En un proceloso mar de sangre
Entre los elementos coreográficos puestos en escena con motivo de la beatificación de Juan Pablo II, destaca un precioso relicario que guarda un frasquito con una muestra de la sangre de aquel pontífice viajero que acaba de emprender su meteórica travesía a la santidad. Falta, para su salto definitivo a los altares, constancia de otro milagro obrado tras su muerte, lo que no será difícil de encontrar (a mí mismo se me apareció en el pasillo de mi casa hace unos días, anunciándome la muerte de Osama Bin Laden). La sangre ahora venerada le había sido extraída durante su enfermedad para ser analizada, pero, por diversas razones, el hematocrito no llegó a realizarse, y alguien con visión de futuro decidió reservarla para usos posteriores. Las substancias anticoagulantes han permitido que el fluido vital permanezca en estado líquido, de manera que esta vez no habrá milagro de licuefacción, como en el caso de San Gennaro. En la tradición judeocristiana, que tanto ha configurado nuestro imaginario, la sangre tiene su importancia, a pesar de que aparece en contextos contradictorios: en el Génesis (9:4) se proscribe su ingesta y, sin embargo, beber la sangre de Cristo (1 Corintios, 11:25), aunque sea bajo la especie del vino, nos salva y vivifica. Es esa tradición la que confiere una esencia sacrílega y metafísicamente ominosa a la figura de Drácula, que también precisa de sangre para vivir eternamente. La sangre implica sacrificio, a menudo el de otros; los asesinos redentores de todas las épocas derraman sin pestañear la de los que consideran impuros: lo hacen en nombre de Dios, o de la Raza, o de la Idea, o de otras feroces abstracciones. Pero la sangre es, con aún mayor frecuencia, el precio que exige la ambición o la codicia individual. Ahí tienen a Lady Macbeth, mi asesina favorita, obsesionada ("¡Fuera mancha maldita!") por la salpicadura indeleble que sobre su blanca y pequeña mano ha dejado la de Duncan ("¡Quién hubiera imaginado que hubiera de tener aquel viejo tanta sangre!", exclama, trastornada por la culpa). Sangre de reyes y de plebeyos llena la historia de la literatura, hasta el punto de que, a veces, imagino este sillón de orejas flotando en un proceloso mar de sangre, como si contra él viniera a romper, transportado por los libros, un torrente de hemoglobina como el que surge impetuoso del ascensor del Hotel Overlook en El resplandor (1980), la inolvidable película de Kubrick. Sangre, por último, me han traído dos lecturas de esta semana. La primera, imaginada, es la de El hermano pequeño (Destino), otro estupendo whodunit (o quiénlohizo) de José María Guelbenzu, cuyo misterio resuelve la cada vez más atractiva jueza (al autor le gusta llamarla "juez") Mariana de Marco, y que se abre con el espeluznante hallazgo de una hermosa mujer a la que le han cortado las manos. Sangre (ahora real) a raudales encuentro en Asesinato en América (Errata Naturae), una antología de estupendos reportajes, rebosantes de nervio periodístico (y premiados con el Pulitzer), sobre ocho grandes crímenes (del asesinato de Kennedy a la masacre de Columbine) que conmovieron a la sociedad norteamericana y, por extensión mediática, al mundo. Sangre de ficción -o sangre contada- con la que satisfacemos arcanas pulsiones y miedos profundos. Y es que, muy a menudo, la letra con sangre entra.
Aventureros
Las dos historias llevan el Mediterráneo inscrito en su ADN. En la primera, Circe, la de los muchos brebajes, convierte en cerdos a los compañeros de Ulises, pródigo en tretas. En la segunda, un joven tan emprendedor y astuto como el rey de Ítaca inicia su particular travesía al éxito financiero en vida y al mecenazgo post mórtem, ocupándose del negocio familiar de (entre otras cosas), adquirir cerdos mallorquines a buen precio y venderlos con sustanciosa plusvalía. Me sumerjo con enorme interés (el personaje siempre me ha fascinado) en la muy documentada, pero tímida e incompleta, biografía Juan March (1880-1962), de la historiadora Mercedes Cabrera (editorial Marcial Pons) y no puedo evitar pensar que, probablemente, no sería muy distinta de la que hubiera autorizado el "último pirata del Mediterráneo", como llamó Cambó al que fuera (entre otros muchos avatares) contrabandista, banquero de la rebelión franquista, gran magnate internacional y espléndido mecenas de la ciencia y la cultura españolas. Es como si Cabrera, ceñida casi exclusivamente (y eso lo hace muy bien: es su especialidad) al prioritario objetivo de "mostrar las relaciones entre su poder económico y el poder político durante un largo y conflictivo periodo de nuestra historia", se hubiera olvidado del hombre (y de su Penélope, y de sus Circes y Calipsos y hasta de sus Telémacos), convertido en su relato casi en idea, en concepto, con escasísima sangre corriendo por sus venas. En cuanto a la documentación financiera y política, poco que reprochar: Cabrera ha aprovechado su acceso (y su enorme experiencia en ellos) a los archivos públicos y privados (como el de Juan Antonio Suanzes). Pero, tal vez obsesionada por la posibilidad de contaminarse con el sensacionalismo y la leyenda, ha obviado al personaje de carne y hueso, justo al contrario de lo que habían intentado antes otros biógrafos (en general, manifiestamente hostiles y escasamente académicos). De modo que, entre el silencio cohibido de una y la especulación desbordada de otros, el hombre Juan March Ordinas, aquel aventurero dotado de "paciencia y nervio, ingenio en la negociación, una cruda maestría en el soborno y una prodigiosa adaptabilidad política", continúa rodeado por la bruma del misterio. Hasta que, tal vez un día, llegue un biógrafo (¿anglosajón?) con menos retraimientos narrativos (lo que no tiene por qué significar menos escrúpulos investigadores) y, más dispuesto a integrar los dos registros en un relato complejo, resuelva la actual esquizofrenia biográfica, restituyéndonos en su completitud humana a personaje tan elusivo.
Urnas
Tiempo de urnas. Leo la "Nota de los obispos de la provincia eclesiástica de Madrid ante las elecciones autonómicas y municipales del 22 de mayo" y me acuerdo de Don Camilo, aquel párroco imaginado por Giovanni Guareschi y encarnado en la pantalla por el inolvidable Fernandel, que, "sin apoyar ninguna opción política", apremiaba a sus feligreses a votar por un partido que fuera "demócrata" y "cristiano". También ahora la recomendación de (algunos) obispos es verde y con asas. Y tan reaccionaria e intervencionista que, en algunas de sus consideraciones, se halla incluso a la derecha del partido de la derecha. Para contrarrestarla -y mientras me entero (sólo por curiosidad, no se vayan a creer) de cómo se vota en blanco (¿se deja vacío el sobre o eso se considera voto nulo?)- leo al bies dos útiles libros pre-electorales publicados por mi adorada editora Cuca Viamonte en el sello La Catarata: Cómo son y cómo votan los españoles de izquierdas, de Guillermo Cordero e Irene Martín, y La ideología y la práctica; la diferencia de valores entre izquierda y derecha, de Francisco Herreros. A ver si con ellos me aclaro y cambio mi intención tan blanca.
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