EL HOMBRE QUE REDISEÑÓ EL POP SE CONFIESA
"NO escucho música. Ya no me interesa. No tengo edad para esas cosas. ¿Realmente crees que una persona como yo puede emocionarse con un disco de Radiohead? Estaría enfermo o sería estúpido si después de los 25 me emocionara con un disco". Así de tajante se muestra Peter Saville, probablemente el creador de portadas de discos más relevante de la historia del pop, con respecto a su actual relación con el mundo de la música. Fumando sin parar e incapaz de decidir qué americana vestir para la sesión de fotos ("lo ideal sería encontrar una que me sirviera para la conferencia de esta tarde también"), Saville deambula por su minúscula habitación de hotel de diseño en formato zulo en Barcelona. Locuaz e hiperactivo, como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que fue una de las fuerzas vivas de la más locuaz, hiperactiva y romántica aventura musical de las últimas tres décadas, la del sello independiente Factory Records, el mancuniano se describe a través de su devenir profesional. "Dejé de hacer portadas porque el CD es una mierda y porque ya no encontraba en la música lo que una vez me dio. ¿Has visto 24 hour party people? Pues todo, todo, es verdad. Como comprenderás, pasado eso, es muy difícil excitarse con unos tipos como Radiohead".
Como un Andy Warhol en la Inglaterra thatcherista, Saville ayudó a redondear el ideario creativo del undergound de su época. Epígono del modernismo, de las apuestas tipográficas y del pantone más simple, el diseñador le dio a la generación Manchester una apariencia mucho más atractiva de la que realmente tenía. Sus obras para Joy Division o New Order representan, en ocasiones incluso más que la música, el estado de ánimo de la depresión posindustrial y la alienación de la juventud de la era del desmantelamiento liberal. Pop y éxtasis, mucho éxtasis. "Te cansas pronto de toda esa mierda. Es agotador. Ser amateur, alocado y libre cansa más que ser profesional. Cuando los Happy Mondays cambiaron de sello, todo aquello se fue a la mierda. Los que tenían fuertes ideales, como Wilson, siguieron a la suya. Las ratas, como yo, nos bajamos del barco. Quería pagar el alquiler", recuerda irónico el hombre que, tras deambular por varios estudios de diseño de Londres, ver agonizar Factory y darse de cabeza con la realidad, cayó en manos del diseñador de moda japonés Yamamoto. Y ya nada fue igual. Otra vez. "Aquella campaña primera, en la que no salía la ropa, es un hit entre lo moderno de la época, pero comercialmente fue un desastre. Los publicitarios de Yamamoto me odiaban. Ahí empezaron las tensiones. En la segunda, ya tuve que poner la ropa. En la tercera empecé a entender de qué iba esto de trabajar con clientes de moda. Unos mamones".
En los noventa, el diseñador entró en una crisis de la mediana edad que no abandonó hasta hace poco más de unos meses. "El diseño no es arte. Y los noventa fueron la era en la que todo era diseño. Y los diseñadores nos creíamos artistas importantes, pero sólo de puertas afuera. En el fondo, todos sabemos que no somos artistas y sufrimos un enorme complejo de inferioridad. Como somos unos ególatras, jamás admitiremos eso. A mí me costó 15 años descubrir la futilidad del diseño". Nada cómodo en una década que premiaba a diseñadores gráficos y dj's con el estatus de estrellas del rock, el mancuniano deambuló de estudio de diseño en estudio de diseño y de marca en marca. Con Stella McCartney confirmó todos sus malos augurios sobre la moda y con SmartCar o Pringles halló la paz necesaria para poder enfrentarse a la madurez de manera sosegada. "Pero llegar hasta ahí me costó un mundo. Antes tuve que quedarme sin blanca en Los Ángeles. Deambulando por la calle, bebiendo en los parques con los homeless. Ahí me di cuenta de que no puedes vivir tan lejos de donde naciste, incluso si naciste en un lugar como Manchester".
De la experiencia angelina surge la portada de Republic de New Order, una de sus obras más valiosas pero menos populares y sus primeras aportaciones creativas a su último gran fracaso profesional: Showstudio. Envalentonados por la promesa de un futuro digital, él y el fotógrafo Nick Knight montaron una suerte de galería de arte virtual que a la postre se convertiría en un bíblico fracaso comercial. "Y creativo", interrumpe Saville, siempre dispuesto a convertir sus pasos en falso en grandes titulares. "Pobre Nick. Creo que se quedó casi sin blanca. Yo, como soy una rata, salí económicamente intacto de eso".
Hoy Saville quiere crear arte. Pero no tiene prisa. Anhela algo único y especial. Un marco, un pedestal, algo que puedas tener en casa, rellenar tú mismo a tu gusto. "Arte en mayúsculas producido de manera industrial. En eso estoy. Y a Richard Hamilton le gustan mis ideas. Eso es lo mejor que me puede pasar".
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