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LECTURA

La Gran Guerra de este siglo

Un sinfín de personas pagan con su desempleo o su ruina la orgía de los pasados años. Vicente Verdú ve la crisis en curso como una conflagración incruenta, aunque con cadáveres nada metafóricos

Bancos que se hunden cuando parecían flotar con esplendor, países como Islandia que se desploman, Gobiernos que caen en Bélgica, Hungría, Letonia, República Checa, ruinas de multimillonarios que ven reducida su fortuna a la mitad, parados que suman millones en unos meses. ¿Cómo no presenciar este espectáculo como una guerra? Una guerra de la que no puede saberse si saldremos vivos, si la imprevista bomba que estalla en el vecindario nos preserva o termina radicalmente con toda nuestra propiedad.

Millones de empresas, decenas de millones de trabajadores del automóvil, los servicios, la construcción, cientos de millones de víctimas más sus parientes, sus descendientes y sus enemigos son carne de cañón. La Tercera Guerra Mundial, o lo que sea, ha comenzado a contar sus damnificados en millones de cadáveres. ¿Cadáveres metafóricos? Cadáveres en cuanto individuos incapaces de proyectar su porvenir o, en suma, individuos reducidos a partículas cuyo movimiento y destino determina el azar puesto que, ahora, el miedo que nos llena el cuerpo es como el miedo del puro azar y así, henchida de azar o reventada por el albur, se encuentra la totalidad del planeta, que por primera vez se ve sumido todo él en la mayor y más desconcertante de las ruinas.

Bancos que se hunden, fortunas reducidas a la mitad, millones de parados: ¿cómo no asociarlo a una guerra?
El desánimo encierra a los consumidores en sus casas. Y se reza para que el siguiente bombardeo no sea tan letal
La difusión universal del temor y el terror ha venido creando una extraña situación de preguerra
El sistema se hace pedazos no por la presión subversiva o violenta, sino por la fractura de su propio organismo

(...) ¿Qué pueden importar las vicisitudes políticas interiores o exteriores, las ya de por sí insignificantes disputas nacionalistas o no, los accidentes de tráfico o los programas del corazón? La deteriorada fe en los políticos, ministros de Economía o de cualquier otro departamento se ha agudizado al compás de sus vacilaciones. Y la ausencia de una pertinente interpretación de este estropicio ha sumido al público, los ciudadanos, los consumidores, los ahorradores, los empleados y los parados, solteros y casados, en una situación de desazón que, por el momento, tiende más a empeorar que a dirigirse en cualquier sentido esperanzador. De otra parte, son tantos los meses que prolongan esta situación que las noticias se suman unas a otras para aumentar la impresión de una catástrofe de época, el ingreso en una era desafortunada.

Actualmente, sea cual sea su ámbito, no hay circunstancia, tendencia, coyuntura o atención que tienda a durar mucho. ¿Cómo no haber supuesto que la crisis financiera se hallaría ya resuelta o en trance de concluir? Que suceda, sin embargo, al revés, ni resuelta, ni controlada, ni reconocida ni apropiadamente tratada, lleva a un desánimo creciente que mata las compras, encierra a los consumidores en sus casas y resignadamente se reza para que el siguiente bombardeo no sea tan letal.

Todos los vigías, y tanto cuanto mejor situados se encuentran y mayor competencia se les reconoce, se trate de presidentes o de prestigiosos expertos en análisis financiero internacional, son incapaces de ver el fin de esta crisis y también de ofrecer un dictamen de la relación de fuerzas para vencer al mal.

¿Cómo no asociar, en suma, tanta calamidad a las calamidades de una guerra? Una total guerra mundial que viene a terminar no sólo con las empresas y sus riquezas, con las economías familiares y sus planes, sino también con todo pensamiento alegre sobre el futuro. Un futuro que cualquier intelectual trata de ver como un paso hacia un mundo mejor, pero que cualquier ciudadano común no sabe si llegará a ver en buenas condiciones. Esta sensación de fin casi mortal no hiere quizás corporalmente, pero mata en casi todo lo demás. Los viajes, las vacaciones, las salidas al cine, las copas y los divorcios, los regalos narcisistas, las fiestas locales, las charangas en fin, quedan amortajadas por un tiempo espeso que parece haberse instalado ya no sólo como un ambiente, sino como una losa de la que desconocemos el peso y también en qué medida nos aplastará.

Tras aguardar más de medio siglo la fatalidad de una nueva guerra mundial, por fin esta Gran Crisis ocupa su lugar.

Ni las tensiones de la guerra fría, ni las largas disputas coloniales, ni las revoluciones socialistas bullendo por el Tercer Mundo desataron la reacción armada del capitalismo para aniquilar al comunismo. Las armas de disuasión paralizaban la batalla nuclear y al fin el Muro de Berlín cayó por su propio peso. Tampoco otros feroces conflictos, en las fronteras de naciones con bomba atómica, provocaron el enfrentamiento que temía la Historia, pero que el sistema capitalista requería ávidamente para ponerse de nuevo al día.

Gracias a una y otra guerra mundial efectiva, el capitalismo dio importantes pasos adelante, se aseó, se reajustó, afinó sus estrategias. A una gran conflagración al comienzo del siglo XX siguió otra en su zona media y la cadencia temporal hacía esperable la deflagración siguiente en torno al siglo XXI. Una guerra mundial cada medio siglo como forma natural de la reforma, la rehabilitación y la mejora. En cada ocasión, el sistema aumentó su eficacia y acrecentó, en poder y beneficios, la convicción de su dominio.

También, cada espectáculo guerrero superó con amplitud al anterior, extendió la contabilidad de muertos y heridos, las tierras y edificios devastados, las máquinas obsoletas que aceleraron su recambio por ingenios superiores. Ninguna guerra decepcionó con sus aportaciones de I+D, y el tamaño de la tragedia se correspondió con la agigantada magnitud del tráfico internacional mientras las áreas industriales destruidas abonaron el territorio con las nuevas tecnologías del conocimiento aprendido en la deflagración.

Si no se ha registrado la declaración de una Tercera Guerra Mundial ha sido sólo, ahora podemos decirlo, porque, cuando esperábamos una declaración solemne que iniciara el combate, ha sonado la calderilla de las subprimes y también, a diferencia de las dos grandes conflagraciones anteriores -a diferencia de todas las guerras-, la presente acometida no produce efectos que afecten directamente a las instalaciones. Eliminar al enemigo siempre conllevaba arruinarlo económicamente y esta acción se concretaba en el estrago de sus factorías, sus campos, sus armas y sus provisiones. Hoy, en cambio, la economía financiera lo es casi todo y la eliminación del contrario no necesita ser física si es monetaria, si es fiduciaria y no material dentro del mismo sistema de lo impalpable.

La convulsión bélica sacudió casi todos los mercados financieros en 1914, el año de la Gran Guerra, y forzó a que todas las bolsas de valores del mundo cerraran. Ni siquiera la Bolsa de Valores de Londres volvió a abrir entre la festividad bancaria del 3 de agosto de 1914 y finales de ese año. Pero esto en absoluto supuso la muerte del mercado internacional de bonos. Por el contrario, la Primera Guerra Mundial se decidió tanto en términos de sangre derramada como en términos de flujos de capital.

Esta Gran Guerra del siglo XXI apenas conllevaría derramamientos de sangre: le bastaría con desplumar económicamente, tal como ocurrió en los desenlaces de las demás guerras. Esa Tercera Guerra fingida no tendría víctimas militares puesto que las bajas uniformadas han ido disminuyendo históricamente y han crecido, en cambio, las civiles. Durante la Primera Guerra Mundial, un 5% de las víctimas fueron civiles; en la Segunda Guerra Mundial llegaron al 66%, y en todas las guerras recientes la cifra se ha elevado hasta el 80% o el 90%. En esta Tercera Guerra Mundial, sumarial y transparente, todas las víctimas serán civiles.

(...)Secuencias de sucesos en manos de las computadoras, efectos fulgurantes, reacciones inmediatas, interacciones contagiosas, estructuras sofisticadas, derivados inasibles, todos ellos presentes en esta Tercera Guerra. Hecatombe global. Miles de millones de víctimas como efecto de un arma de destrucción planetaria igual al daño productivo que desencadenaría una megabomba preparada con la suma de todo el armamento disponible.

A la globalización, pues, corresponde esta suerte de Guerra no Mundial sino Global, no explosiva sino implosiva, depresiva. Una Depresión tan extrema o profunda, tan acaparadora y sofisticada como requieren las aplicaciones electrónicas del camuflaje y en un camuflaje donde ella misma se incluye hasta hacer pasar lo bélico por lo económico y lo económico por lo tectónico sin más. ¿Fin del capitalismo o fase de transformación? ¿Crisis o metamorfosis?: Guerra de las Galaxias filmada en el espejo de la especulación.

(...) Desde el ataque del 11-M a la guerra de Irak, desde las revueltas islámicas al jugueteo iraní, corre un vicioso juego con el terror. O todavía más netamente: la difusión universal del temor y el terror como forma permanente de las vidas ha venido creando una extraña situación de preguerra que aun siendo representación provocaba un efecto real. ¿Es la Tercera Guerra Mundial el terrorismo, según Bush? ¿Es la Tercera Guerra Mundial el choque de civilizaciones de Huntington? ¿Es la Tercera Guerra Mundial el recalentamiento del planeta?

(...) Marx, Carlyle, Wagner y muchos otros de la generación victoriana sostenían la idea romántica de que el mundo del siglo XIX había firmado un pacto faustiano mediante el cual el desarrollo material se conseguiría al precio de una "conflagración mundial". Una rica literatura, materialista en teoría y romántica de corazón, basaba este supuesto en que había algo fundamentalmente erróneo en la economía del capitalismo. Una forma radical de mal que, necesariamente, terminaría estrangulando al sistema. No es seguro que sea enteramente así: cada generación a lo largo de los últimos ciento cincuenta años ha tenido su guerra y, al cabo, para bien del sistema que sobrevivió.

Pero esta vez, no obstante, es el sistema mismo quien elige como argumento de su función la representación de su muerte, la nacionalización de los bancos, la ruina de los grandes capitales, el hundimiento de la confianza, la industria, los servicios y la inversión. La bomba ha abierto un boquete del que años después todavía se desconoce su profundidad y trascendencia. (...) Una Tercera Guerra Mundial sin tropas sería la aproximada metáfora para referirse a estos hechos. O para especular en contra de un tiempo que apoyó su apariencia en la magia de la especulación.

(...) ¿Final del capitalismo? El capitalismo hace años que ha dejado de ser un sistema determinado y sus condiciones forman parte de la condición misma de la Humanidad. Si estuviéramos asistiendo a la muerte de un sistema determinado se abriría la ocasión para probar con otro u otros más. El funeral del capitalismo es sin distinción el fin de una época, puesto que lo fracasado no es un orden de desarrollo económico o social, sino el desarrollo del orden conocido.

(...) Los optimistas piensan que este hundimiento del sistema, este fracaso sistémico, acabará con el Sistema. Después, un soleado mundo social y económico abrirá sus puertas. De este modo se configuraría casi biológicamente la nueva utopía del siglo XXI y, a diferencia de aquellas que poblaron el siglo XIX y el XX, no sería obra de un movimiento, una militancia o unas recias vanguardias revolucionarias, sino que la transformación vendría tras el paso por la extrema quietud, el paro absoluto.

El sistema entonces craquelaría, se haría pedazos no tanto como resultado de una presión subversiva ni por la violencia de una fuerza exterior, sino resultado de la fractura de su propio organismo, que, reseco, falto de toda liquidez, iría generando cenizas, polvo difunto que nunca más volvería a hacer crecer.

El capitalismo funeral, de Vicente Verdú. Editorial Anagrama. Se publica el 21 de mayo. Precio: 15 euros.

Miembros del sindicato de trabajadores del metal de Alemania, frente al edificio de la factoría FAG, en Schweinfurt.
Miembros del sindicato de trabajadores del metal de Alemania, frente al edificio de la factoría FAG, en Schweinfurt.REUTERS

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