El tamaño no importa
Cuando Jean-François Lyotard lanzó en 1979 la idea de que uno de los rasgos característicos del discurso de la posmodernidad era la crisis de los grandes relatos estaba pensando, obviamente, en la filosofía de la historia que presenta el decurso de la civilización occidental como una tarea heroica del espíritu hacia la definitiva realización mundana de la razón y la libertad: una filosofía que, asociada al mito del progreso, ha dominado durante siglos la narración que los hombres modernos hacían de su propia biografía colectiva y que, según Lyotard, había estallado ya en una multiplicidad de pequeñas fábulas locales y parciales que no se dejan unificar en la gramática del gran discurso de la humanidad y cuya variedad es irreductible. Pero desde entonces hasta ahora, las nuevas tecnologías han expandido esta hipótesis al ámbito entero de la narrativa, no solamente de ficción, sino también informativa, quién sabe si incluso historiográfica. Se trata de la erosión del "gran formato" en beneficio de una proliferación de microrrelatos que amenazan tanto la soberanía de las formas novelísticas convencionales como la del discurso periodístico jerarquizado, anegado hoy por una muchedumbre de blogs alternativos a menudo incompatibles entre sí. Esto parece haber centrado la discusión en torno al tamaño de los formatos, sin duda tecnológica y económicamente relevante, pero puede que la cuestión espacial sea secundaria con respecto a la temporal.
La velocidad de transmisión de datos ha superado con mucho el plazo necesario para asimilar una noticia, comprender un argumento o elaborar una información, un plazo que depende de limitaciones neurológicas sometidas a milenios de evolución y que, por tanto, no se pueden modificar tan fácilmente como el tamaño o la rapidez de los dispositivos portátiles. Desde la Poética de Aristóteles sabemos que un personaje sólo puede conservar su carácter si las peripecias que jalonan la obra no destruyen del todo la congruencia del relato, si los diferentes episodios no suponen una disgregación absoluta de la identidad. Y esta preceptiva no gobierna únicamente la Bildungsroman, sino también el modo como los propios lectores de esas fábulas intentan construir una personalidad creíble y estable en un mundo cambiante que, a pesar de todo, sigue siendo el mismo. El hecho de que, en nuestros días, la identidad y la credibilidad se hayan convertido en mercancías más apreciadas y atesoradas, y también en las más volátiles y efímeras, sugiere que, más que enfrentarse a un mundo cambiante, los lectores actuales navegan o naufragan en un torrente constante y lábil de "peripecias" y redes que están lejos de constituir un mundo único y que les obligan a un trabajo continuo de reciclaje de sus habilidades, de redefinición de sus expectativas, de reacomodación de sus hábitos, de tal modo que la duración de la verosimilitud de un argumento -el tiempo durante el cual podemos "creer" en él- difícilmente sobrepasa lo que tarda en actualizarse una página web o una aplicación informática, y tiene a menudo la misma realidad fugaz que un sondeo.
A los creadores de narraciones se les había encomendado desde la Antigüedad la competencia sobre las leyes de lo plausible y lo verosímil, pero esta labor se vuelve titánica cuando las leyes de lo posible cambian tan rápidamente como las cotizaciones financieras y lo increíble se vuelve real cada mañana. No es sólo que siempre estemos empezando un capítulo distinto, es que nunca disponemos de la suficiente coherencia ni de la estabilidad temporal necesaria para acabar alguno. Así las cosas, ni siquiera es seguro que podamos hablar de una multiplicación de pequeñas narraciones que habría remplazado a los grandes relatos: siempre hubo cuentos breves tan magistrales como las novelas, y algunos sonetos de Shakespeare valen por las obras completas de muchos grafomaniacos. Lo que ahora tenemos es más bien una suerte de folletín difuso e interminable del que forman parte todos esos microrrelatos concurrentes, que no alcanza para componer una narración única porque su forma, su trama, sus personajes y sus paisajes se alteran como los de una serie audiovisual filtrada por las encuestas de audiencia y de cuotas de pantalla. Mucho más que el problema del tamaño del formato, este es el auténtico desafío para los poetas de nuestro tiempo.
José Luis Pardo (Madrid, 1954) es autor de El cuerpo sin órganos (presentación de Gilles Deleuze. Pre-Textos. Valencia, 2011. 308 páginas. 20 euros).
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