Holocaustos para todos
Habíamos estado presentando en Nueva York un libro de Marcel Cohen y cuando llegó el momento del coloquio un espectador levantó velozmente la mano. El libro de Cohen, que tiene la forma de una larga carta a su amigo Antonio Saura, es una memoria lacónica y estremecedora de una pérdida doble, la de la lengua judeoespañola que Cohen aprendió a hablar de niño y la de la comunidad sefardí de Salónica, de la que procedía su familia, y que fue virtualmente borrada del mapa por los nazis. El libro, en inglés y en judeoespañol -In Search of the Lost Ladino- lo había publicado en Jerusalén la diminuta editorial Ibis, que difunde por igual a autores judíos y palestinos, con una vocación más bien heroica de buscar lazos comunes en una época y en una tierra cada vez menos propensas a la concordia. Cuando yo vi a Marcel Cohen, después de haber leído el libro, que para mí tenía además la emoción del recuerdo de Antonio Saura, me acordé de ese dictamen de Buffon según el cual el estilo es el hombre. Marcel Cohen, como su escritura breve e intensa, tenía una presencia discreta, exquisitamente amable, de una inmediata cordialidad emocional contenida por el pudor. Era un hombre delgado, elegante, menudo, de rasgos muy óseos y piel muy morena. Cuando terminó de hablar miró al público y se inclinó ligeramente para aceptar la pregunta de aquel espectador tan lleno de impaciencia por intervenir que se movía en el asiento y seguía agitando la mano levantada como si temiera no haber sido visto, o que por algún motivo se le negara la palabra.
No basta con atestiguar el sufrimiento de los que pasaron por sus cárceles: hay que decir que lo que hubo en España fue un Gulag
La diferencia entre la historia y la ficción no parece que cuente mucho cuando lo que importa es el fervor de la militancia retrospectiva
-No sabe usted cómo le comprendo -dijo-. Soy catalán, y los catalanes también hemos sufrido un genocidio.
Aquel señor había estado escuchando la historia de la deportación en masa a Auschwitz de los judeoespañoles de Salónica y de lo fácil que es borrar un idioma mediante el procedimiento de asesinar a quienes lo hablan, y en su celo patriótico no había querido ser menos: lo que Hitler les hizo a los judíos de Salónica se lo hizo Franco a los catalanes y a su lengua. ¿Y quién iba a argumentar que la comparación era disparatada, o más exactamente obscena? Si uno levantaba la mano y sugería que Franco no había sido Hitler, y que el sufrimiento de los catalanes bajo su dictadura, con perdón, no podía calificarse de genocidio, ¿no estaría uno en el fondo justificando a Franco, sugiriendo que su dictadura en realidad no había sido tan terrible? Por no hablar de otro matiz algo más incómodo, porque tiene que ver con la sagrada integridad de las identidades colectivas, y con los campeonatos por la primacía del sufrimiento que se han puesto tan de moda: ¿sufrieron todos los catalanes por igual, o hubo algunos que apoyaron la dictadura y hasta se beneficiaron de ella, mientras otros eran fusilados, penaban en las cárceles o escapaban al exilio? ¿Y sufrieron más los catalanes que los de Jaén, o los de Murcia o Zaragoza, bien porque al ser más cultos tenían más sensibilidad, bien porque el tirano y sus secuaces se cebaban especialmente con ellos?
A nadie le gusta sufrir, ni ser perseguido, ni ser una de las víctimas sin nombre de un holocausto, pero cada vez está más de moda reclamarse confortablemente heredero del sufrimiento de otros, y si hace falta exagerarlo para sentirse más agraviado, más ennoblecido por la propia indignación. No sé ahora, pero no hace tantos años, cuando más crímenes cometían los terroristas en el País Vasco, sus valedores políticos denunciaban valerosamente el genocidio que al parecer estaba sufriendo su patria, Euskal Herria. Todos los que tuvimos la mala suerte de vivir durante la dictadura franquista y de despertarnos a la conciencia política y a la rebeldía en aquellos años ingratos sabemos lo despreciable y lo cruel que fue aquel régimen, y la saña con la que fueron perseguidos y muchas veces torturados quienes militaban contra él. Pero también sabemos que no era la Alemania de Hitler, ni la Unión Soviética de Stalin, ni siquiera la de Bréznev, ni la Rumania de Ceausescu, y que no fue igual la dictadura en el espanto de los primeros años de posguerra que en los sesenta.
Yo antes pensaba que eso era una evidencia. Ahora me doy cuenta de que puede interpretarse como un indicio de que en realidad mis credenciales antifranquistas son dudosas (hasta he leído por ahí que al ser hijo de pequeños campesinos soy un reaccionario: ya se sabe lo que no tuvo más remedio que hacer Stalin con esa clase retrógrada). Se ve que el franquismo tal como fue no provoca el grado necesario de indignación. No basta con atestiguar el sufrimiento de los que pasaron por sus cárceles: hay que decir que lo que hubo en España fue un Gulag. Un amigo bien intencionado, el escritor Noé Jitrik, me manda desde Buenos Aires uno de esos documentos que se difunden masivamente por Internet, una denuncia del "Holocausto franquista", que incluye la petición urgente de que se divulgue su contenido, al parecer hasta ahora sellado en España bajo el silencio, como si los últimos treinta y cinco años de libertad de expresión en mi país hubieran sido una farsa. Abro el documento y encuentro una serie de fotografías en blanco y negro, casi todas de cadáveres amontonados, una de ella de milicianos en una trinchera. Miro las fotos: algunas de ellas, de niños muertos durante un bombardeo, las intentó difundir por Europa el Gobierno republicano, con la esperanza siempre frustrada de conmover a los países democráticos que hubieran debido prestarle ayuda, o por lo menos no impedirle que se defendiera. Otra, de una explanada al sol llena de cadáveres de hombres, me resulta más exactamente familiar. Cualquiera que haya mirado por encima algún libro de historia la identificará: es una de las fotos de los patios del Cuartel de la Montaña, en Madrid, la tarde del 20 de julio de 1936. El suelo está lleno de muertos, pero sus ejecutores no han sido franquistas, sino miembros de las milicias populares que esa mañana asaltaron valerosamente el cuartel. En la confusión de la pelea muchos de los oficiales y soldados que se habían rendido fueron ejecutados a sangre fría. No es una interpretación: es un hecho histórico.
Pero la diferencia entre la historia y la ficción no parece que cuente mucho cuando lo que importa es el fervor de la militancia retrospectiva, la invención de una memoria apócrifa que pueda moldearse a la medida exacta del narcisismo. Miro la foto de los milicianos y me parece algo extraña. Quizás parecen todos demasiado bien alimentados, en aquella triste guerra de pobres: jóvenes, con sus fusiles, sus gorritos, sus monos azules, hombres y mujeres al unísono, el ideal guay del pasado no sexista. Y tanto. Habiendo tantas imágenes admirables de la Guerra Civil, esta foto, cuando me fijo bien, resulta ser un fotograma de una película, Tierra y Libertad, de Ken Loach. Es como ilustrar un informe sobre el Holocausto nazi con una foto de El niño del pijama de rayas.
Aunque ahora que lo pienso quizás El niño del pijama de rayas es una película más realista.
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