San Agustín y la política de austeridad
Las virtudes, aun las que mejor adornan espíritu humano, practicadas con exceso y a destiempo pueden ser causa de grandes males sociales.
Eso es lo que puede ocurrir con la práctica de la austeridad compulsiva que se recomienda o impone a los países sobreendeudados como Grecia, Irlanda, Portugal, España, Estados Unidos o el Reino Unido.
Confieso estar sorprendido por la compulsividad con que las élites económicas -los organismos económicos internacionales, la Comisión Europea, los partidos políticos conservadores, incluidos los socialdemócratas europeos- recomiendan a los países sobreendeudados que practiquen una política radical, repentina e inmediata de austeridad en el gasto público.
La austeridad radical en el gasto público es una mala política que llevará a una depresión contenida
Pienso que es una mala política, que llevará a esos países a un largo periodo de depresión contenida y de dolor, sin ventajas apreciables para su salud financiera.
Para comprender el porqué la austeridad compulsiva puede llevar a la economía de estos países al desastre es útil utilizar la metáfora empleada por Alan S. Blinder para explicar la débil recuperación norteamericana actual. La economía es como un avión que tiene tres motores. Un motor principal y dos pequeños motores auxiliares para situaciones de emergencia. El motor principal de la economía es el sector privado. Los dos motores auxiliares son las políticas monetaria y fiscal del Gobierno.
En tiempos normales, el motor principal del consumo privado es suficiente por si solo para mantener la velocidad de crucero. En esos tiempos normales, los motores auxiliares pueden estar al ralentí.
Pero estos no son tiempos normales. El motor principal se ha gripado como consecuencia de un exceso de crédito. La purga del desendeudamiento tardará un tiempo. Mientras tanto, el consumo privado estará débil y la economía funcionará a bajo rendimiento y de forma sincopada, sin que quepa descartar recaídas, como ocurre en el Reino Unido.
Son estas situaciones las que justifican la puesta en marcha de los motores auxiliares. Eso es lo que se hizo en 2009 para contener el desplome de la economía mundial provocado por la crisis financiera. Las élites y los Gobiernos de todo el mundo, incluido el de George W. Bush, pusieron a toda máquina los motores auxiliares. Y eso evitó que la Gran Recesión de este inicio de siglo se convirtiera en una Gran Depresión del estilo de los años treinta del siglo pasado.
Sin embargo, a mediados de 2010 las élites económicas cambiaron su discurso, y el conservadurismo económico más impenitente se apoderó de los Gobiernos, comenzando por el de David Cameron en el Reino Unido y siguiendo después con los países endeudados del euro.
¿Cuál es la causa de este giro radical, violento e inmisericorde? Hay dos posibles explicaciones.
La primera tiene que ver con el temor a que la continuidad de una política monetaria laxa genere inflación, y que el mantenimiento de una política fiscal moderadamente expansiva lleve la deuda pública a niveles que comprometan su pago futuro.
Es verdad que los motores auxiliares están un poco sobrecalentados, aunque la inflación subyacente no da señales de alarma. Pero la pregunta básica a la que hay que responder antes de desactivarlos es si el motor principal del consumo privado se ha vuelto a poner en marcha. Y no es así en ninguna de las economías endeudadas. Sigue deprimido como consecuencia de la necesidad del sector privado de ahorrar para continuar su desapalancamiento y de la falta de crédito. En estas circunstancias, es indispensable mantener en marcha los motores auxiliares. De lo contrario, la economía no será capaz de remontar el vuelo y volverá a desplomarse.
El problema que veo no es la austeridad en sí misma, sino la forma repentina en como ha impuesto a los países intervenidos como Grecia, Irlanda o Portugal, o como se predica para el resto de países sobreendeudados.
Para convencer a sus partidarios de la inoportunidad de esta práctica poco prudente de la continencia en el gasto público quizá sea más convincente recurrir a los padres de la Iglesia que a los de la ciencia económica. En este sentido, vale traer aquí a colación la reflexión de san Agustín, quien en sus Confesiones pide al Señor que le "conceda castidad y continencia, pero no ahora mismo".
Lo mismo cabe pedir para la política económica. La continencia en el gasto público es una virtud necesaria, que han de practicar especialmente los países que cayeron en el pecado de lujuria del crédito. Pero "no ahora mismo".
El problema con el gasto público es de eficiencia, equidad y credibilidad. Los Gobiernos han de conciliar la necesidad de mantener en funcionamiento los motores auxiliares para sostener un crecimiento mínimo de la economía y a la vez convencer a los mercados de deuda de que son capaces de recortar ese gasto a medio plazo. Es un dilema importante. Pero los acreedores no pueden perder de vista lo que les dijo el presidente de México Carlos López Salinas cuando llegó al Gobierno en medio de la crisis de deuda mexicana de los años noventa: "Si no crecemos, no pagamos". Por tanto, la prioridad es el crecimiento.
Esto lo saben las élites económicas y los conservadores. ¿Por qué, entonces, recomiendan y practican la continencia "ahora mismo"?
Creo que tiene que ver con un objetivo no explícito que mezcla ideología e interés: el deseo de desmontar, más que reformar, los mecanismos redistributivos que están detrás de los servicios públicos básicos de nuestras economías. La Big Society de David Cameron es un buen ejemplo de cómo la ideología y los intereses de los conservadores pueden llevar el desastre a la economía y el dolor y la desigualdad a la sociedad. Pero esta es otra historia que ya habrá tiempo de analizar.
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