La locura del mundo
He aquí una novela alucinada. La narradora de Mi nombre es Jamaica se llama Dana y es una historiadora sefardí que está en un congreso de su profesión en Tel Aviv. Allí coincide con un viejo amigo llamado Santiago Boroní, también historiador, español aunque residente en París y viudo de la mejor amiga de Dana. Y Santiago, Tiago, revienta nada más empezar la acción. Que, por cierto, es una acción tan vertiginosa como una de esas interminables caídas que a veces sufres en los malos sueños. "Santiago Boroní enloqueció en algún lugar de la ruta entre Tel Aviv y la ciudad de Safed, no sé exactamente dónde y tampoco he querido averiguarlo pues, en el fondo, poco importa". Este es el comienzo de la novela. Desde el primer instante nos precipitamos en un universo fracturado por la relampagueante fisura del delirio.
Desde el primer instante nos precipitamos en un universo fracturado por la relampagueante fisura del delirio
Dana acude a rescatar a Tiago, y lo descubre detenido, o retenido, en uno de los pasos fronterizos con los territorios palestinos. Se ha recogido el cabello en una especie de estrafalario moño samurái, dice llamarse Jamaica y ser judío, cosa que no es, y acusa a grandes gritos a los guardias israelíes de antisemitas. Está trastornado y nadie duda de su evidente desequilibrio mental. Por otra parte, la propia frontera en la que se encuentra retenido, así como la situación de Cisjordania y las relaciones palestino-israelíes conforman una realidad también demencial que, sin embargo, todo el mundo acepta normalmente. A lo largo de la novela iremos viendo repetidas veces ese mismo efecto, el loco oficial en primer plano y el enloquecido mundo nuestro detrás, un universo delirante que aceptamos sin apenas cuestionarlo. Pero no se confundan: este no es un texto demagógico, un panfleto de héroes y villanos; que nadie busque aquí esa barata carnaza emocional que gratifica fácilmente al lector haciéndole sentirse parte de la tribu de los buenos. Aquí no hay nada de eso, antes al contrario: es una novela de una sutileza y una complejidad argumentativa asombrosas. Quiero decir que José Manuel Fajardo no pretende hablar de, pongamos, lo malos que son los israelíes con los palestinos, sino de lo que es el Mal en la historia del mundo, del odio y del amor, de la esperanza y del sufrimiento. De la menesterosa y agitada condición humana.
Porque esta novela es muchas cosas, entre otras un libro de aventuras trepidante que sucede en dos épocas: el año 2005 y el final del siglo XVI en la conquista española de América (Dana está leyendo una crónica de Indias sobre un personaje llamado Jamaica que se parece extrañamente al chiflado Tiago). Pero, sobre todo, es una historia sobre el dolor, y sobre la desesperada necesidad de digerirlo, colocarlo, superarlo. Santiago ha perdido la razón porque no le cabe la pena en la cabeza: no sólo ha visto morir recientemente a su mujer de un cáncer devastador, sino que además enseguida nos enteramos, en cuanto que Dana llega al puesto fronterizo, que su único hijo, Daniel, de dieciocho años, se ha matado una semana atrás en un accidente de coche en el Periférico de París, el cinturón de circunvalación de la ciudad. Ese es el incidente que le lanza a la locura: sublima su dolor con el dolor del mundo, se sumerge en el sufrimiento de la Humanidad entera porque el sufrimiento por su hijo es demasiado grande (como dice agudamente de él otro personaje: "Santiago sólo se preocupa por sí mismo y por la Humanidad, que es como decir por nadie"). Por eso dice ser judío; su turbada mente ha decidido que todas las personas que sufren lo son: también los palestinos, también los muchachos musulmanes que queman coches en los tórridos, feroces altercados de la periferia de París durante las revueltas de 2005.
Dana acompaña a su amigo durante una semana en sus periplos de demente porque tiene miedo de dejarlo solo. Hacen el amor ocasionalmente como náufragos, se pelean, se ponen en riesgo de muerte, reciben una paliza de la policía francesa durante los disturbios del arrabal después de haber estado a punto de ser apaleados por los alborotadores. Qué bien escribe José Manuel Fajardo: qué estilo tan febril y vigoroso. Y con qué precisión están dibujados los personajes (esa Dana tan creíble, tan mujer, ese Tiago tan conmovedor y tan cargante). Es una novela, además, de una potencia alucinatoria extraordinaria. No creo que uno pueda leer el largo y crepitante capítulo de los disturbios parisinos o la tremenda escena de Tiago caminando por mitad del Periférico mientras los coches lo sortean, por ejemplo, sin sentirse conmocionado y transportado al interior del libro. Y en toda esta tragedia hay una fina línea de humor, porque el personaje principal es heroico pero también ridículo en sus parloteos contradictorios, en su moño grotesco, en su grandilocuencia estrafalaria. Como Dana, a veces uno no sabe si reír o llorar.
El lector, en fin, va siguiendo con emoción ese vagabundeo disparatado, y por detrás de la figura principal va viendo pasar, como antes he dicho, el disparate del mundo. La realidad, por otra parte perfectamente reconocible, parece irse desquiciando cada vez más. Esa furia general, esa ciudad en llamas, ese París sumergido en una guerra que nadie nombra. Es el Apocalipsis y ya lo hemos vivido, lo estamos viviendo cada día. Habitamos entre los escombros. Pero al final del libro, al cabo de ese agónico peregrinaje por los extremos de la existencia y del dolor, los personajes regresan a la cordura o a lo que llamamos cordura, que es nuestra capacidad para sobrellevar la locura del mundo y para ser razonablemente felices pese a todo.
Mi nombre es Jamaica. José Manuel Fajardo. Seix Barral. Barcelona, 2010. 350 páginas. 19 euros.
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