Gutiérrez, que le veo
Un súbito e infundado miedo a los locos señala el final de la infancia. A partir de ahí, seguimos imitando cualquier estupidez que, por consenso, nos mole. En el colegio se aprende poco, pero la pauta conductual que tendremos que seguir toda la vida queda muy clara. Hace treinta años hacías el truco del perrito con el yoyó y ahora te tapas la boca para hablar por el móvil. Imitación, eso es todo. El sexo solo amplía un poco el patio.
¿Simple? Los rockeros somos así. Crápulas e indolentes, los hijos del siglo XX rechazamos óperas y enciclopedias para arrojarnos a los brazos de estupendos resúmenes mucho más prácticos y excitantes. La civilización del exceso demanda formatos reducidos, y desde el periodismo, la ciencia-ficción, el cómic, la literatura underground, el cine y el rock and roll se alumbra una manera de entender la cultura que se adapta como un guante a la comezón juvenil occidental.
Surge, en un punto equidistante entre la erudición y la ignorancia, un nuevo fenotipo: el joven intelectual. En sus manos (y esto es lo realmente interesante y novedoso) está quedarse en Bukowski o llegar a Dostoievski. Hartarse de reír con Sharpe o tirar de la cuerda hasta que salgan Saki o Dickens. Incluso interesarse por ese tal Darwin y su dichosa teoría al terminar alguna sobrada de Stanislav Lem.
Puedes mirar en los créditos de los discos de los Stones y conocer así a Willie Dixon, quien a su vez puede presentarte a Fats Waller. Al que, por cierto, Louis Armstrong rindió tributo en el memorable Satch plays Fats seis años antes de grabar el increíble Together for first time junto a Duke Ellington. Quien, si quieres, puede recomendarte unos cuantos compositores clásicos capaces de replantear tus prioridades.
Para el chaval que, con el ansia encendida y la voluntad inerte, sale del instituto sin más causa ni objeto que toda la tarde por delante, colegio y rock and roll describen trayectorias convergentes que acaban colisionando más o menos estrepitosamente. Que me lo digan a mí.
Siempre al acecho, constantemente necesitados de historias sobre las que soltar sus guitarrazos, los rockeros enseguida se dieron cuenta de las posibilidades que brindaba el binomio escuela-rock and roll y muchos corretearon por el patio con tino y fortuna.
Pero en clase siempre hay uno que hace las cosas mejor que nadie. Año 1976. Los Kinks, o lo que es lo mismo, Raymond Douglas Davies, publican Schoolboys in disgrace.
Concebido como una precuela de Preservation acts..., termina por emanciparse, y sus inteligentes y divertidas letras, los potentes riffs de guitarra y un privilegiado sentido de la melodía se conjuran en diez memorables canciones para poner patas arriba el sistema educativo británico. Su severidad encenderá ansias de venganza y propiciará el nacimiento del supervillano Mr. Flash, futuro azote de la humanidad.
Davies coqueteó con toda la grotesca imaginería que asociamos a los colegios ingleses. Disfraces, máscaras y actores acompañaron a la banda en un espectáculo teatral, rockero y vodevilesco que recorrió Europa y América a finales de los setenta, y entre cuyo público no puedo evitar imaginarme a un Roger Waters amontonando ladrillos para su muro al ritmo de la caja registradora de Money.
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