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OPINIÓN
Columna
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El contubernio literario de Formentor

La idea de conmemorar el cincuentenario de los Encuentros Literarios de Formentor me parece muy acertada, pese a la epidemia de conmemorativitis que nos agobia: fueron la primera bocanada de aire fresco en la atmósfera enrarecida de la dictadura y el primer paso en el camino de nuestro laborioso acercamiento al mundo editorial y creativo de Europa. Vistos desde hoy, desempeñaron un papel similar al que, en el campo político, cumplió el llamado "contubernio antifranquista" de Múnich. La España de dentro y de fuera, nuestro triste furgón de cola y el ámbito abierto de allende el Pirineo entraron felizmente en contacto tras dos décadas de incomunicación por obra del cordón sanitario destinado a preservarnos del contagio de ideas nocivas y doctrinas ajenas a nuestra identidad nacionalcatólica.

La apuesta de Barral y su equipo merece ser evocada en un momento en el que la literatura descaece de nuevo víctima del comercialismo más basto

Siendo muy pocos los organizadores y asistentes que sobrevivimos al paso del tiempo -Jaime Salinas, Josep Maria Castellet, Miguel Delibes, Luis Goytisolo, Carlos Bousoño y quien escribe estas líneas-, considero oportuno evocar sus orígenes, sus diferentes etapas y vicisitudes, los problemas a los que sus valedores se enfrentaron y su improvisada solución. Para ello debo remontarme a noviembre de 1955, fecha del primer viaje de Monique Lange a Barcelona y de nuestra visita al poeta y editor Carlos Barral.

Carlos y su esposa Ivonne solían acoger los martes en su apartamento de San Gervasio a un grupo de amigos, escritores o relacionados con el mundo editorial, cuyo común denominador cifraba en su aversión a la dictadura franquista y a la censura de cuantos manuscritos pasaban por las manos de los centinelas de la fe y de los principios del llamado Movimiento Nacional. Abandonando nuestra querencia ramblera, Monique y yo subimos a la Barcelona decente y fuimos recibidos por Carlos e Ivonne con su habitual hospitalidad. Como secretaria de Dionys Mascolo, responsable de "asuntos exteriores" de Gallimard, y por su conexión a través de él con editores europeos de la talla de Einaudi y Rowohlt, Monique conocía bien quién era quién en el campo de la edición y alentó a Barral a ponerse en contacto con ellos. Las circunstancias eran favorables en la medida en que tanto Mascolo como su amigo el novelista Elio Vittorini, mentor de Einaudi, habían puesto por primera vez los pies aquel verano en la España de Franco y habían creído detectar los indicios del cambio social que se gestaba. La velada fue muy fructífera: a su vuelta a París, Monique informó a Mascolo de su charla con Barral y el acceso de éste al circuito literario y editorial europeo se puso en marcha. Si mal no recuerdo, entre los tertulianos de aquel martes estaban Gabriel Ferrater, Castellet, Gil de Biedma y un treintañero que se presentó de improviso y cuyo vehemente antifranquismo indujo a sospechar a los anfitriones que se trataba de un espía. Pero las presunciones típicas de la desconfianza reinante en aquella época no tardaron en disiparse: ¡el imaginado chivato era nada menos que Ángel González!

No puedo detallar aquí las fases del camino que condujo a la creación del Prix International de Littérature y del que lleva el nombre del lugar de nuestros encuentros: las asomadas de Barral a París y sus entrevistas con Mascolo y Claude Gallimard; el apoyo decisivo de Einaudi y Vittorini al proyecto de romper el aislamiento intelectual de España; la adhesión posterior de Rowohlt al trío inicial. Carlos disponía de unos asesores de gran valía, sin los cuales el éxito de la empresa no hubiera sido posible: Jaime Salinas, recién llegado a Barcelona tras su largo exilio norteamericano, y el discreto y eficaz Joan Petit. Ellos, en estrecha correspondencia con Mascolo y otros escritores y colaboradores de Gallimard -Roger Caillois, François Erval, Maurice-Edgar Coindreau y la propia Monique- pusieron la nave en franquía y consiguieron que arribara a buen puerto: en este caso, a la bellísima bahía de Formentor.

En mi primer viaje con el grupo francés aterrizamos en El Prat, desde donde nos trasladaron al muelle de embarque para Mallorca, en el que nos aguardaban ya los invitados procedentes de Madrid, Barcelona y otras ciudades europeas. La atmósfera de euforia y desenfado -la conciencia de aquel estreno introducía un elemento nuevo en nuestras vidas- duró toda la travesía.

En años posteriores, no hubo itinerario marítimo: permanecíamos en la terminal a la espera del vuelo que debía llevarnos a Palma. El aeropuerto barcelonés era entonces muy sencillo y práctico: bajabas por la escalerilla del avión y te dirigías de un tirón al mostrador en el que la policía sellaba los pasaportes. En 1960 -año de la detención de mi hermano Luis y de los ataques con que me distinguía el diario Pueblo-, al llegar mi turno, el responsable del servicio retuvo el mío y se lo llevó a una oficina interior. Tras unos minutos de espera, Monique levantó la portezuela del mostrador y se coló tranquilamente en el despacho para preguntar qué ocurría. La respuesta nos colmó de hilaridad a los dos. El policía -ignoro su grado pues vestía de paisano- dijo que había telefoneado a su mujer para comunicarle mi llegada, ya que era una admiradora mía. La explicación era muy poco convincente y, quizá por ello, el buen hombre pidió luego permiso para sentarse a nuestra mesa en la cafetería en donde matábamos el tiempo hasta el aviso de embarque y se interesó por la situación de Luis, para manifestarme a continuación su interés por la literatura, esto es, por el Premio Planeta y los libros más vendidos del momento, no sé si de Pombo Angulo o de Gironella.

La llegada a Formentor nos deslumbró: el hotel disfruta sin duda de una de las mejores vistas del mundo, y la acogida del director a aquellos turistas singulares y a veces extravagantes ("¡poetas, gilipollas!", gritó un muchacho en el centro de la isla al paso de un minibús con una docena de invitados), sorprendió gratamente a todos. El joven Tomeu Buadas no era sólo inteligente y amable sino también buen lector, consciente de la novedad que significaban aquellas jornadas fuera de serie sobre poesía, y no sólo sobre poesía, pues la política, como sucede en los regímenes represivos, se colaba siempre por las rendijas. En 1961, Buadas tuvo el gesto honroso, insólito en aquellos tiempos, de confiarme que la policía le había pedido un informe sobre mí y otros huéspedes, y de que nos seguía discretamente los pasos. Su trágica muerte en un choque de aviones en el espacio aéreo francés a causa de una huelga general de controladores llenó de consternación a cuantos tuvimos ocasión de conocerle.

Las Jornadas Poéticas de 1959, organizadas por Camilo José Cela, contaron con la presencia de una buena nómina de autores respetables encabezada por Vicente Aleixandre (Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Rosales, Carlos Bousoño, Valverde, Hierro, José Luis Cano), de poetas tolerados no obstante sus ideas comunistas, como Celaya y Blas de Otero; y de la nueva generación apadrinada por Castellet: Gil de Biedma, mi hermano José Agustín y el propio Barral. Se habló en ellas, especialmente en el bar y los jardines, de lo divino (en son de burla) y humano (con mayor respeto), y el consumo de alcohol entre los más jóvenes se disparó. Un poema de Gil de Biedma titulado Conversaciones poéticas evoca con humor el ambiente de embriaguez e increíble libertad que enardeció a cuantos suspiraban por una España menos menesterosa y cutre. La presencia de Dionisio Ridruejo, cabeza visible de la oposición interior al Régimen, y de escritores catalanes de la talla de Carles Riba, J. V. Foix y Gabriel Ferrater completan el elenco peninsular de aquel encuentro histórico con grandes poetas europeos, en el que por unas horas nuestros sueños se trocaron en realidad. La transición literaria precedió así a la política, iniciada con el ya citado "contubernio" muniqués y rematada con la muerte de Franco trece años más tarde.

El siguiente coloquio sobre novela, en el que hicimos circular una petición, arropada con una veintena de firmas célebres, en la que se exigía la libertad de Luis, puso de relieve la situación muy diferente del escritor en España y en los países felizmente aireados por la libertad de la democracia: mientras yo, por ejemplo, defendía el compromiso del novelista como un deber moral respecto a la sociedad (el propósito de las dictaduras, sean del pelaje que sean, de desterrar la política fuera del espacio público produce el efecto contrario de politizarlo todo), Robbe-Grillet, cuyas novelas acababan de ser traducidas por Seix Barral, preconizaba una literatura ajena a todo didactismo y centrada en el designio de romper con la tradición legada al creador por sus predecesores y antepasados. En cuanto a Camilo José Cela, nos obsequió con una tirada de las suyas, hasta que Miguel Delibes, irritado por ella, la cortó con un contundente "hablas como un diputado" que provocó entre los asistentes murmullos de protesta o de aprobación.

No puedo extenderme en el análisis del impacto profundo de aquellos Encuentros a lo largo de cuatro años, por obra de la presencia fecunda de maestros sin cátedra como Octavio Paz, Robert Graves, René Char, Yves Bonnefoy, Alberto Moravia, Marguerite Duras, Michel Butor o Italo Calvino, ni en la consagración urbi et orbi, gracias a ellos y otros poetas y críticos, de Jorge Luis Borges (recuerdo la magnífica intervención de Roger Caillois sobre su universalidad atemporal), Samuel Beckett, Carlo Emilio Gadda, Gombrowicz y otros receptores del Premio Internacional de Literatura. Forzados a emigrar por las crecientes trabas que hallaban en España, los inspiradores y artífices de aquel y del que llevaba el nombre del añorado edén balear -concedido en 1961 a Juan García Hortelano y dos años después a Jorge Semprún por su espléndida novela autobiográfica Le long voyage- tuvieron que mudarse de una volada a Corfú y, de allí, a Salzburgo y a Valescure, para aterrizar, desanimados ya y sin fuerzas, en la costa de Túnez, en donde los Encuentros fenecieron con menos gloria que pena.

Las Jornadas Poéticas de Formentor marcaron el inicio del deshielo y de la apertura cultural española al exterior. La apuesta editorial de Barral y su equipo, con el sostén eficaz de quienes la apoyaron desde fuera, merece ser evocada en un momento en el que la literatura descaece de nuevo, víctima ahora no de la asfixia provocada por la censura sino del comercialismo más basto creado por la conjunción mortífera del bajón imparable de las humanidades en nuestras aulas y de la sustitución de los criterios basados en la calidad de las obras por el de su visibilidad mediática en esa obtusa sociedad del espectáculo que de forma tan lúcida anticipó Guy Debord.

Conversaciones Literarias en Formentor. Geografías literarias. Del 25 al 27 de septiembre. www.conversesformentor.com/

Giulio Einaudi, Carlos Barral y Claude Gallimard, fotografiados en los Encuentros de Formentor en los años sesenta.
Giulio Einaudi, Carlos Barral y Claude Gallimard, fotografiados en los Encuentros de Formentor en los años sesenta.

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