Lo quiero todo
Me decían: "Todo no se puede tener; hay que elegir". Me dominaba entonces una ansiedad inflamable que no se acomodaba a nada y me aconsejaban con frecuencia: "Hay que adaptarse". Y adaptarse parecía significar renunciar a la mayoría de las cosas buenas que ofrece la vida para recibir a cambio una escasa pero segura porción de ellas.
Porque, en efecto, toda la vida del hombre es un largo ejercicio de adaptación a la realidad en busca de un punto de equilibrio entre dos extremos. A estos dos extremos los medievales, tan exactos siempre en la definición epigramática, los llamaron praesumptio y desperatio. Incurre en lo primero el presuntuoso que se hace demasiadas ilusiones con respecto a lo que la realidad puede dar al hombre: como es capaz de darle algunas flores, el mencionado presume indebidamente que todo el orbe es un jardín. Naturalmente este exceso es propio de las personas que aún no han recibido el correctivo que la experiencia administra a quienes se empeñan en negarla. La visión del lado soleado del mundo despierta la violencia de nuestros deseos y nos hace concebir esperanzas supernumerarias sobre nuestras posibilidades reales y sobre nosotros mismos. Esa cultura tan maravillosamente mesurada que fue la griega designó el pecado de desmesura con el nombre de hybris: el cosmos exhibe un orden justo y quien con un acto de injustificable arrogancia se atreve a ignorar el Derecho establecido por los dioses recibe un castigo que lo restituye a su posición original o, más frecuentemente, aún más abajo. Un presuntuoso es un pecho opulento de expectativas y, como dice Solón, la opulencia conduce a la hybris y ésta a la ruina, como le sucedió al bueno de Prometeo, que sufrió cadenas. De manera que este primer exceso con frecuencia genera su opuesto, la desperatio.
Quien desee comerse todo el canasto de las cerezas tendrá que conformarse con que unas se enreden con otras y que las más ricas se confundan con las más amargas
Si el error de la presunción consiste en pretender poseer ya lo que en puridad sólo nos es dado anhelar, el de la desesperación estriba en la impaciencia de anticipar demasiado pronto el nihilismo de la muerte que algún día vendrá pero que todavía no ha llegado. El desesperado insiste con lúgubre acento en la vanidad de toda empresa humana y para él, como dice el célebre parlamento de Segismundo al final de la segunda jornada de La vida es sueño, la vida es una ilusión que carece totalmente de entidad, "pues estamos / en un mundo tan singular / que el vivir es soñar / y la experiencia me enseña / que el hombre que vive sueña / lo que es hasta despertar". Hay aquí una evidente precipitación: de acuerdo, la acción devastadora del tiempo se extenderá algún día a todo cuanto existe pero, de momento, no desesperemos adelantando acontecimientos, pues hay margen para hacer algunas cosas y gozar algunas otras y en el ínterin, invirtiendo el título del drama, hasta el sueño es vida y la realidad, nocturna y diurna, parece tremendamente seria.
En determinado momento comprendí que adaptarse implica desarrollar un genuino arte para administrar las expectativas humanas mientras se envejece manteniéndolas en su punto justo de estabilidad, sin ceder a la presunción ni a la desesperación, y arreglándolas permanentemente a los límites dados. Presté atento oído a la voz de la prudencia que me apremiaba a hallar ese equilibrio entre el ya y el todavía no en el que discurre el cauce de la vida de los mortales y traté durante muchos años de sustraerme a cuanto pudiera escorarme a uno de los indeseables extremos, donde veía compendiados todos los peligros imaginables. Bien mirado, ese áurea mediócritas que pondera Aristóteles en su Ética está edificada sobre una sucesión de contraposiciones entre extremos a los que hay que renunciar para elegir siempre un austero término medio. Y, disciplinadamente, yo hice mis elecciones: elegí casa, elegí oficio y me busqué una posición en el mundo.
Y entonces me ocurrió lo que dice determinado personaje de una novela de Jane Austen: que "por haberme comportado prudentemente en la juventud, me voy haciendo romántico con la edad". Por supuesto, no tengo intención ni mucho menos de renunciar a cuanto ya he elegido, ¡no tengo intención de renunciar a nada! Pero recuerdo que la gente me decía: "No lo puedes tener todo; tienes que elegir" y ahora estoy en condiciones de responder a la gente y responderme a mí mismo con potente voz: "No, no quiero elegir. ¡Yo lo quiero todo!". Ya no más dilemas, aporías, antagonismos, aut-aut kierkegaardianos, alternativas insuperables. Lo quiero absolutamente todo. Lo grande y lo menudo, la ebriedad y la rutina, la pasión y la felicidad, el placer y la virtud, la vulgaridad y la ejemplaridad, la vocación y la profesión, esta vida y la otra, la altura y el peso, la gravedad y la gracia, la ingenuidad y la lucidez, la experiencia y la esperanza, la altura y la profundidad, el norte, el sur, el este y el oeste, incluyendo, como leí en algún sitio, el "cuerpo" y el "arma", y todo ello hasta alcanzar el grado que indica el libro de Sackville-West: All Passion Spent. Ahora que ya estoy pasablemente adaptado al mundo, lo quiero todo sin renunciar a nada, aunque también -es importante añadir- sin presunción.
Y si, para conseguirlo, he de padecer la fatalidad de algunos sufrimientos, los quiero a éstos también. Mejor dicho: no los quiero ni los invoco -hacerlo sería una jactancia muy semejante a la hybris- pero sí los acepto deportivamente porque quien desee comerse todo el canasto de las cerezas tendrá que conformarse con que unas se enreden con otras y que las más ricas se confundan con las más amargas. Si los gozos infinitos demandan penas infinitas, procuraré vivir estas últimas sin desesperación. Y cuando alguna vez esté al borde de caer en ella, para conjurarla recitaré como una letanía los divinos versos de Goethe: "Todo lo concede la Fortuna a su favorito, / por completo. / Los gozos, los infinitos; / las penas, las infinitas, por completo".
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