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Columna
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Donde nadie nos manda

Unos días atrás una escritora argentina aludía al supuesto carácter polémico de algunos de mis artículos cuando me preguntó por qué me meto "donde nadie me manda". No había animadversión en sus palabras (la autora y yo somos buenos amigos) sino la creencia de que no es conveniente desafiar a la opinión mayoritaria; en otras palabras, de que "no vale la pena" llevar la contraria. Naturalmente, y desde su punto de vista, la escritora argentina tenía razón: a menudo la revisión de ciertos tópicos aceptados de forma consuetudinaria provoca la incomodidad del lector, que reacciona airadamente, y muchos escritores hacen cuanto pueden para no incomodarle. Otros, sin embargo, aceptan estas tribulaciones como el precio a pagar por lo que hacen. Me gusta pensar en mí como uno de esos escritores, puesto que la convicción de tener algo para decir estaba allí incluso antes de que supiera bien qué era y mucho antes de que hubiera alguien que desease escucharlo. Ahora que sí hay algunos lectores que tienen interés en escuchar lo que tengo que decir y argumentar en su favor o en su contra, dejar de hacerlo sería una tontería, una deslealtad hacia ellos y una concesión innecesaria a un tipo de literatura basada en la simpatía y practicada principalmente por excelentes vecinos que son pésimos escritores. Una razón más para continuar haciendo esto (y quisiera que esa razón fuese mi respuesta demorada a la pregunta de aquella escritora argentina) es que, para mí al igual que para algunos lectores, ese lugar donde nadie nos manda es precisamente la literatura, un lugar sin jerarquías en el que la escritura de una obra valiosa, es decir, una que tenga verdad y sentido, es mucho más importante que la simpatía o la popularidad. Quienes crecimos bajo una dictadura militar sabemos de qué hablamos, incluso aunque lo olvidemos a menudo: para todos nosotros, la literatura fue un país imaginario en el que refugiarnos, un sitio donde no existían los mandatos que emanaban de unos padres llenos de terror y unos maestros cómplices de la imbecilidad y la maldad insondables de unos militares que quemaban libros y torturaban y asesinaban a escritores. Un día, en la biblioteca pública en la que comencé a leer, descubrí un sitio donde había puertas rotas a culatazos y agujeros de bala en las paredes; cuando pregunté a las bibliotecarias al respecto, me contaron que, tras el golpe de Estado de marzo de 1976, los militares habían entrado violentamente y habían expurgado los fondos, robando de paso todo lo que habían encontrado de valor. Nadie me había pedido que penetrara en esos pasillos pero allí estaba yo, y aún hoy pienso a menudo en ellos, que eran testimonio de la peligrosidad de la verdadera literatura, como el sitio adonde nadie me manda pero al que regreso periódicamente. Algo más: apenas unas semanas atrás volví a visitar aquella biblioteca, y allí me contaron que en 1976 empleados y allegados habían salvado ejemplares ocultándolos en sus casas, y me hicieron entrar a una sala que contenía esos rescates: entre las obras que reunía había libros de Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y Haroldo Conti, tres escritores asesinados por la última dictadura militar, y yo pensé que valía la pena seguir metiéndome donde nadie me manda si a cambio podía yo dejar testimonio de la valentía de aquellos hombres y mujeres que me habían enseñado a leer y ser un eslabón más de una cadena de una literatura que no prescribe pero tampoco olvida.

Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975) ha publicado recientemente El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (Mondadori. Barcelona, 2010. 240 páginas. 17,90 euros).

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