La vuelta al mundo en 126 cartas
Julio Cortázar, que había dejado Buenos Aires por París en 1951, decidió pasar en Roma el invierno de 1953 traduciendo los cuentos completos de Edgar Allan Poe. Francisco Ayala le había encargado la traducción para la Universidad de Puerto Rico y el escritor se marchó a Italia con su mujer, Aurora Bernárdez. El clima era mejor que en Francia y la vida, más barata. Todo ventajas. Poco después de llegar a Termini -una estación que él había visto "en esqueleto" tres años antes-, Cortázar (1914-1984) escribe una de sus larguísimas cartas a su amigo Eduardo Jonquières, el pintor y poeta al que había conocido a mediados de los años treinta: "Qué linda es Roma, toda amarilla, toda ocre y llenísima de italianos que invaden las calles con las manos y la voz, hablan y están contentos (o tristes, no sé, pero todos parecen contentos)".
"Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad", escribe en 1953
La correspondencia entre ambos -con mensajes especiales para María, la esposa del pintor, y Maricló, su hija- duró casi lo que la vida europea del autor de La vuelta al día en ochenta mundos, es decir, desde 1950 hasta 1983. Eduardo Jonquières falleció en 2000 y su viuda rescató las 126 cartas y 13 postales que se publican ahora con un escueto título -Cartas a los Jonquières (Alfaguara)- que envuelve una maravilla.
Solo hay que lamentar dos cosas en esta correspondencia editada por Carles Álvarez Garriga y la propia Aurora Bernárdez. La primera es que se perdieran las cartas de Eduardo Jonquières. La segunda, lo apunta Garriga, que el artista se instalase en París en 1959. Aunque la minuciosidad de Cortázar compensa las claves que pudiera haber en las misivas de su amigo, la transformación de su corresponsal en vecino redujo radicalmente el intercambio epistolar entre ambos. Así, las cartas enviadas entre 1950 y 1958 se llevan las primeras 400 páginas del libro; las que van de 1959 a 1983, apenas 200. Nueve años ocupan el doble que veinticinco.
Con la espontaneidad de lo escrito sin pensar en la posteridad y la maestría de un narrador nato, el conjunto es una mezcla de novela de formación y libro de viajes en el que los letraheridos encontrarán mil datos sobre una etapa -los años cincuenta- poco conocida en la vida de uno de los grandes del siglo XX. Entretanto, los lectores menos pendientes de la historia de la literatura hallarán la peripecia de un escritor en ciernes que se mueve feliz por Europa con los ojos llenos y el estómago vacío. ¡Cuánto se trata de dinero en estas cartas!
En 1950, cuando se inicia esta larga conversación, Cortázar apenas ha publicado Presencia y Los reyes, Bestiario está en puertas y en manuscrito, la monumental Imagen de John Keats, un ensayo sobre el poeta inglés que, vaticina su propio autor, "no se podrá publicar aquí, ni allí, ni en Marte". Se publicó póstumo en 1996. Julio Cortázar es todavía más Julio que Cortázar y se dedica a leer, ver exposiciones, escribir cuentos, imaginar novelas y, sobre todo, traducir para vivir: sacó el número uno en el examen de la ONU. Además, el hecho de que su corresponsal fuera pintor llena de pintura las cartas del escritor, que combina su pasión por Piero della Francesca con una actualidad que el tiempo ha convertido en historia: del descubrimiento de Pollock a la visita al Guernica en París.
"Hasta ahora Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo", dice en 1953. "Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir. Nunca creí en las 'misiones' de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa. Y mi felicidad personal -tantos años disminuida en la Argentina- me vale más que todo lo que pueda escribir". París, Roma, Londres, Ginebra, Viena, Nueva Delhi y Buenos Aires son algunas de las estaciones de esta vuelta al mundo en 126 cartas. También España, donde Cortázar aprecia más Galicia o Segovia que los grandes hitos -El Escorial: "Enorme fiambrera"; Granada: "Francamente horrible"- y donde, en 1956, se atreverá a pronosticar que el régimen de Franco "no tiene para mucho". ¿La razón? "Tienen en contra a todos los jóvenes que no sean imbéciles, hijos de curas o falangistas por conformación mental".
Con Eduardo Jonquières en Europa desde 1959 es normal que más que de la cocina de Rayuela, publicada en 1963, se hable ya de las traducciones de Rayuela. Sin embargo, la obra a cuyo nacimiento asistimos minuto a minuto es Historias de cronopios y de famas. "Me han nacido unos nuevos bichos que se llaman cronopios", escribe Cortázar el 30 de mayo de 1952 sobre los protagonistas de una colección de textos -"tratado sapientísimo sobre el arte de hacer pompas de jabón irrompibles"- que vería la luz 10 años después: "No los considero obra seria, sino un descanso bien merecido después de Keats".
Siendo valiosos los apuntes de Cortázar sobre el arte y sus alrededores -Graham Greene, Proust, Lezama o sus reflexiones sobre la traducción mientras trabaja en Memorias de Adriano-, uno de los grandes valores de esta correspondencia reside en la intimidad que despliega. Tanto cuando el escritor anima a su depresivo amigo como cuando cuenta el día de 1953 en el que él y Aurora "incurrieron" en matrimonio. Ella había llegado desde Buenos Aires poco antes: "Tuve el valor de hacerme las preguntas esenciales, y salí limpio de la prueba (...) El resto lo sabes, ella ha venido a su vez, está aquí, su mano duerme de noche entre las mías (...) Te juro que trataré de no ser demasiado 'marido'; por el momento A. y yo damos más bien la impresión de dos camaradas que arriman el hombro (el de ella me da en las costillas). Tenemos una buena costumbre: estamos de acuerdo en casi todo lo fundamental, y discutimos como leopardos sobre lo nimio".
La última carta de Cortázar está fechada en Managua en 1983, donde el escritor renueva el entusiasmo que había vivido en Cuba 20 años antes: "Salvo cuatro o cinco escritores", había escrito desde La Habana en 1963, "todos los intelectuales están hasta el cuello con Fidel Castro, trabajando como locos, alfabetizando y dirigiendo teatro y saliendo al campo a conocer los problemas... Huelga decirte que me siento viejo, reseco, francés al lado de ellos. Si tuviera veinte años menos, te mandaría una despedida y me quedaría aquí". No se quedó. Moriría en Francia. "Debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias", decía al pisar Europa. "Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada, quiero ser hasta el final un turista en París". Está enterrado en el cementerio de Montparnasse.
Cartas a los Jonquières. Julio Cortázar. Alfaguara. Madrid, 2010. 576 páginas. 21,50 euros.
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