La vanguardia es el público
Tras el "entusiasmo" con que la década de 1980 "democratizó" la afición social por el arte contemporáneo, que por lo cual ya nunca más podría volver a llamarse vanguardista, la última década del siglo XX y la primera del XXI, a pesar del ensalmo mágico que suscitan los números redondos, no han hecho sino seguir la senda abierta de la precedente, que tuvo, sobre todo, un cariz, en efecto, marcadamente sociológico: la creación y el desarrollo exponencial de un público definitivamente cautivado por los placeres de lo moderno también en ese campo hasta entonces más refractario al consumo comercial masivo. Es cierto que el arte, desde los inicios de la época contemporánea, allá por la segunda mitad del siglo XVIII, ocupó un papel progresivamente relevante como la nueva religión de una sociedad secularizada, administrada institucionalmente por los Estados a través del control público de la educación y de esos curiosos instrumentos llamados museos, contenedores de aspecto imponente inspirados a medias en los viejos templos y en los nuevos grandes almacenes, aunque cada vez más pareciéndose a los segundos que a los primeros. En cualquier caso, sólo a fines del siglo XIX y, sobre todo, a lo largo del XX, se abrió una brecha, en el hasta entonces compacto bloque de lo artístico, entre lo histórico y lo contemporáneo, como así quedó registrado con la creación de los llamados genéricamente museos de arte moderno, al principio del XX una especie de refugios catacumbales para uso de iniciados, pero ya al final lugares de cita masiva capaces de competir con cualquier parque ferial.
El público adopta ahora el papel de vanguardia que antes enarbolaban, como una amenaza, los creadores
Aunque nuestro país no se pudo incorporar a esta tendencia internacional hasta, por lo menos, la transición democrática, nos proporciona un dato al respecto muy elocuente: la mitad de los museos hoy existentes se han inaugurado durante aproximadamente los últimos 25 años, y, entre ellos, casi un diez por ciento están dedicados al arte contemporáneo. De una forma más concentrada y vertiginosa, con ello España no ha hecho sino sumarse a una corriente general, sobre todo, del área occidental, de multiplicación del interés social y político por este asunto. La pintura y la escultura eran artes de práctica artesanal, fuera cual fuera su orientación, moderna o tradicional, y, como tales, de difícil explotación industrial. Carecían, por ejemplo, de un aparato mecánico como el gramófono, inicio de una era de difusión musical electrónica, y aún menos, eran un producto maquinal, como la fotografía y el cine. Con estas cortapisas, el público y, por consiguiente, el mercado fue mucho más restringido para las primeras.
Este largo proceso de transformación de las artes plásticas en simples "artes visuales" está alcanzando en la actualidad su culminación. La digitalización y la extensión en la red han desempeñado en esta orientación un protagonismo operativo bastante decisivo. Nos encontramos, así pues, con un arte más apto para el consumo, lo que no significa que sea propiamente "otro" arte o "mejor".
En cierta manera, eso que ahora se denomina alegremente como "posmodernidad" no significa paradójicamente otra cosa que el triunfo absoluto de la modernidad, o, si se quiere, la completa modernización del público, que ahora, también en el campo artístico, exige, por principio, "novedades", adoptando ahora él mismo el papel de vanguardia que antes enarbolaban como una amenaza los "creadores", hoy reducidos a una función más modesta de simples "productores", que, además, soportan esta "carga" de innovación requerida por la exigente demanda. Esta transferencia, desde luego, no habría sido tan súbita y rotunda sin el poder mediático, factor decisivo para extender el mercado y dirigir el consumo. Un dato significativo al respecto ha sido, por ejemplo, la hegemonía del llamado "comisario" como factótum de la producción artística, pues usurpa la función del creador y el crítico trasnochados.
Pero si observamos esta deriva desde la perspectiva como la que se nos ofrece en las dos últimas décadas, y centramos nuestra atención en la situación de los museos de arte contemporáneo, observaremos que estos van abandonando progresivamente su corte cronológico de arranque para convertirse en plataformas de análisis y difusión casi exclusivas de lo último, con apenas unas pocas trazas del inmediato pasado que, precediéndolo al mínimo, lo avala. De esta manera, la ya antigua distinción entre París y Nueva York como sucesivos centros que articularon de forma hegemónica la capitalidad artística moderna ha desaparecido hoy por completo.
Dado el panorama, aunque subsistan todavía las tradicionales plataformas de promoción vanguardista, como las de Kassel, Venecia o São Paulo, acompañadas por otras derivadas emergentes, han perdido su carismática capacidad de escrutar el futuro para convertirse en lugares de explotación turística con financiación autonómica o municipal. La cruda realidad es que quienes dictan actualmente los que serán los hitos del consumo artístico son las ferias de arte, unas instituciones que han cobrado en las últimas décadas un poder hasta hace poco casi impensable. Es cierto que, desde los inicios de 1980, la multiplicación de estas entidades no ha dejado de sufrir algunas crisis "depurativas", como lo refleja nuestra ya histórica de Arco, pero estas crisis afectan más a la estrategia comercial elegida que al hecho del control ferial sobre el arte.
¿Estamos entonces quizás ante un problema de la liquidación del arte en aras de una más óptima liquidez de su explotación? Es aventurado suscribir esta afirmación fuera de lo que ha escrito el filósofo Zygmunt Bauman acerca del triunfo actual de la "licuación" de los antes sólidos valores, como corresponde a una sociedad nihilista, que, enajenada, se consume consumiendo, tan sólo a la espera de la promoción de los nuevos productos de la próxima campaña estacional. Es cierto que los artistas actuales pugnan por conservar el prestigio profético de sus antecesores, pero el eslogan de sus denuncias coinciden con los programas políticos de los poderes gobernantes, con lo que la función que cumplen apenas si se aparta un ápice de un ministerio de asuntos sociales o medioambientales, o, todo lo más, de una ONG. Porque, en última instancia, la profecía cobra fuerza no sólo por la catástrofe que anuncia, sino porque no está consensuada.
Hay, no obstante, una microhistoria local que puede ser aleccionadora sin perdernos por las batuecas de la excesiva abstracción. Me refiero, ya que tratamos de lo acaecido en arte contemporáneo durante las dos últimas décadas, a la historia de nuestro Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, que acaba de celebrar a bombo y platillo su vigésimo aniversario. Abierto al público en 1986, no como museo nacional, sino como un centro mixto de arte contemporáneo y nuevas tecnologías, el éxito de público alcanzado por su política de exposiciones de arte internacional llevada a cabo por Carmen Giménez, que, no obstante, no hay que olvidarlo, fue muy maltratada por la mayoría de los medios de difusión españoles, propició que se convirtiera, en 1990, en un rutilante nuevo Museo Nacional, que absorbió los desiguales fondos del extinto MEAC e inició, a partir de ese momento, con una dotación de recursos materiales nunca antes conocidos por este tipo de instituciones en España, su nueva andadura. La sucesión de directores en este periodo, media docena -Tomás Llorens, María Corral, José Guirao, Juan Manuel Bonet, Ana Martínez de Aguilar y Manuel Borja Villel-, o sea: a una media de tres años y pico de duración en el cargo, nos indica la errática ansiedad al respecto no sólo de los respectivos responsables políticos, sino, en general, de los mentores de la opinión pública de nuestro país. Sea como sea, el buque insignia del arte contemporáneo español sigue a flote, lo que demuestra que no es tan dramáticamente importante la identidad del capitán, sino todo un conjunto de factores, algunos imponderables, cuyo recuento y análisis suelen resultar aburridos para los ávidos captores de las noticias espectaculares. Tampoco se puede echar en saco roto la creación en nuestro país, durante estas dos últimas décadas, de una tupida red de infraestructuras sobre arte contemporáneo, que han llevado la actualidad internacional a prácticamente todos los enclaves urbanos de cierta entidad. No creo que haya que hacer el recuento de la sopa de letras correspondiente, aunque, más veteranas o recientes, las siglas principales estén en la mente de todos, como el IVAM, MACBA, CAAM, CAC, MUSAC, etcétera. Por otra parte, han sido hitos muy singulares, aunque su objetivo no sea tan exclusivamente lo actual, en primer lugar, la creación del Guggenheim de Bilbao, cuyo valor no se debe sólo a la sugestiva arquitectura de su edificio, sino también a haber sido el primer resultado de un nuevo modelo de museo en red internacional, o el Museo Picasso de Málaga, que, con aportación de la familia del genial artista, ha conseguido devolver a su tierra natal el testimonio del más relevante artista del siglo XX.
Precisamente, en relación con lo que acabo de apuntar con el Guggenheim de Bilbao, hay algo interesante que subrayar sobre la futura vida de los museos, porque, tras esta espectacular y exitosa experiencia, se dibuja una nueva forma de "rentabilizar" estas instituciones crónicamente deficitarias. Es curioso que los que, hasta hace poco, criticaban este modelo inventado por Thomas Krens, el ex director del Museo Guggenheim de Nueva York, hoy lo apliquen con el furor de los neoconversos. Muy en particular éste ha sido el caso de los museos franceses, que abren sedes en Atlanta o Abu Dabi, y, sobre todo, que no cesan de alquilar sus fondos al mejor postor. Al margen de lo que se pueda opinar sobre este nuevo uso de los museos públicos, no deja de ser significativo que también este tipo de modelo gire sobre la rentabilidad económica.
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