La emoción de la verdad
Con 129 obras, entre pinturas, esculturas, dibujos y bocetos, realizadas entre 1953 y 2010, al final la tan esperada muestra de Antonio López García (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) ha resultado ser una retrospectiva. Cualquier exposición de gran calado en un museo de un artista vivo importante siempre genera expectativas sobre cuál será su definitivo curso. En este caso, al especular por si hubiera sido acotada a un periodo de tiempo concreto, el último, o por si se añadiría el contraste de etapas anteriores. Hay que tener en cuenta al respecto que está viva en nuestra memoria la gran retrospectiva de 1993, en la que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía llegó a reunir 170 obras, lo que invitaba a pensar que la actual quizá se ciñese a lo producido por Antonio López durante estos últimos 20 años. Premio Velázquez de las Artes Plásticas en su edición de 2006, lo que implica según la normativa oficial la realización de una exposición en el MNCARS, también ha podido sorprender que no haya sido así, sino que ahora se exhiba en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y, luego, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Sea como sea, teniendo en cuenta que Antonio López no se caracteriza por exhibir su obra con regularidad, tampoco hay que entretenerse demasiado con estas cavilaciones, sobre todo, porque, abarque 60 o 20 años, se presente aquí o acullá, ninguna muestra suya deja de ser una retrospección de un largo trayecto, y, en su caso, afortunadamente para él, le sobran museos en el mundo que pugnan por mostrar su obra.
Antonio López
Museo Thyssen-Bornemisza
Paseo del Prado, 8. Madrid
Hasta el 25 de septiembre
Dividida en 10 capítulos (se podría decir que siguiendo la norma de la casa, que es el Museo Thyssen, capítulos que responden a los siguientes títulos, un tanto farragosos en el enunciado y contenido: Memoria, Ámbitos, Madrid, Gran Vía, Árbol, Desnudo, Personajes, Interiores, Alimentos y Proyectos), lo relevante en ella es la gran división física que separa, por un lado, lo exhibido en las salas de exposiciones temporales de la planta principal, y, por otro, lo que está ubicado en las correspondientes salas del sótano. Es verdad que el criterio de los comisarios, Guillermo Solana y María López, ha sido entremezclar géneros, temas y épocas, pero la impresión que recibe el visitante es que, en las segundas, gravita más el pasado remoto del artista, mientras que, en las primeras, lo hace la obra más reciente, como si hubiera dos retrospectivas en paralelo.
Cada cual puede vivir y valorar esta segmentación como guste, pero para mí ha resultado muy esclarecedora. En primer lugar -y si nos dejamos llevar, en efecto, por las primeras impresiones-, yo he sentido que la obra exhibida en las salas del sótano, donde predominan las primeras décadas de la trayectoria del artista, es como más física, matérica, terrenal, grávida, barroca, mientras que la que se muestra en la planta de arriba, la de las últimas décadas, es más conceptual, despojada, retroactiva, transparente; en suma, como más aérea. En cualquier caso, estas impresiones personales, incluso si son ilusorias, pueden ayudar a resituar, con un nuevo sentido, la segmentación separadora de partes, porque, según pienso, contribuyen a explicar la intensa y dramática evolución artística de Antonio López, a desentrañar su constante ansia de elevación, en lo que este término implica no sólo de superación, sino de conquista de una mayor ligereza, pureza, decantación, etcétera. Todo lo cual, de ser así, supondría, a su vez, no sólo la posibilidad de poder contemplar adónde se dirige Antonio López, sino, sobre todo, cómo, en el fondo, es.
De todas formas, Antonio López, con 75 años cumplidos, de los cuales más de sesenta de labor artística ininterrumpida, merece que nos esforcemos en apreciar su obra al margen de los tópicos, sobre todo, porque es uno de los pocos artistas contemporáneos que se ha atrevido a ser, de principio a fin, intempestivo. Un gran solitario, pues. Así que olvidémonos del socorrido término del "realismo" y de su larga retahíla de adjetivos, "tradicional", "académico", "español", "madrileño", "moderno", "hiper", "fotográfico", etcétera, y observemos esa senda suya hacia la progresiva retracción, despojamiento y transparencia. Una senda, por tanto, ascética: la de no quedarse sino con lo imprescindible: retraerse de los innecesarios gestos subjetivos; despojarse de la distracción de la golosa materia o del entretenido anecdotario, y, claro, arribar, en lo posible, a la desnuda luz.
Desde mi punto de vista, el primer aviso serio que dio Antonio López sobre la dirección irreversible de su camino se produjo aproximadamente en torno a 1970, pero el momento culminante de la irreversibilidad del mismo es el que está viviendo desde 1990 y ahora mismo. ¿Cómo explicarlo? Hay para mí dos obras -aparentemente muy distintas, pero totalmente interrelacionadas- que explican la primera gran conmoción. Me refiero a Mujer en la bañera (1968) y Conejo desollado (1972): dos cuerpos, dos seres orgánicos, acoplados a dos espacios inorgánicos constrictores, respectivamente un rectángulo y una circunferencia, en los que los visajes de la luz, mediante la refracción acuática o el biselado cristalino, adquieren el poderío de la revelación. También me parece ejemplar de este mismo trance la pareja del dibujo María (1972) y el óleo Madrid desde Torres Blancas (1974-1982), el primero de los cuales marca la forma futura de tratar la figura con la fuerza intimidante de lo arcaico, sin la menor concesión a la mañosería y el sentimentalismo; esto es: con absoluto respeto, mientras el segundo marca, dentro de sus panorámicas urbanas, no sólo la obsesión de geometrizar el espacio para captar el orden cardinal y rítmico de la ciudad; esto es: dominar su horizontalidad, sino también la dimensión vertical del cielo, cuya animación es una inestable alquimia versicolor de celajes. Y aún no me he referido para lo mismo a una obra crucial: el dibujo Estudio con tres puertas (1969-1970), que, como tal espacio vacante, es, sin embargo, desde mi punto de vista, la mejor réplica que se ha hecho a Las meninas, de Velázquez, pero, además, obteniendo el efecto dinámico, zigzagueante, de la cinética luz.
Si en este momento, explicado con estas u otras obras, ya no había duda de que Antonio López no podía salirse del raíl de sí mismo, aún quedaba otra transición radical y emocionante. Es la que emprende, tras la retrospectiva del MNCARS, a comienzos de la década de 1990 y que alcanza su punto crítico a partir del nuevo siglo. De nuevo, con la esporádica ayuda de algunas obras, intentaré esclarecer el desafío emprendido. Por ejemplo, considero crucial para esta nueva etapa y, en general, para todas las panorámicas urbanas que Antonio López lleva pintando casi durante medio siglo, el monumental lienzo, de 250×406 centímetros, Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1990-2006), obra que se ha replanteado y rehecho durante más de tres lustros. El progresivo cambio de perspectiva tenía mucho sentido porque nuestro país durante estos últimos años, y no digamos la zona elegida por el pintor en esta vista, ha sufrido un cambio enloquecido. De todas formas, al margen de esta situación incontrovertible del cambio urbano, está el problema de la luz del natural, que López consideró idónea al mediodía entre marzo y septiembre, pero lo más interesante fue la decisión de enfocar, concentrando o dilatando la lente, lo que debería ser el campo visual, todo ello, en su caso, sin que la ampliación del horizonte suponga la pérdida del detalle. El dispositivo inicial fue la captación del eje longitudinal desde Vallecas a la plaza de España, a lo que después se superpuso la del transversal desde la depresión del Manzanares hasta la plaza de Castilla. Pero la decisión de incorporar la terraza desde donde pintaba, que no sólo incorpora el "cerca" al "lejos", sino que crea como un vacío, un abismo, en el primer término, está en contraste total con el abigarrado panorama frontal. Aun contado de forma muy sumaria, creo que este embutimiento de todo en apenas un espejo convexo se asemeja a una obra de arte total de la transparencia.
Pero aún habría que hablar de la serie de cabezas de recién nacidos, que, a partir del óleo Carmen (1999), generan una serie indefinida de esculturas de diversos materiales y tamaños, que culminan con Carmen dormida (2006), a través de los cuales la retracción de Antonio López se hace giróvaga y, digamos, búdica. Ojos abiertos y ojos cerrados: el día y la noche, la vida exterior e interior. En fin, este periodo final, donde la escultura y el dibujo han cobrado ímpetu, es el periodo que confirma cómo Antonio López pinta algo más que la realidad: lo emocionante de su verdad.
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