. En adelante, nunca me separé de ese maravilloso regalo, lo utilizaba como medida y lo palpaba dentro de la amplia manga invernal al formar para el trabajo, en el trayecto y en todas las esperas, cosa que podía hacer de pie sin que la helada fuera un obstáculo. Y lo pasé en los cacheos en el interior de una manga guateada, donde no se podía apreciar al palpar. Los vigilantes me lo encontraron algunas veces, pero figurándose que era para rezar, me lo devolvían. Ese collar me ayudó hasta el final de mi condena (cuando ya tenía acumulados 12.000 versos), y después, en el confinamiento, me ayudó también a escribir y a recordar.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Cuanto más largo es lo escrito, más días de cada mes se come la recitación. Las recitaciones son particularmente nefastas en el sentido de que lo escrito se te hace familiar y te impide advertir lo que tiene de fuerte y de flojo. La primera variante, que además has admitido a toda prisa para quemar cuanto antes el texto, continúa siendo la única. No puedes permitirte el lujo de dejarla aparte unos cuantos meses, olvidarla y luego volver a mirarla con ojos frescos y críticos. Por eso no es posible escribir verdaderamente bien. Tampoco era posible demorar la quema de los pedazos de papel. Tres veces me pillaron de pleno con ellos, y sólo me salvé porque nunca escribía en el papel las palabras más peligrosas: las sustituía por guiones. Un día estaba tendido en la hierba, apartado de todos, demasiado cerca de la alambrada (para estar más tranquilo), y escribía camuflando el pedazo de papel dentro de un librito. El vigilante jefe, El Tártaro, se acercó sigilosamente por detrás y consiguió advertir que no leía, sino que escribía.
-¡A ver! -me exigió el pedazo de papel. Me levanté helado y le entregué el papel. Decía: "Obtendremos el reintegro debido, De todo lo que otrora se nos sustrajo. Cinco días a pie, no lo olvido, De Osterod a Brodnica conducidos Por una de t y k". Si hubiera escrito "escolta" y "tártaros" con todas las letras, El Tártaro me habría arrastrado hasta el óper y me habrían tirado de la lengua. Pero los guiones eran mudos: "Por una ______ de t ______ y k ______". Cada uno con su modo de ver las cosas. Yo temía por el poema, y él pensaba que estaba dibujando el plano de las alambradas y preparaba una evasión. Sin embargo, frunciendo el ceño, volvió a leer lo que había encontrado. "Nos llevó" le daba ya algo que pensar. Pero lo que le hizo trabajar particularmente las meninges fue lo de los "cinco días". Yo no había pensado siquiera qué asociación de ideas podían suscitar: "cinco días" era una locución estándar de los campos, así se daba la orden de calabozo.
-¿A quién le han metido cinco días? ¿De quién se trata? -inquirió hoscamente. A duras penas conseguí convencerle (con la ayuda de los nombres de Osterode y de Brodnica) de que estaba recordando un poema escrito por otro en el frente y que no podía recordar todas las palabras.
-¿Y para qué quieres recordarlo? ¡No está permitido recordar! -me previno con aire taciturno-. ¡Si te vuelvo a encontrar aquí echado, ya verás...! Al contarlo ahora, parece un suceso sin importancia. Pero entonces, para un esclavo insignificante, para mí, era un inmenso suceso: me veía privado de tumbarme lejos del ruido, y si me pillaba una vez más aquel mismo Tártaro con otro verso, podían perfectamente incoarme un expediente y reforzar la vigilancia sobre mí. ¡Pero ya no podía dejar de escribir...!
En otra ocasión alteré mi costumbre: durante el trabajo escribí de una vez unas sesenta líneas de una obra teatral (Pir pobedítelei), y no pude salvar la hojita al entrar en el campo. Cierto que también había puesto guiones en lugar de muchas palabras. El vigilante, un joven bonachón de gruesa nariz, contempló su botín con asombro:
-¿Una carta? -preguntó. (Entrar una carta en la obra olía sólo a calabozo. ¡Pero habría parecido una "carta" muy rara si se la entregaban al óper!).
-Es para el teatro de aficionados -dije con descaro-. Estoy recordando una obra. Venga a verla cuando la pongamos en escena.
El joven miró y remiró el papel y mi persona, y dijo:
-¡Sano, pero tonto! Y rompió mi hojita en dos pedazos, en cuatro, en ocho. Me asustó que pudiera arrojarlos al suelo, pues los fragmentos aún eran grandes y estábamos ante el cuerpo de guardia, y podían ir a parar a un jefe más observador, incluso, más allá, a Machejovski en persona, el jefe de régimen disciplinario, que a unos cuantos pasos de nosotros observaba cómo se desarrollaba el cacheo. Pero, por lo visto, tenían orden de no ensuciar el terreno ante el cuerpo de guardia, para no haber de barrerlo ellos mismos, y el vigilante depositó los pedazos en mi mano como en una urna. Franqueé el portal y me apresuré a echarlos en la estufa. La tercera vez tenía en mi poder un extenso fragmento de poema que todavía no había quemado; pero mientras trabajaba en la construcción del BUR no pude contenerme y escribí además El albañil. En aquellos días no salíamos de la zona y, por tanto, no pasábamos por los cacheos personales diarios.
El albañil ya tenía tres días cuando salí a oscuras del barracón, inmediatamente antes del control, para repetirlo por última vez y quemarlo acto seguido. Buscaba el silencio y la soledad, y por ello me acerqué al límite de la zona olvidando que no estaba lejos del lugar donde, no hacía mucho, Tenno se había fugado por debajo de la alambrada. Un vigilante, por lo visto, acechaba agazapado; me cogió enseguida por el cuello y me condujo al BUR en la oscuridad. Aprovechando la negrura, estrujé con cuidado mi Albañil en el bolsillo y lo arrojé al azar, a mi espalda. Soplaba un poco de viento, y el vigilante no oyó ni el crujido ni el susurro del papel. Pero aún llevaba conmigo el otro fragmento de poema, y eso lo había olvidado por completo. En el BUR me registraron y me encontraron un trozo que trataba del frente (de Noches prusianas) que por suerte no contenía nada delictivo. El jefe del turno, un sargento primero que sabía leer y escribir perfectamente, lo leyó:
-¿Qué es esto?
-¡Tvardovski! -respondí yo con firmeza-. Vasili Tiorkin. (¡Por primera vez se cruzaban nuestros caminos, el de Tvardovski y el mío!).
-¡Tvardo-ovski! -asintió respetuosamente el sargento-. ¿Y por qué lo llevas?
-Es que no hay libros. Yo lo recuerdo y de vez en cuando lo leo.
Me confiscaron un arma: media hoja de afeitar, y me devolvieron el poema, y si me hubieran soltado, aún habría corrido a buscar El albañil. Pero en aquel momento ya habían terminado de pasar lista y no se podía deambular por la zona. El vigilante me condujo al barracón y me encerró en él. Aquella noche dormí mal. Fuera se había desencadenado un viento huracanado. ¿Adónde habría podido llegar la bolita de papel de mi Albañil? Pese a todos los guiones, el sentido del poema era manifiesto. Y se desprendía claramente del texto que su autor estaba en la brigada que construía el BUR. Y, claro, no era difícil encontrarme a mí entre los ucranios occidentales. De modo que el fruto de muchos años de trabajo, lo ya escrito, y, más aún, lo proyectado, iba dando tumbos por alguna parte de la zona, o por la estepa, en forma de indefensa bolita de papel. Y recé. Cuando las cosas se ponen feas, no nos avergonzamos de Dios. Nos avergonzamos de Él cuando nos va bien. Por la mañana, tras el toque de diana, a las cinco, corrí hacia el lugar jadeando a causa del viento. Éste barría incluso las piedras menudas y te las arrojaba a la cara. ¡Era inútil buscar! En aquel sitio, el viento soplaba hacia el barracón de la dirección y seguía hacia el del régimen disciplinario (por donde a menudo iban y venían los vigilantes, y donde había mucho alambre de espino entrelazado), y más allá, hacia el otro lado de la zona, hacia la calle del poblado. Fui de acá para allá, inclinado, una hora entera, antes de amanecer. Todo en vano. Y ya había perdido toda esperanza. Pero cuando amaneció, ¡la bolita se me apareció como una mancha blanca a tres pasos del lugar donde la había arrojado! El viento la había hecho rodar hacia un lado y la había embutido entre dos tablas abandonadas en el suelo. Aún hoy lo considero un milagro.
Así seguí escribiendo. En invierno, en lugar caliente; en primavera y en verano, en el andamiaje, sobre el mismo muro de piedra: en el intervalo vacío, desde que terminaba unas parihuelas de mortero hasta que me traían otras, ponía el papel sobre los ladrillos y, con un trocito de lápiz (ocultándolo a mis vecinos), anotaba versos que se me habían ocurrido mientras aplicaba la mezcla de las últimas parihuelas. Vivía como en un sueño; en el comedor me sentaba ante el sagrado bodrio y no siempre advertía su sabor, no oía a los que me rodeaban: me perdía entre mis versos y los ajustaba como los ladrillos de un muro. Me cacheaban, me contaban, me mandaban con la columna por la estepa, pero yo veía la escena de mi obra teatral, el color del telón, la disposición de los muebles, las manchas de luz de los reflectores, cada desplazamiento del actor.
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