NÉMIROVSKY INAGOTABLE
El salón de la casa de Denise Epstein, en la novena planta de un edificio moderno en un barrio popular de Toulouse, es una especie de santuario dedicado a su madre, Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942). Como en todo santuario, hay flores frescas, un ramo de margaritas amarillas, frente al particular altar laico dedicado a la deidad doméstica: una estantería repleta de ediciones de sus obras en todos los idiomas, y un montón de fotografías suyas prendidas de las paredes. Némirovsky en los años veinte, con un sombrerito calado hasta las cejas; con su marido, el banquero Michel Epstein, y con sus hijas, Denise, la mayor, y Elizabeth, siete años y medio más pequeña, muerta de cáncer en 1996.
No era una buena judía para los responsables del Museo del Judaísmo de París, que rechazaron la exposición sobre su vida
"Fue la Françoise Sagan de su época, pero en 2004 era una autora olvidada", dice su redescubridor, el editor de Denoël
"Mi madre no ocultó nunca que era judía. Si se convirtió al catolicismo fue para salvarse", dice la hija de Némirovsky
Denise, 81 años, es la única superviviente de una familia destrozada por el delirio nazi (a la deportación a Auschwitz de Irène le siguió la de su marido, muerto en las cámaras de gas el mismo año), por el dolor y la enfermedad. "Esta es la foto que prefiero, la última que nos hicimos juntos", dice, señalando una imagen de la pareja con las dos hijas, todos sonrientes, tomada el verano de 1939, en Hendaya, donde solían ir todos los años.
Denise Epstein, pelo corto, camisa marrón, pantalones negros, y un aire jovial que desarma, ha sido documentalista y ha creado su propia familia (tiene dos hijos, una hija, Irène, y varios nietos), pero el motor fundamental de su vida ha sido siempre su madre. Es decir, recuperar los fragmentos de su vida, reconstruir una memoria coherente de la mujer y de la escritora que tanto admiraba, y de la que fue separada bruscamente la mañana del 13 de julio de 1942. Esta dedicación casi obsesiva explica que guardara durante décadas el manuscrito de la última obra de su madre. La inacabada Suite francesa, publicada por ediciones Denoël en 2004.
Una obra escrita, como dijo la autora, "en la lava ardiente". Una historia en tiempo real de la guerra y sus efectos en una comunidad burguesa europea. Némirovsky retrata con certera crueldad la reacción del pueblo francés a la ocupación alemana. Obsesionados por la comida y los objetos mientras el mundo se derrumba a su alrededor. El aplauso póstumo fue general. Desde entonces, la vida de Epstein gira todavía un poco más alrededor de la de su madre, convertida en una autora superventas, traducida a 35 idiomas.
Denise enciende un cigarrillo rubio y busca en las estanterías la primera edición de Los perros y los lobos. "Aquí está. Mire. Es uno de los libros que prefiero de mamá. Me gustan más los que hablan de gente un poco bohemia que los que reflejan a la burguesía francesa". Los perros y los lobos, que publica ahora la editorial Salamandra -y La Magrana en catalán-, es, como casi siempre en las novelas de Némirovsky, un agudo retrato social. La obra, que rezuma desencanto, relata la historia de Ada, Ben y Harry, judíos los tres, parientes lejanos, y situados en los extremos de la escala social. Los sentimientos que alimenta Ada hacia Harry superarán el tiempo y las barreras sociales hasta unirles en un amor que va más allá de la experiencia individual, porque ambos se reconocen en la memoria común de un pueblo arrinconado, rechazado y, por ese motivo, dividido entre los perros fieles y los lobos salvajes.
Los personajes de Los perros y los lobos son, casi exclusivamente, judíos procedentes de la Europa del Este, e instalados en París, como la propia familia de la autora. La visión de Némirovsky no es amable. "Pero sé que es verdad", escribirá en una nota al hilo de la publicación de la obra, en 1940. Eran años difíciles, pero Némirovsky no podía imaginar que estaba a un paso del final de su vida humana y artística. Porque a su deportación y su muerte en agosto de 1942, en el campo de concentración en Polonia, le seguiría un largo, profundo silencio editorial.
"Cuando nos lanzamos a publicar Suite francesa, era una autora completamente olvidada", reconoce Olivier Rubinstein, su redescubridor, y responsable actual de la editorial Denoël, en su amplio despacho de la sede parisiense, que se asoma a un patio interior lleno de árboles florecidos. "Había sido una escritora precoz, una especie de Françoise Sagan de su época, que publicó su primer libro en una revista literaria en 1926, con 23 años, y conquistó la celebridad absoluta a los 29 años con su novela David Golder". Cierto que dos de sus libros más célebres, este último y El baile, editados por Grasset, todavía se vendían, pero los derechos de autor que recibían las hijas de la autora eran de unos pocos cientos de euros.
Rubinstein conocía a Némirovsky y leyó el texto con interés, pero sin la menor sospecha de que tenía en sus manos uno de los mayores éxitos editoriales de Denoël. Suite francesa fue un superventas total, no solo en Francia, o en España, donde conquistó el Premio de los Libreros de Madrid, y tuvo una excepcional acogida. La edición en lengua inglesa superó el millón de ejemplares de ventas y sirvió, como dice Rubinstein, para descubrir "no solo una obra excepcional sino a una autora muy importante". Una autora que todavía no ha terminado de cosechar triunfos. El año próximo se iniciará el rodaje de una superproducción cinematográfica de Suite francesa, y existe el proyecto de inaugurar en Madrid una gran exposición sobre la peripecia humana de la escritora, que se clausuró en París en marzo pasado. La muestra procedía de Nueva York, donde bajo el lema Mujeres de letras. Irène Némirovsky y Suite francesa, presentaba la historia de la escritora, que ya había conmovido a la opinión pública estadounidense cuando se divulgaron los detalles del descubrimiento de su novela póstuma. Allí estaba su manuscrito, un cuaderno de papel cebolla emborronado con una letra diminuta de un azul especial; allí estaba el pequeño baúl (28,5 centímetros de alto, por 49 centímetros de ancho y 42 centímetros de profundidad), donde permaneció guardado junto a cartas, fotografías, pequeños recuerdos familiares, hasta los años noventa, cuando sus hijas se decidieron a depositarlo en un archivo público, no sin antes mecanografiarlo y reservarse cada una una copia. Y allí estaban las imágenes de Némirovsky. Fotografías de una adolescencia triste, de una juventud loca, vivida en el lujoso ambiente de los rusos blancos en el exilio. Irène, rodeada de rostros con la mirada esquiva que les identifica como descendientes de una estirpe de víctimas de pogromos, persecuciones, deportaciones. "Deportación es una palabra tan rusa", exclama Denise Epstein. Pero hábiles también para reconstruir fortunas y ganarse un sitio en las sociedades de adopción.
Los Némirovsky, huidos de la revolución bolchevique, se instalarían en París en 1919, después de una etapa en Finlandia y un breve paso por Suecia. París era el centro del mundo y la jovencísima Irène, educada en francés por su institutriz, encontrará allí, finalmente, su lugar en el mundo. Y su patria, en el idioma francés, como ha dicho su biógrafo, Olivier Philipponnat.
La patria francesa, esa a la que siempre aspiró, la rechazó brutalmente, pero también su pueblo, la comunidad intelectual judía, ha tenido dificultades para aceptar su visión políticamente incorrecta de lo hebreo. Némirovsky, alabada como una autora excepcional, dueña de un estilo que mezcla elementos clásicos a lo Balzac, o a lo Tolstói, y elementos de una sorprendente modernidad por su visión mordaz del mundo, no representa el prototipo de la judía perfecta a ojos del Museo de la Historia del Judaísmo, de París, que rechazó la exposición. Será, finalmente, el Memorial del Holocausto, con sede también en la capital francesa, el que acoja la muestra. Y los mismos que aplaudieron Suite francesa retomaron con furia la controversia sobre el antisemitismo de la autora.
"La polémica no arranca de esa obra, sino de los caracteres judíos que traza en otras obras, por ejemplo en David Golder [historia de un ambicioso banquero hebreo], que dan vida a clichés antisemitas, que fueron ya polémicos en su época, y volvieron a serlo después, en América e Inglaterra, cuando se publica Suite francesa", dice el responsable de Denoël. Se refiere a descripciones físicas de judíos, en las que Némirovsky abusa de "narices ganchudas", "piel aceitunada", cuerpos delgados y maltrechos. También abundan las referencias a la violenta ambición de los judíos, a la tenacidad para alcanzar las metas propuestas. "Yo creo que escribía así porque veía así el medio burgués judío que conocía bien. Lo mismo que a su madre, a la que detestaba. Se servía de ese conocimiento tan profundo de los ambientes judíos para criticarlos. Un poco como François Mauriac se sirve de su dominio de la sociedad católica de Burdeos para atacarla de forma acerba. Pero lo vemos así ahora que conocemos la Shoah. En los años treinta era distinto. Leerlo ahora, con todo lo que sabemos, es evidente que no nos produce una sensación agradable".
Myriam Anissimov, autora del prólogo de las ediciones francesa y española de Suite francesa, la persona que puso en contacto al editor con Denise Epstein, no se ha mordido la lengua a la hora de denunciar el antisemitismo de Némirovsky. La acusa, incluso, de odiarse a sí misma, probablemente en tanto que judía. Denise Epstein se indigna cuando se saca el tema. "Mi madre jamás ocultó que fuera judía. Si se convirtió al catolicismo al final fue porque creía que eso la salvaría a ella y a nosotras. Por eso nos bautizó. Es difícil comprender el miedo que sentíamos. Pero ese miedo me ha llevado a mí a bautizar a mis propios hijos en los años cincuenta", recuerda.
Los Epstein-Némirovsky se convirtieron al catolicismo en 1939. Un gesto de autoprotección que no dio frutos en una Francia ocupada por los alemanes, indiferente y egoísta. Muchos de los editores, escritores, artistas e intelectuales del momento se rindieron al enemigo. Algunos saludaron en los nuevos amos a los verdaderos salvadores de Europa frente a bolcheviques y judíos. Fue el caso de Robert Brasillach, al que Némirovsky frecuentó en los años treinta, y el de Louis Ferdinand Céline, uno de los autores franceses más traducidos del siglo XX, después de Marcel Proust.
La editorial Denoël será precisamente la que publique en esas fechas algunas de las obras más polémicas y antisemitas del escritor. ¿No es curioso que dos de los autores más destacados del catálogo de Denoël, ambos galardonados con el prestigioso Premio Renaudot (Némirovsky a título póstumo), sean el antisemita y polémico Céline y la judía muerta en Auschwitz?
"No tiene nada de especial", explica Rubinstein. "La editorial ha cambiado de dirección. El fundador, Robert Denoël, era un belga muy próximo a la extrema derecha, y fue asesinado en la zona de Los Inválidos, nada más terminar la guerra. Pero además de editar a Céline publicó obras de autores de la talla de Nathalie Sarraute y Tristán Tzara. Es cierto que durante la guerra fue muy colaboracionista, como tantos editores franceses. Después de todo, la resistencia fue cosa de unas pocas decenas de miles de personas". El caso de Sarraute, uno de los nombres destacados del nouveau roman, nacida en Rusia, judía como Némirovsky y afincada en París, ofrece un amargo contraste con el de la escritora de Kiev. Sarraute, nacida Natacha Tcherniak, en Ivanovo, cerca de Moscú, en 1900, escapó a las deportaciones viviendo escondida bajo nombre falso, y en 1944 regresó sana y salva a su piso de París.
Némirovsky también se refugió con su marido y sus dos hijas en un pueblecito, Ivry-L'évêque, pero, víctima probablemente de una delación, fue detenida allí por los gendarmes, el 13 de julio de 1942. Del campo de Pithiviers fue conducida a Auschwitz, cuatro días después, en el convoy número 6. Nunca regresó. Aparentemente murió de tifus un mes después, pero Rubinstein no lo cree. "Después de la guerra, cuando la gente pedía un certificado de fallecimiento, decían que todos los prisioneros habían muerto de tifus, cuando, evidentemente, habían sido gaseados, porque está claro que los prisioneros que no podían trabajar eran eliminados de inmediato. Desde luego no hay testigos. En todo caso la diferencia es pequeña". Para el editor está claro que todo lo que hizo la propia Némirovsky, publicar sus obras en revistas antisemitas como Gringoire o Candide, codearse con escritores próximos a la derecha, reclamar sin éxito la nacionalidad francesa en 1939, pedir ayuda a amigos y editores aun a riesgo de humillarse, no son sino conjugaciones de un mismo y comprensible verbo: sobrevivir.
Cierto que algunos autores franceses de la época se unieron al partido comunista, como Louis Aragon, o combatieron personalmente contra el nazi-fascismo, como André Malraux. Pero muchos otros se refugiaron como pudieron bajo el ala alemana, decididos como Némirovsky a sobrevivir. Desgraciadamente, ella no lo consiguió. Mientras su odiada madre, Anna, vivía regiamente en Niza, disfrazada de refugiada letona, mientras Nathalie Sarraute huía, como tantos otros judíos instalados en Francia, Némirovsky se empeñaba en permanecer en una "patria" esquiva cuando no decididamente traidora.
"Hemos tenido etapas de mucha cólera mi hermana y yo", reconoce Denise Epstein con la mirada perdida. "¿Por qué no huyó? ¿Es que quería escribir a toda costa Suite francesa? Quizás, el hecho de haber vivido ya un exilio le hizo más reacia a volver a partir. Quizás el abandono brutal que sufrió le causó una fatiga, un agotamiento, una falta de esperanza en relación con los seres humanos, que pudo quitarle las ganas de huir. Además, creo que debía haber problemas financieros. Tenían las cuentas bloqueadas, solo le pagaba un editor, Albin Michel. Pero es cierto que el pueblo donde nos refugiamos estaba cerca de Lyon, podríamos haber llegado a Suiza fácilmente".
¿Quería Irène Némirovsky experimentar hasta el final con la guerra y la ocupación, esa "lava ardiente" de la que habla en una de sus últimas cartas? Consciente de que solo las situaciones extremas permiten conocer al ser humano, ¿quiso apurar hasta el final ese cáliz? ¿Quiso escribir su Guerra y paz sobre la materia viva de una guerra que todavía no había mostrado su peor rostro? Suite francesa estaba proyectada como una obra en cinco partes. Solo han sobrevivido Tempestad en junio y Dolce, las dos primeras. Cautividad, la tercera, fue apenas esbozada. Pero en las notas sobre ella, Irène se refiere a los campos de concentración, casi como una certeza. Ya sabía que no podría acabarla.
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