Franco y sus generales
Sólo una docena más o menos de oficiales plantó cara resueltamente a Franco durante la II Guerra Mundial y, aun así, sólo de forma dubitativa y con poca frecuencia. Los más importantes de estos oficiales eran Juan Yagüe, Alfredo Kindelán, Antonio Aranda, José Enrique Varela y Luis Orgaz. Yagüe estaba estrechamente relacionado con la Falange. Con todo, su falangismo era austero y radical. Era hostil a Serrano Súñer y algo despectivo hacia Franco. Kindelán era un monárquico conservador y, probablemente, la más persistente e irritante espina en el costado de Franco. Sin embargo, no estaba dispuesto a proceder más allá de las críticas verbales. Varela era un reaccionario duro, relacionado con los carlistas, pero al haber recibido dos veces la Gran Cruz Laureada de San Fernando, la más importante condecoración militar española, por mostrar valor ante el enemigo, gozaba de enorme autoridad dentro de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, aun cuando Varela fue ministro del Ejército, Franco se aseguró de que estuviese vigilado, nombrando a tal efecto para el puesto de subsecretario del Ministerio del Ejército a su íntimo compinche y confidente Camilo Alonso Vega. Orgaz era un firme monárquico alfonsista. Ninguno de ellos deseaba acabar con el régimen de Franco, sino más bien reducir el poder que la Falange tenía en él, y que se declarase oficialmente, aunque sólo fuese en teoría, que España era una monarquía.
Queipo de Llano, que llamaba a Franco "Paca la Culona", le consideraba un hombre egoísta y mezquino
El dictador mantenía el control sobre los altos oficiales del Ejército haciendo la vista gorda ante la corrupción
Aranda era el más enérgico y vocinglero. Cuando ejercía el cargo de gobernador militar de Valencia acabó disgustado por la corrupción policial, la represión y las actividades incontroladas de los arribistas de Falange en el Ministerio de la Gobernación. Asimismo, junto con Kindelán, fue uno de los primeros en darse cuenta de que una victoria del Eje en la guerra mundial no era inevitable. Era notoriamente indiscreto, y Franco sabía que estaba en contacto con los británicos, como lo estaba con los alemanes. Se le atribuían sentimientos republicanos, y no ocultaba sus contactos con la oposición antifranquista verdadera, la de izquierdas. Aunque se refería continuamente, en sus comunicaciones con sus interlocutores británicos e izquierdistas, a un inminente golpe contra Franco, su principal actividad consistía en hablar. Al final, los británicos le consideraban un veleta, indigno de toda confianza y sin lógica.
Todos ellos no hicieron sino rezongar contra Franco y, uno tras otro, acabaron teniendo problemas con él, y, por lo general, salieron vencidos por las astutas maniobras del Generalísimo sin haber logrado nunca amenazarle seriamente. No obstante, Franco se vio obligado a descabezar tales oposiciones con infinita paciencia, con una hábil aunque parsimoniosa división del botín de guerra bajo forma de puestos importantes, ascensos, pensiones, condecoraciones y títulos de nobleza, así como frecuentes llamamientos al espíritu de cuerpo y al patriotismo. Aun así, reinaba un considerable descontento debido a la lentitud de los ascensos y de la distribución de condecoraciones. En última instancia, con todo, Franco podía contar siempre con la ambición de sus rivales militares. Se mostraba duro y al mismo tiempo hábil al engañarles con la zanahoria de los ascensos. Aranda, por ejemplo, en el verano de 1939, y de nuevo en 1941, fue inducido a creer que lo nombrarían ministro de Defensa. En la misma época, Rafael García Valiño, uno de los más jóvenes y capacitados generales de Franco, de quien luego se convertiría en crítico activo, esperaba que se le confiase el Ejército de Marruecos. De hecho, el Ministerio de Defensa fue suprimido en agosto y el destino en Marruecos fue confiado al fiel franquista Carlos Asensio.
La primera crisis militar a que tuvo que enfrentarse Franco fue provocada no por un monárquico, sino por uno de los más antiguos generales de todas las Fuerzas Armadas, Gonzalo Queipo de Llano. Éste nunca había ocultado la pobrísima opinión que le merecía Franco ni lo que pensaba sobre las irregularidades que habían rodeado la elección del Generalísimo. Consideraba a Franco un hombre egoísta y mezquino, y, en compañía de amigos, hablaba de él en peores términos. Durante las guerras coloniales en Marruecos, Queipo de Llano había llegado a la conclusión de que Franco era de una prudencia rayana en la cobardía. El 6 de agosto de 1936, al llegar a Sevilla, Franco había insistido en establecerse en el palacio de Yanduri en vez de utilizar los edificios de la II División, lo que le parecía a Queipo una pretenciosidad. Se vengaba llamándole "Paca la Culona". Y había una abundancia de confidentes que iban a contarle a Franco los comentarios de Queipo. Éste llegó en su irritación a hacer declaraciones públicas, el 18 de julio de 1939, sobre la afrenta que Franco le había infligido al otorgar la condecoración militar de la Gran Cruz Laureada de San Fernando a la ciudad de Valladolid, pero no a la de Sevilla, base de su poder. Queipo no sólo atribuía el papel principal en la sublevación de 1936 a Sevilla, sino que sugirió que el triunfo de Franco y de su ejército en el centro se debió a la ayuda recibida de esta ciudad.
Ésta era la oportunidad que Franco esperaba desde hacía mucho para librarse de él. El Caudillo consideraba que Queipo era demasiado poderoso, y se había mostrado molesto durante largo tiempo por los insultos recibidos en los años en que Queipo era su superior en el Ejército de Marruecos. Cuando la Legión Cóndor hubo regresado a Alemania, Queipo, sin autorización de Franco y a costa de disgustarlo, acudió a aquel país para recibirles. Por medio de subterfugios, Franco le sacó de Sevilla y lo envió a Burgos para unas supuestas consultas. Cuando llegó, le acusó de conspirar contra él, lo despidió como virrey de hecho de Andalucía el 27 de julio de 1939 y le planteó la alternativa de irse a Argentina de embajador o a Italia como jefe de la misión militar. Queipo eligió el destino en Italia, pero Franco, temiendo que pudiera valerse de su base de poder en Sevilla, le prohibió volver a la capital andaluza para recoger sus pertenencias. Cuando llegó a Italia, Queipo de Llano supo del mismo Mussolini que Franco le había escrito una carta en la cual denunciaba a su enviado como "antifascista peligroso".
La rebelión de Queipo acabó siendo un simple desliz verbal. Ningún otro general estaba dispuesto a ponerse de su lado y, tras la contundente reacción de Franco, no sucedió nada más. Potencialmente más peligrosa era la oposición silenciosa de otro colaborador de Franco de los tiempos de guerra, igualmente importante, el impetuoso general Yagüe. Éste había sido uno de los más decisivos generales nacionales a lo largo de la Guerra Civil, y era bien conocido por sus simpatías falangistas y no menos célebre por sus críticas al estilo militar dilatorio de Franco. Al terminar la guerra ejercía el mando del Ejército español de Marruecos. Dado su talento, su carisma y su popularidad en la Falange y en el Ejército, podía ser un rival para Franco. Plenamente consciente de ello, el Caudillo, con su astucia típica, nombró a Yagüe ministro del Aire con ocasión de los cambios ministeriales del 9 de agosto de 1939. Este evidente ascenso fue el medio que Franco tuvo de apartarlo de un peligroso mando operacional en Marruecos. Al mismo tiempo, ante la inminencia de la guerra mundial, el nombramiento de un entusiasta del Eje como Yagüe podía aparecer como un gesto significativo a ojos de los alemanes. En su puesto de ministro, Yagüe trabajó duro, aunque en vano, para reconstruir las Fuerzas Aéreas españolas con la ayuda de Alemania, con el fin de que España pudiese participar en la guerra mundial. A medida que su frustración se intensificaba, se hicieron más explícitas sus críticas contra Serrano Súñer y Franco, y quedó también más patente su falangismo extremado. Más tarde se vería involucrado, al igual que el general Muñoz Grandes, aunque éste de manera más circunspecta, en un complot para apartar a Franco del poder. (...)
Uno de los métodos que Franco utilizaba para mantener el control sobre los oficiales del Ejército era hacer la vista gorda ante la corrupción. Numerosos oficiales que tenían negocios utilizaban a soldados rasos y también a prisioneros de guerra republicanos como mano de obra barata o gratuita. Otros usaban vehículos del Ejército para sus asuntos privados. A un nivel menor, incluso los oficiales de menor graduación se servían de reclutas como criados domésticos, para realizar pequeños trabajos, cuidar niños y otras cosas por el estilo. Franco estaba enterado de todo esto y le gustaba que los demás supiesen que lo sabía. Sólo en dos ocasiones se valió de lo que sabía para expulsar del Ejército a un oficial superior. Uno fue el general Francisco de Borbón y de la Torre, acusado de tráfico ilegal de alimentos. El otro fue el general Heli Rolando de Tella y Cantos, importante africanista cuyo meteórico ascenso en Marruecos sólo había sido superado por los de Franco y Yagüe. A pesar de su distinguido currículo, Tella fue privado de todos los honores militares por "irregularidades administrativas", presuntamente cometidas al usar vehículos y personal militar para el funcionamiento de su fábrica de harinas y la reconstrucción de su pazo mientras fue gobernador militar de Lugo. Sobre la base de que la corrupción nunca había sido un delito grave en la España franquista, se convenció a Tella de que había sido perseguido debido a sus actividades promonárquicas. Puede ser una coincidencia, pero los nombres de los generales Tella y De Borbón eran los únicos que un agente español pudo recordar de una lista de cincuenta que al parecer pidió Goering con el fin de utilizarla en un complot para derrocar a Franco y sustituirlo por don Juan.
Ya desde comienzos de septiembre de 1943, Franco tenía sobre su mesa un informe que acusaba a Orgaz de estar involucrado en negocios ilícitos en el norte de África. No es del todo descabellado suponer que la existencia de este informe tuviera que ver con el hecho de que la disponibilidad de Orgaz para conspirar en favor de la monarquía disminuyera. Franco no mostró nunca el más mínimo interés en poner fin a la corrupción como tal, lo que contrasta con su afán de utilizarla para aumentar su poder sobre las personas involucradas. En efecto, con frecuencia recompensaba a quienes le informaban sobre la corrupción y no tomaba medida alguna contra los culpables, sino que procuraba que éstos supieran quién los había delatado.
Las garantías que Franco ofreció a sus generales en octubre de 1943 sobre el hecho de que las armas secretas de Hitler podían hacer ganar la guerra amortiguaron la urgencia de sus peticiones para resolver el futuro político. De todos modos, en el plazo de un año, la inevitabilidad de la derrota del Eje era obvia para todos excepto para Franco, Muñoz Grandes y Juan Vigón. Volvió el pánico y hubo manifestaciones de descontento en las altas esferas de las Fuerzas Armadas. Algunos, como los generales Kindelán y Aranda, nunca habían dejado de trabajar en pro de la restauración. Aranda se había visto involucrado en actividades antifranquistas desde octubre de 1941 y mantenía contactos regulares con don Juan a través de Gil- Robles y con la Embajada británica. En octubre de 1944, sin embargo, el Ejército dejó a un lado todas las consideraciones antifranquistas a consecuencia de la invasión del valle de Arán en los Pirineos por grupos de republicanos españoles que habían combatido en las filas de la Resistencia francesa. En cierto sentido, la derrota de las incursiones iniciales y la consiguiente guerra de guerrillas llegaron como un don del cielo para Franco. Estos hechos hicieron posible el renacer de la mentalidad de la Guerra Civil, proporcionó algo que hacer al Ejército y, en general, reagrupó al cuerpo de oficiales alrededor de Franco. La rehabilitación de Yagüe resultó particularmente útil. Como capitán general de Burgos, Yagüe desempeñó un papel fundamental en la lucha contra las incursiones guerrilleras. Sin embargo, el derrumbamiento inminente del Eje produjo profunda inquietud en Franco, que se sintió seriamente amenazado cuando don Juan, exhortado por el general Kindelán y sus consejeros civiles, hizo público su Manifiesto de Lausana del 19 de marzo de 1945. En él, el Pretendiente denunciaba la naturaleza totalitaria y las relaciones con el Eje del régimen franquista y hacía un llamamiento a Franco para que diese paso a una restauración monárquica.
Se formó un grupo de veteranos monárquicos compuesto por el duque de Alba y el general Aranda, Alfonso de Orleans y Kindelán, con el fin de supervisar la esperada transición. Incluso llegaron a elaborar el texto de un decreto-ley que anunciaba la restauración de la monarquía, y formaron un Gobierno provisional en el que Kindelán sería presidente; Aranda, ministro de la Defensa Nacional; Varela, ministro del Aire, y el general Juan Bautista Sánchez González, ministro del Ejército. El Manifiesto de Lausana iba acompañado de unas instrucciones dirigidas a los monárquicos prominentes para que dimitieran de sus puestos en el seno del régimen. El primero que lo hizo fue el general Alfonso de Orleans y Borbón, representante de don Juan en España, que era el comandante efectivo de las Fuerzas Aéreas. En respuesta, Franco confinó al general Orleans en sus tierras próximas a Cádiz. A continuación, el Generalísimo montó una operación destinada a neutralizar el resurgir del sentimiento monárquico en el seno del alto mando, como consecuencia del Manifiesto de don Juan. El propio Franco presidió, lo que era inusual, una reunión de tres días del Consejo Superior del Ejército, en la que hizo un gran esfuerzo para justificarse ante sus miembros. Señaló que la idea originaria del general Mola en 1936 había sido crear una república autoritaria y que Franco había tenido que hacer cuanto estaba en su mano para incluir la restauración monárquica en el orden del día. El Caudillo trabajó duro para contrarrestar los efectos del Manifiesto. Parece ser que muchos de los presentes quedaron satisfechos por lo que les dijo, pero otros, incluido Kindelán, estaban perplejos por los puntos de vista de Franco sobre la situación internacional. El Caudillo les aseguró que la URSS estaba acabada y que la verdadera amenaza comunista emanaría en el futuro de Gran Bretaña y Francia, que estaban en manos de los masones. Se mostraba optimista respecto al futuro, pues mantenía la esperpéntica convicción de que Estados Unidos estaba a punto de adoptar los principios falangistas. -
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