Penúltimas voluntades
Todas las pompas son fúnebres", decía Ramón Gómez de la Serna, con un humorismo funerario que se le fue acentuando con la vejez, el destierro y la pobreza. Cuando Gómez de la Serna murió, en Buenos Aires, su viuda, Luisa Sofovich, llamó a la Embajada de España para pedir que se hicieran cargo allí del cadáver, porque ella estaba muy cansada de haber cuidado al enfermo moribundo durante mucho tiempo, y porque se trataba, les dijo, de un "cadáver nacional". Al cadáver nacional del pobre Gómez de la Serna, que tantas escaseces había padecido en vida, le acabaron dando sepultura en Madrid en el invierno franquista de 1963, con unas pompas tan fúnebres como las que él mismo habría imaginado y temido, con libreas y pelucones blancos de entierro de medio pelo y uniformes de Falange. En España, en los países hispánicos o latinos en general, los entierros de los escritores están sometidos a variaciones tan extremas como sus propias vidas y muchas veces parece que no hubiera término medio entre la fosa común y el panteón de glorias esculpidas en mármol, entre el anonimato sin esperanza y la hipertrofia de una celebridad que convierte al escritor en el símbolo de un país entero, en la apoteosis de un nombre que casi borra por comparación la realidad de la obra.
El escritor no posee ni más clarividencia que cualquier otro ciudadano ni tiene un deber o una misión particular
casi siempre lo es a pesCuando el escritor se convierte en símbolo ar suyo: porque lo persiguen o porque lo manipulan; o porque lo han asesinado
Siguiendo en los periódicos, en la radio y la televisión, las diversas pompas fúnebres suscitadas por la muerte de José Saramago, he tenido una vez más la sensación de alarma y de lejanía que me provocan estas ceremonias. Se muere un escritor y se desmesura todo. Se desata la maquinaria mediática y política de las pompas fúnebres y la riada de los elogios incondicionales, en los que el difunto adquiere dimensiones mesiánicas. El hecho doloroso y privado de la muerte pasa a convertirse en un duelo público exagerado por la intromisión de cargos políticos que se apresuran a hacer acto de presencia con sus coches oficiales y sus aparatosos protocolos, y que en los últimos tiempos hasta han adquirido la costumbre de firmar artículos obviamente improvisados por sus redactores de discursos. La evaluación sobria del trabajo y la vida de quien acaba de morir desaparecen bajo un fragor de superlativos gaseosos. El escritor deja de ser una persona para agigantarse como la encarnación de todo aquello que a los periodistas o a los políticos que contribuyen a su pompa póstuma les parece oportuno: la patria, el continente, el idioma entero, la condición humana, la emancipación de los pueblos. El ataúd del escritor se cubre con una bandera y se ve rodeado de uniformes y de celebridades y de mástiles con más banderas, agasajado por desfiles militares y bandas de música, por grupos de bailes regionales.
Por los mismos días en que murió José Saramago en Lanzarote murió en México Carlos Monsiváis, y las ceremonias no fueron menos opulentas. Viendo su ataúd cubierto con la pertinente bandera sobre un gran catafalco y custodiado por uniformes me acordé del hombre sigiloso e irónico al que sólo conocí brevemente, y me pareció que tanta pompa lo habría incomodado, le habría inspirado con seguridad algún brote de ese humorismo negro que él admiraba tanto en el cine de Buñuel. Monsiváis solía llevar libros y papeles bajo el brazo, como un erudito antiguo de café más que un profesor, y caminaba con un aire como de ir algo perdido en sus pensamientos. Pero allí estaba, después de muerto, como un prócer de la patria, como un cadáver nacional, sometido a himnos, desfiles y discursos pelmazos, indefenso frente a ellos.
En una sociedad democrática, en un país civilizado, un escritor es un particular que ejerce en privado su oficio, y que no tiene más presencia pública que la que le corresponde cuando el resultado de su trabajo se ofrece a los lectores. El escritor, en una democracia, es un ciudadano idéntico a otros, y en virtud de esa ciudadanía participa a veces en debates o en la defensa de causas a las que puede servir con su activismo personal o con la herramienta que mejor conoce, el idioma. Pero el escritor, por el hecho de serlo, o porque se atribuya a sí mismo o se le otorgue la condición de intelectual, no posee ni más clarividencia que cualquier otro ciudadano ni tiene un deber o una misión particular, ni representa nada ni a nadie más que a sí mismo. Cuando el escritor se convierte en símbolo casi siempre lo es a pesar suyo: porque lo persiguen o porque lo manipulan; o porque lo han asesinado (también, en ocasiones, porque ha elegido ser un impostor). Seguro que lo último que hubieran deseado Ossip Mandelstam o Bruno Schulz, por poner dos ejemplos de víctimas de las dos barbaries mayores del siglo XX, habría sido simbolizar el heroísmo de los débiles o la supervivencia de la palabra y de la imaginación en libertad incluso en las tinieblas más negras de la tiranía.
Bruno Schulz, o Mandelstam, o García Lorca, o Walter Benjamin, o Miguel Hernández, habrían preferido sin duda vivir y escribir más o menos como lo hacemos nosotros, los privilegiados de las sociedades democráticas, de los países razonablemente prósperos en los que hay lectores suficientes como para que nos ganemos con dignidad la vida o puestos de trabajo que nos dejen la holgura imprescindible para dedicar unas horas a nuestra vocación verdadera, así como un sistema de libertades que nos ampare incluso si decidimos militar como propagandistas de alguna dictadura. Entre el malditismo del hambre en el que pululaban los poetas bohemios de principios del siglo XX la megalomanía de esos escritores de aire bonapartista o proconsular que dominan durante varias generaciones la cultura pública de un país y hasta de un continente, hay un espacio anchuroso que es el del encuentro sin énfasis del libro y el lector, la fraternidad íntima, democrática y apasionada de la literatura. Da igual que un libro tenga mil lectores o cien mil: cada lector es una persona singular que establece con el libro un diálogo irrepetible, un espacio del tamaño de una habitación, nunca de esas ingentes plazas públicas o salas de ceremonias en las que se aparecen ante una multitud arrobada las grandes glorias nacionales.
La literatura pertenece al reino de lo más privado, y las multitudes siempre son invisibles en ella, porque las componen lectores que raramente se encontrarán entre sí, aislados en el espacio y a lo largo del tiempo. Nuestra muerte es algo tan privado como nuestra vida verdadera. En el duelo que sientan por un escritor sus personas más queridas no tienen por qué entrometerse cargos políticos adictos al parasitismo del resplandor ajeno ni jefes de protocolos ni maestros de ceremonias. Lo que tienen que hacer los poderes públicos por la literatura no es repartir premios y medallas sin ton ni son y sin otra finalidad que dar lujosas recepciones con muchos canapés y salir en el periódico, sino fundar buenas escuelas y buenas bibliotecas gracias a las cuales se extienda el reino igualitario del conocimiento, y por lo tanto de los libros. El único premio oficial plenamente honorable que puede recibir un escritor, vivo o muerto, es que le pongan su nombre a una escuela o a una biblioteca.
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