Geometría económica variable
La semana pasada tuvo lugar en Washington la reunión de primavera del FMI, con reuniones paralelas de los distintos grupos de trabajo del G-20 y varios eventos organizados por instituciones privadas. Junto con la reunión de octubre, estos dos fines de semana son fundamentales para determinar el pulso de la economía mundial. Es cierto que, hoy en día, con la profusión de conferencias internacionales organizadas en el contexto del G-20 más las que organizan los bancos centrales, las organizaciones internacionales y varios grupos de discusión privados, no faltan momentos para la puesta en común y el debate. Pero estas reuniones en Washington marcan la pauta. Y la conclusión de este fin de semana fue bastante clara: la recuperación económica se está reforzando y es ya, en gran medida, sostenible. En otras palabras, se vislumbra el final de la crisis económica.
Hay quien habla de un G-0, ya que no parece que haya nadie al mando de la economía mundial
De hecho, hay ya muchos países cuyo nivel de PIB ha superado el máximo anterior a la crisis y, por tanto, se consideran ya economías en expansión. Si a ello se le añade el robusto crecimiento de las economías emergentes -adjetivo cada vez más anacrónico, ya que estas economías hace tiempo que han emergido y se han situado a un nivel similar a las economías desarrolladas- es normal que la conclusión sea que la recuperación es sostenible. Eso tiene una implicación bastante clara: ha llegado el momento de cambiar de marcha, de pasar de una constelación de políticas económicas dedicadas a evitar lo peor -el llamado riesgo de cola, o tail risk en inglés, eventos cuya ocurrencia tiene una probabilidad muy pequeña pero que podrían tener un impacto enorme si de verdad sucedieran- a un conjunto de políticas destinadas a generar un ciclo expansivo lo más duradero posible.
En este contexto se sitúa la decisión del G-20 de crear una serie de indicadores de sostenibilidad macroeconómica (fiscales, de crédito y de balanza de pagos) que se observarán y evaluarán de manera frecuente, y la creación de un grupo de siete economías para las cuales se ejercitará una vigilancia mucho más exhaustiva. Este grupo contiene las economías del G-7 sin Canadá ni Italia, pero con China e India. Es decir, EE UU, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, China e India. En otras palabras, se ha definido, aunque sea informalmente, un nuevo G-7.
China ya es la segunda economía del mundo y, a los ritmos actuales de crecimiento, desbancará a EE UU como la mayor economía del mundo [medida como PIB en términos de poder de paridad de compra] en 2016, según cálculos del FMI -a tipos de cambio de mercado aún tardará unos 10 años más-. Sin embargo, a pesar de su tamaño, China todavía tiene un sistema cambiario no convertible; no se puede ir al banco en España y comprar libremente yuanes para su próxima visita a la Muralla China. El mundo se enfrenta, por tanto, a un reto todavía inaudito: un sistema donde la principal economía mundial no proporciona la principal moneda de reserva. La transición de la libra esterlina al dólar estadounidense como principal moneda internacional tuvo lugar como consecuencia, más allá del impacto de las guerras mundiales, de la pérdida de poder económico británico.
Destaca también que no esté Brasil, la principal economía latinoamericana, en este nuevo G-7. Brasil ha pasado en apenas una década de formar parte de los países emergentes en eterna crisis -recuerden que no hace ni siquiera diez años, en el verano del 2002, que Brasil recibió lo que entonces se consideró el mayor paquete de rescate de la historia del FMI- a ser uno de los países que han aportado fondos a los rescates de los últimos años, y podría incluso ayudar a estabilizar a su excolonizador, Portugal, a través de compras de deuda pública. Brasil está gozando -o sufriendo, depende de cómo se mire- una situación económica no muy distinta de la que experimentó España tras el ingreso en el euro: un boom derivado de una combinación de progreso económico y shocks positivos externos (como el descubrimiento de petróleo), combinado con una caída permanente de los costes de financiación, grandes entradas de capital, un tipo de cambio fijo (o semifijo, en el caso de Brasil, debido a las intensas intervenciones en los mercados cambiarios) y una política fiscal difícil de ajustar todo lo necesario debido a la dificultad política de generar superávits fiscales durante periodos expansionistas. En otras palabras, un boom gestionado por una política económica con dificultades para tensionarse todo lo necesario.
Sea como fuere, lo que está claro es que el mundo solo se entiende hoy en día en clave de geometría variable: el viejo G-7 todavía es apropiado para la gestión de los problemas cambiarios, como se vio en la reciente intervención coordinada para estabilizar el yen japonés tras el terremoto. Este nuevo G-7 (por muy informal que sea) es apropiado para garantizar una recuperación económica estable y duradera, el G-20 parece ser el foro para la discusión de los temas asociados a los controles de capitales y los sistemas de estabilización económica del FMI. Hay quien habla de un G-0, ya que no parece que haya nadie al mando de la economía -ni de la geopolítica- mundial. Lo que está claro es que en este nuevo mundo poscrisis, la competencia va a ser mucho más fuerte, la vitola de la economía desarrollada ya no sirve para mucho -véase cómo han tratado hasta ahora los mercados a España: como a un país emergente de los de antes- y las economías que se despisten y se duerman en los laureles, en un mundo con flujos de capitales cada vez mayores e interrelaciones económicas y financieras cada vez más complejas, lo van a pasar mal.
Ha quedado muy claro en el último año: la pertenencia al euro ya no protege, los desequilibrios externos excesivos se pagan, el crecimiento a base de inmigración y construcción no es sano, y sí, no nos olvidemos: el crecimiento de los salarios por encima de la productividad es una estrategia abocada al fracaso. Que no se nos olvide, todavía queda mucho por hacer para poner a España en condiciones de competir con éxito en este nuevo mundo.
Ángel Ubide es investigador visitante del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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