Nuevos populismos para la Vieja Europa
La ultraderecha ha renovado sus formas. Y ahora cosecha grandes triunfos electorales con un discurso euroescéptico y xenófobo
Cuando un partido populista, eurófobo y antimigrantes triunfó en las elecciones generales de Finlandia hace un par de semanas, muchos se preguntaron qué había pasado en uno de los países símbolo de la tolerancia y del Estado de bienestar. Cuando miraron alrededor, se dieron cuenta de que los finlandeses no estaban solos. Vieron que en el mapa de Europa proliferaban partidos que en el pasado hubieran sido apestados políticos por su extremismo, pero que hoy cautivan a buena parte del electorado. En varios países europeos se han convertido en la tercera fuerza más votada. En otros, como en Francia, las encuestas les auguran un futuro muy prometedor.
Finlandia, Holanda, Noruega, Suecia, Italia, Francia... La lista de países que registran un auge de los partidos populistas y de extrema derecha es larga. Y más alargada es aún la sombra que proyectan esas formaciones sobre los partidos tradicionales, que crecientemente adoptan algunas de las tesis extremistas a la caza de los votos que sienten les roban los populistas, advierten los expertos.
Marine Le Pen y Geert Wilders azuzan el temor a la llamada Eurabia, al desembarco de musulmanes
Hay analistas que llaman a los extremistas 'partidos protesta' porque su misión es cosechar el desencanto
El populismo y la derecha extremista presentan formas muy distintas a lo largo del continente. Hay, sin embargo, denominadores comunes, entre los que destacan el euroescepticismo y la xenofobia, que tiende a cebarse con los inmigrantes musulmanes. Es común también la presencia en sus filas de un nuevo tipo de líderes, que poco tienen que ver con sus predecesores. Los nuevos políticos populistas son más jóvenes -la mayoría rondan los cuarenta-, más modernos y mejor parecidos. Son carismáticos y tienden a ser grandes oradores a los que se atribuye en buena medida el tirón de sus partidos. Consiguen además desmarcarse del turbio pasado de sus formaciones cuidando su lenguaje, con el que son capaces de transmitir ideas xenófobas sin incurrir en el lenguaje zafio y racista del pasado. Han conseguido en definitiva hacer aceptables y digeribles ideas que hasta hace poco tenían escasa cabida en el debate político.
"Las ideas políticas más radicales son crecientemente aceptables, también entre los partidos tradicionales, que ahora coquetean con las ideas de extrema derecha. Eso es porque los partidos extremistas son ahora más sofisticados y apelan a un electorado más amplio que ya no se avergüenza de votar a la extrema derecha", sostiene Simon Tilford, economista jefe del Center for European Reform con sede en Londres. "Por eso suponen un desafío mucho mayor que la extrema derecha tradicional de los años ochenta y de los noventa", añade Tilford.
Los extremistas han sabido capitalizar el hastío de un electorado con los partidos tradicionales, que han perdido la capacidad de conectar con la ciudadanía. Hay analistas que incluso los llaman "partidos protesta" porque su misión fundamental es cosechar el desencanto de otros. Y se atreven con las polémicas que los partidos de siempre prefieren esquivar. Ni a la derecha ni a la izquierda les ha ahorrado dolores de cabeza ni fracasos electorales evitar temas espinosos como la inmigración. Al contrario. Porque los votantes quieren que les hablen de lo que les preocupa, y la inmigración parece ser uno de esos temas.
Políticos como Marine Le Pen en Francia o Geert Wilders en Holanda han hecho del debate migratorio su bandera y no tienen reparos a la hora de apelar a emociones como el miedo. Azuzan el temor a la llamada Eurabia, es decir, a un desembarco masivo de musulmanes capaces de poner en peligro lo que consideran la identidad europea. Su mérito es doble, porque consiguen infundir miedo en un momento en el que se da la paradoja de que la integración de los trabajadores extranjeros es relativamente exitosa en varios países europeos. Estos políticos fijan los últimos clavos del ataúd del multiculturalismo que, dicen, no funciona y defienden en cambio un modelo asimilacionista, según el cual los inmigrantes que quieran vivir en Europa lo deberán hacer siguiendo las normas y costumbres de los europeos, dejando de lado la herencia cultural de sus países de origen.
Las revueltas en el mundo árabe y el desembarco de norteafricanos en las costas europeas han supuesto un golpe de suerte para los extremistas que ahora hacen su agosto. Marine Le Pen, flamante líder del Frente Nacional francés heredado de su padre, el ultraderechista Jean Marie, visitó el mes pasado la isla italiana de Lampedusa, donde miles de tunecinos han arribado después de la revuelta. "Europa es impotente y no ha encontrado una solución ", dijo. Y a continuación añadió: "Europa debe acercarse lo más posible a las costas de donde parten los barcos clandestinos y enviarlos de vuelta". "Somos testigos de una catástrofe".
Los partidos tradicionales, celosos del éxito populista, dejan a menudo que los más extremistas marquen el paso. Cuestiones como la prohibición del burka, que afectan directamente a un número ínfimo de europeas, han ocupado momentáneamente un lugar central en la vida política y parlamentaria de algunos países, por delante de temas como el desempleo o el adelgazamiento del Estado de bienestar.
La eurofobia es la otra gran pata del banco de los extremistas, que consideran a la Unión Europea fuente de todo mal. De nuevo es un mensaje que cala con facilidad entre un electorado que no siente las instituciones de Bruselas como propias y que, por tanto, no acaba de entender por qué hay que financiarlas. Jean-Dominique Giuliani, presidente de la Fundación Robert Schuman, añade que el momento que atraviesa Bruselas tampoco ayuda. "La UE no está en buena forma. La crisis económica, la ampliación y la incapacidad para alcanzar consensos de forma rápida en un mundo cambiante contribuyen a la frustración de los ciudadanos". Y apunta otra idea. "La población europea envejece, y los mayores se repliegan sobre aquello que conocen mejor y que poseen. Tienen miedo a perder sus pensiones y todo lo que han conseguido en su vida".
Los partidos clásicos no han encontrado todavía la fórmula idónea para lidiar con los nuevos actores políticos que juegan con ventaja, porque se desmarcan de las reglas de un juego político del que, sin embargo, se benefician. Juegan la carta antisistema, critican a las instituciones y a los gobernantes, y les funciona. En países como Bélgica, hace años se optó por el llamado cordón sanitario, por el que se aísla al extremista Vlaams Belang en un vano esfuerzo de contención. El resultado es que en la oposición, alejados del desgaste del poder, los extremistas flamencos no han dejado de crecer. En otros países europeos piensan, por el contrario, que es mejor dejar gobernar a los antisistema, porque creen que sus discursos no son sostenibles en la cima del poder, que inevitablemente minará su popularidad.
A primera vista, podría parecer que la crisis económica y financiera que ha sembrado el miedo ante un futuro poco prometedor podría jugar a favor de los extremistas. No es, sin embargo, este un factor decisivo, explican los expertos. Basta con analizar en qué países el resurgir populista cobra más fuerza. Holanda, Finlandia, Noruega o Alemania, donde los discursos antiinmigración triunfan como nunca, no se han visto apenas golpeados por la crisis financiera que sí ha destrozado otras economías europeas. Por eso, dicen los analistas, el verdadero problema surgirá el día en que los extremismos cobren fuerza en países más afectados por la crisis como España, Grecia o Reino Unido. "Si en esos países los niveles de desempleo siguen tan altos como hasta ahora y si en los próximos años no se producen mejorías económicas, el terreno estará abonado para que extremismos -tanto de izquierda como de derecha- florezcan", augura Tilford.
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