El doble magisterio de Miguel Delibes
En la muerte de Miguel Delibes hubo un sorprendente eco de consternación popular. La multitud que asistió a su despedida no parecía lamentar solamente la muerte de un escritor, sino la de alguien ejemplar, que había reflejado virtudes que estaban más allá de su condición de hombre de letras. Tal respuesta de simpatía pública ya había tenido lugar en otras ocasiones, por ejemplo con motivo de la aparición de El hereje, un libro que antes de ser analizado por los críticos fue masivamente adquirido por personas ajenas incluso a la costumbre de la lectura, que tal vez encontraban en él una especie de talismán. A su muerte, la valoración de su extensa obra -más de 60 libros- se centró de modo especial, no sin cierta visión reductora, en la herencia de determinada riqueza léxica y en los ámbitos de la región y del mundo rural que supo reflejar y contrastar. Sin embargo, lo que a mi entender hizo de Miguel Delibes un personaje singular dentro de nuestro panorama literario fue consecuencia de un doble magisterio: la sencillez que mantuvo en su afirmación como ser humano, y la naturalidad que ofreció en su perspectiva de creador. Seguro que la aflicción popular mostrada ante su muerte tenía mucho que ver con el primero de los aspectos, su presencia de vecino sin ínfulas, en una relación con la realidad urbana y con la realidad campesina que nunca pretendió hacer excepcional ni privilegiada, porque el mundo personal de Delibes careció de artificio y presunción, y el fulgor de su reconocimiento literario nunca lo cegó con la vanidad, fenómeno bastante habitual en el ámbito artístico. Lejos de transformarse en un personaje-espectáculo, como en ocasiones les sucede a algunos escritores, Delibes practicó desde el éxito esa difícil sencillez. Pero lo que lo convierte en uno de los escritores mayores de la lengua española es la peculiar naturalidad en su forma de expresión, a través de una obra que, adscrita al realismo y sin perder nunca la llaneza, ha conseguido presentar con extraordinaria perspicacia muchos ejemplos de la conducta humana, para cumplir la misión que solo puede llevar a cabo la verdadera literatura, que es la de desvelarnos lo profundo de nuestras actuaciones y comportamientos, la de ir relatando la historia de nuestro corazón. El propio Miguel Delibes ha señalado, en un lejano prólogo al primer tomo de sus Obras Completas (1963), deliciosamente autocrítico, que: "El artista que lo es de verdad dispone de un mundo personal e insobornable". En su caso, lo insobornable estuvo también en la manera como fue evolucionando, desde sus obras iniciales, hacia una mayor conciencia social, sin dejar de ofrecer nunca, con esa naturalidad que, insisto, era la esencia de su modo de expresarse, personajes complejos, pertenecientes a todo el abanico colectivo y sin preferencia de géneros ni de clases, alejados del tópico, y sin embargo perfectamente reconocibles en lo cotidiano. La importancia de Miguel Delibes no está en haber construido su obra iluminando los entresijos de determinado mundo provinciano y rural, sino en que, precisamente en la cercanía de la capital provinciana y de las aldeas perdidas, fue capaz de encontrar una imagen común, verosímil, generalizable, del ser humano: consiguió representar lo universal sin perder la visión de lo local, con una forma de escribir ausente de toda afectación, que con el paso de los años no solo lo enlaza con los más grandes escritores de la tradición narrativa en lengua española, sino que, también por esa implacable depuración que va realizando el tiempo, nos lo muestra como acuñador indiscutible de un estilo.
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