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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

La seducción de la tristeza cínica

Ya alcanzada por ventura una provecta edad en la que cuesta esfuerzos épicos recordar nombres, títulos, fechas, personas y cosas que alguna vez creíste inolvidables, la memoria se empeña con motivos racionales o enigmáticos en ser instantánea y selectiva, evocadora y emocionada, ante imágenes, poemas, canciones, rostros, sensaciones, momentos fugaces que van a instalarse a perpetuidad en el consciente y en el subconsciente. Sintiendo aversión por todo lo que huela a impuesta o estratégica moda, a publicitada flor de un día, a los continuos inventos huecos del marketing, a estar en la onda que exige cada momento para que te concedan la prestigiosa etiqueta de enrollado, a veces me muestro ciego o despreciativo sin causa ante artistas nuevos que promociona infatigablemente el esnobismo, que pretenden hacerte sentir como un marciano si muestras tu ignorancia ante su supuesta o evidente trascendencia. Y en esa corte bendecida por el vanguardismo, tan cool ella, por supuesto que conviven el arte y la impostura, la adornada nadería y la futura condición de clasicismo, el fraude y la autenticidad, pero eso no evita la pereza inicial a descubrir y a consumir lo que dicta el mercado pretendidamente exquisito.

Disponiendo desde la adolescencia o la temprana juventud de una insustituible galería de directores de cine, músicos, escritores, pintores, cantantes y poetas, difuntos o aún vivos y sin intención de jubilar su arte, gente que mantiene intactas a lo largo del tiempo en tu cerebro y en tu sensibilidad las emociones que te regalaron en el primer encuentro, aunque a veces les abandonara el estado de gracia ("no es humano ni posible ser sublime sin interrupción", certificó alguien muy sabio), cuesta trabajo tener los sentidos permanentemente abiertos ante lo nuevo, dejar de apostar sobre seguro, descuidar lo eternamente amado para embarcarse en aventuras coreadas por la inapelable actualidad.

Entre mis dioses sin fecha de caducidad, entre los que además de poseer el don de la poesía también recibieron la capacidad para expresarla a infinita gente con su voz honda y con su envolvente música, mediante discos y conciertos, existe en mi altar un profesional de la seducción llamado Leonard Cohen, transmisor de un mundo que yo comprendería aunque no existiera traducción, hipnótico y profundo, sedoso y dolorido, sensual y perturbador, inmejorable banda sonora de la tristeza y el deseo, oscuro y luminoso. El príncipe judío de Montreal nunca se olvida de las alegrías del cuerpo aunque esté obsesionado con las tormentas y los jirones del alma, es descreído y mordaz, está convencido de que la paradoja y la contradicción son esenciales para explicar la vida. Su música puede alcanzar efecto balsámico cuando el estado emocional anda en horas bajas, se lleva muy bien con la soledad, la pérdida y el fin del amor (Cohen aconseja que este te pille bailando), es ideal para lamerse las heridas y añorar el ni contigo ni sin ti, pero también puede ser exaltante, ejercer de afrodisiaco cuando todavía reina la alegría en los dormitorios compartidos. En cualquier caso, esa voz, esas imágenes, esas palabras, la elegante armonía entre lo que dice y cómo lo dice, esa intensidad emocional, esa carnalidad y ese misticismo, esa estética y esa ética te enamoran. Si entras en el planeta Cohen vas a permanecer en él toda tu existencia, ese campo magnético es inextinguible, las canciones que arañaron tus fibras más íntimas hace tanto tiempo, cuando todavía no habían ocurrido demasiadas cosas en tu vida, mantienen su fascinación al sentir la cercanía del crepúsculo. Fueron deslumbrantes en la primavera, pero también otorgan calor al invierno.

La primera vez que escuché esa voz fue en 1971, en la banda sonora de Los vividores, un western insólito, romántico y sombrío dirigido por Robert Altman. Nadie me había hablado de Cohen. Salí flotando de esa experiencia. Creo recordar que su primer disco, Songs of Leonard Cohen, se me rayó en poco tiempo al convertir su escucha en obsesión cotidiana. No me abandonó esa sensación opiácea cuando esas canciones fueron concebidas desde una lacerante habitación, cuando la inundaba el amor y el odio, cuando era necesaria una nueva piel para la vieja ceremonia. Me mosqueé cuando el sonido Spector ambientó la muerte de un mujeriego. Después hubo periodos tibios con joyas aisladas. Pero en 1988 llegó una nueva plenitud con una obra de arte en la que Cohen le recordaba conmovedoramente a una mujer que en todas las circunstancias él era su hombre. Y lamenté que por culpa de Buda y su presunta capacidad para otorgar paz al atormentado y redención al pecador pasaran nueve interminables años entre The future y Ten new songs.

La primera vez que observé a este hombre actuando en un escenario no precisaba de nadie. Solo necesitaba un taburete y una guitarra para que el público se sintiera en el cielo durante dos horas. Ocurrió en el teatro Monumental. Hace 37 años. Esa magia ancestral se llena de matices cuando le acompañan grupos que entienden su mundo y esos magníficos coros habitados permanentemente por señoras hermosas, con clase. El hombre del famoso impermeable azul sabe mucho de ellas, de su belleza y su misterio, de los días de vino y rosas y de la desolación, de trajes con rayas y de sombreros. Lo que más me gusta de Cohen es oírle cantar, pero también es muy grata su poesía impresa, la de Vamos a comparar mitologías, La energía de los esclavos, Flores para Hitler, La caja de especias de la Tierra. El narrador de El juego favorito y Los hermosos vencidos me interesa menos. Lo suyo es la lírica. Y, por supuesto, este señor está más allá del elogio, más allá de los premios, incluido el que acaba de concederle la sangre azul. Pero si los premios tienen que existir, él se los merece todos. Incluido el Nobel de Literatura. Con permiso de Dylan, al que también acabarán concediéndoselo si los académicos se operan la miopía. Las canciones de ambos seguirán regalando sensaciones impagables a los receptores en los próximos siglos.

Leonard Cohen, con Marianne Ihlen, en Grecia en 1960.
Leonard Cohen, con Marianne Ihlen, en Grecia en 1960.JAMES BURKE / TIME & LIFE PICTURES / GETTY IMAGES

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