Impuestos y corrupción
Los partidos tienen que hacer algo más que crisparse. O delimitan las circunstancias en las que un sospechoso puede ser investigado o crean excepciones para los políticos.
María Dolores de Cospedal tenía nueve años el día en que murió Franco. Una suerte para ella, pero la número dos del principal partido de la oposición debería compensar, con mejores informes, la lógica escasez de vivencias sobre el régimen anterior a la Constitución. Comparar el comportamiento de la policía y los servicios secretos del dictador con el Estado policiaco en que, según ella, vivimos bajo Zapatero no merece más respuesta que una carcajada.
Y sin embargo, parte de la clase política ha dedicado las vacaciones a destriparse, a cuenta de tales comentarios y de otros posteriores de Rajoy, presentando al Gobierno como un inquisidor. Todo esto cuando se acumulan los imputados en investigaciones por presuntos delitos (a los que llamaremos genéricamente corrupción), que han provocado la renuncia del tesorero nacional del PP, grandes salpicaduras entre personas destacadas de este partido en Madrid y un caso Camps pendiente de recurso ante el Supremo.
Comparar la policía del dictador con la actual no merece más respuesta que una carcajada
Es una pena confundir el culo con las témporas. Porque el incidente veraniego oculta una seria cuestión pendiente: quién debe garantizar la limpieza en la financiación de la política. Desde hace años se incrementa la sensación de descontrol, y esto supone una descompensación grave respecto a uno de los monopolios que se arroga el poder democrático, que es la recaudación de tributos y su inspección y sanción.
A partir de los gobiernos de Adolfo Suárez y de Felipe González, en este país se consolidó la exigencia del pago de impuestos. Los partidos principales vienen alternándose en la dirección de los vastos aparatos que fiscalizan a los ciudadanos: actualmente, el partido socialista controla el del Estado, y el Partido Popular, los de Madrid y la Comunidad Valenciana. A nadie le gusta pagar impuestos ni que le pidan explicaciones, como tampoco las sanciones de tráfico, pero un país desarrollado no puede prescindir de aquéllos ni de éstas. La generalización de los impuestos es una de las modernizaciones aportadas por la democracia y, en este punto, España sí ha logrado converger con la normalidad europea.
Sin embargo, se ha avanzado poco en el camino de garantizar la responsabilidad del político frente al contribuyente. Una democracia joven tenía la oportunidad de asentar la transparencia en la financiación de la política y de ser intransigente con los que se corrompen, pero los partidos no han demostrado demasiado interés. Los gobiernos socialistas de los años noventa trataron de minimizar el impacto de la corrupción que afectaba a sus filas, cuando el PP, precisamente, les presionaba con dureza por ello. Después empezaron a menudear los casos sospechosos en municipios. En fin, la revelación del ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Pasqual Maragall, dando por hecho que sus adversarios de CiU habían cobrado por obras o concesiones ("ustedes tienen un problema, y ese problema se llama 3%") sigue siendo asombrosa por su total falta de consecuencias, más de cuatro años después de esgrimida.
La opacidad facilita las sospechas. El partido en el poder es responsable de mantener en la policía una cultura de mínimo daño a la dignidad de las personas cuando procede a detenciones o registros, y de preocuparse por cortar los abusos. Lo que no resulta decente es que la élite proteste sólo por sus conmilitones; entonces caen en la cuenta de la facilidad con que se esposa a cualquier sospechoso, de lo mal que se vive en cárceles superpobladas, de lo lenta que funciona la justicia, de la inseguridad en cuanto al secreto de las comunicaciones. ¿Pretenden que no se les fiscalice? Los españoles tienen la impresión de que hay pocos sobornos a jueces y policías, pero está mucho más extendida la idea de la captación de políticos a cargo de intereses privados, según la última encuesta de Transparencia Internacional, una entidad especializada en el combate contra la corrupción.
Conocemos mal cómo se paga la política en España. Pero sí sabemos que el erario público contribuye fuertemente a ello, argumento bastante para exigir muchas más explicaciones, y no sólo al PP, desde luego. Tampoco vale con atribuir propiedades taumatúrgicas a los resultados electorales, como si taparan de un plumazo todos los casos sospechosos o en fase de investigación: ninguna de las campañas recientes se han centrado en la corrupción, en todo caso han girado sobre el victimismo (¿no era Rita Barberá la que prometía a Francisco Camps "convertir en votos" la persecución sufrida?).
El poder democrático tiene que hacer algo más que crisparse. O bien delimita cuidadosamente las circunstancias en las que cualquier sospechoso pueda ser detenido, esposado, investigado o espiado -que sería muy conveniente-; o quizá alguien intente crear una excepción para los políticos. Altos cargos y parlamentarios ya disponen de un trato preferente a la hora de ser juzgados (el "aforamiento"). Descubrir y probar las sospechas de corrupción precisa de criterios firmes y de aparatos de investigación como los que se ocupan de los demás sospechosos.
Lo que no se puede endosar es la táctica del ventilador y de la mierda para todos. Se ve claramente en el cómputo de los casos de corrupción: tú tienes treinta, yo sólo una decena; a ti te han condenado a equis fulanos, a mí sólo a dos pelagatos; tú me espías, yo te digo que eso no me lo dices en los tribunales... Menos mal que el público de este espectáculo, los contribuyentes, anda todavía distraído por las playas.
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