Delator de realidades
La vida como escritor de Ricardo Piglia comenzó en un momento más o menos preciso: en alguno de todos los días -o en cada uno de todos los días- que transcurrieron entre el mes de febrero y el jueves 3 de marzo de 1957. El error de paralaje puede corregirse pero en todo caso la huella primigenia de ese comienzo son unas líneas de su diario personal cuya primera entrada dice así: "3 de marzo de 1957 (Nos vamos pasado mañana.) Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión (...) Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez".
"Mi idea era que la novela sucediera durante la guerra, pero que la guerra no tuviera peso. En realidad, quería escribir la historia de mi primo"
"El pato no lo dibujé yo. Lo hizo el primo de mi mujer que es pintor. Ese es el nudo de la novela. Qué es ser parecido. Eso, y las falsas percepciones"
La vida como escritor de Ricardo Piglia comenzó -sin que él lo supiera- en el verano austral de ese año en que tuvo 16, cuando su padre, Pedro Piglia, médico, peronista, perseguido y encarcelado en tiempos de antiperonismo furibundo en la Argentina, decidió que era más seguro abandonar la casa donde habían vivido siempre en Adrogué, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y mudarse a un sitio donde pudieran inventarse un pasado u omitir, al menos, las partes difíciles. En esos años los kilómetros establecían también una distancia temporal, y los cuatrocientos que separaban a Buenos Aires de una ciudad de la costa atlántica llamada Mar del Plata parecían suficientes. De modo que en menos de un mes los integrantes de la familia Piglia -Pedro Piglia, Aída Renzi y sus dos hijos, Ricardo Emilio y Carlos- desmantelaron todo para empezar la vida en otra parte. El efecto colateral para uno de todos esos integrantes fue tan bueno como devastador: Ricardo, ese chico que apenas si cumplía con el colegio porque prefería frecuentar billares, bailes y partidos de fútbol, se quedó, de un día para otro, sin amigos, sin barrio, sin primos: sin mundo. Así, en una de las tardes de ese tiempo de yeso, en alguna de las habitaciones de la casa ya vacía, empezó a escribir, como defensa y como ataque, un diario -"3 de marzo de 1957: (Nos vamos pasado mañana.)"- y ese no fue el comienzo pero sí la huella primigenia de su vida como escritor.
Años más tarde, a fines de los sesenta, Ricardo Piglia viajó a Turín, la ciudad donde se suicidó Cesare Pavese, y descubrió que, después de anotar aquella línea final en su diario ("Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más"), Pavese había permanecido vivo una semana más. "El Diario terminaba ahí -escribiría Piglia en su cuento 'Un pez en el hielo' incluido en La invasión (Anagrama, 2006)-. Todo estaba decidido. Y sin embargo Pavese pasó una semana antes de matarse (...) Vivió todavía ocho días más, aunque para sí mismo ya era un muerto. El condenado. El muerto vivo. Cuánto tiempo puede sobrevivir, inmóvil, el pez en el hielo. Los ojos atentos a la blancura transparente; la inmovilidad total". Piglia es, hoy, uno de los escritores más prestigiosos de Latinoamérica, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, autor de tres libros de relatos, cinco de ensayos, una nouvelle y tres novelas, sin contar la esperadísima Blanco nocturno, que Anagrama publica en España, Chile, México y Argentina. Y todo eso es producto de muchas cosas -de las lecturas, de los amigos, de los bares, del cine, de las mujeres y hasta de sus gafas redondas y sus sacos de lana y su manera de achicar los ojos y adelantar el mentón o acercarlo al pecho cuando habla-, pero es también -¿quizás, seguramente?- producto de la espera fúnebre de aquellas semanas de 1957 en las que contempló todo desde la cáscara helada de su destino inevitable, cuando fue el pez en el hielo, haciendo las cosas como si las hiciera por última vez.
***
-Compré uvas. Están ricas. Servite.
El departamento no es la casa sino el estudio de Ricardo Piglia, un piso diez en Barrio Norte. Hay, sobre una mesa de madera, un plato de vidrio, vasos con agua, uvas. Son las dos y cuarto de la tarde. Piglia está sentado, de espaldas a una ventana detrás de la que crece un edificio que, probablemente, le quitará a esta sala algo de luz, o de privacidad, o de ambas cosas. Promedia, en Buenos Aires, el mes de agosto.
-Yo tengo una sensación muy fuerte de esos días, desde el momento en que tenemos la noticia de que nos vamos. El desarraigo fue terrible. Lo viví mal. Era muy fúnebre la situación.
El 5 de marzo de 1957 Ricardo Piglia, 16 años, trepó al camión de la mudanza e hizo el viaje hasta Mar del Plata sentado en un canasto de mimbre. "Viví ese viaje", escribiría, años después, en Prisión perpetua (Anagrama, 2007), "como un destierro (
...) no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido".
-Pero fue muy bueno irme. En Mar del Plata empecé a escribir mis primeros cuentos. Iba a un club donde había un bar que estaba abierto toda la noche, y al que iban los periodistas, la gente de la radio, del cineclub.
El club, curiosamente, se llamaba Ambos Mundos -hay hectáreas de estudios académicos y tesis que versan sobre la idea de la dualidad en la obra de Piglia- y allí aprendió (casi) todo gracias a un gringo que, como él, no tenía pasado. Se llamaba Steve Ratliff y fue quien le habló, por primera vez, de William Faulkner, de Henry James, de Scott Fitzgerald.
-Yo ya leía, pero sin método. Había tenido una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Y me acuerdo de la escena. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: "¿Estás leyendo algo?". Y yo había visto, en la vidriera de una librería, La peste, de Camus. Y le dije: "Sí. La peste, de Camus". Y me dijo: "Prestameló". Entonces compré el libro... me da vergüenza contar esto... pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera más usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer.
-Empezaste a leer por las mujeres.
-Claro. Ese es el sentido. Ahora siempre estoy arrugando un libro para no prestarlo tan flamante.
Después de trabajar un verano como cartero ("Mi padre, con una especie de mecanismo peronista, pensando que el trabajo hace bien, insistió en que tenía que trabajar. Y ahí andaba yo, repartiendo cartas. Duré un mes y medio") emprendió el viaje hacia la ciudad de La Plata, a sesenta kilómetros de la capital argentina, no para transformarse en escritor sino para estudiar historia. Terminó la carrera en cinco años y, durante todo ese tiempo, publicó ensayos y cuentos en revistas. En 1965 se mudó a Buenos Aires, donde un editor colosal de entonces, Jorge Álvarez, le ofreció trabajo como director de una colección de libros, clásicos y policiales.
-Editaba, escribía. Me las arreglaba. Cada tanto tenía que ir al banco de empeño. Llevaba una máquina de fotos y después conseguía la plata para rescatarla. Pero era una época en que había posibilidad de publicar. Nos reuníamos en los bares. Éramos los melancólicos floggers de la época, que iban ahí a hablar de Faulkner. Y de chicas.
En 1967 publicó su primer libro, La invasión, diez cuentos con temas, escenarios y personajes que atravesarían, después, toda su obra: la ficción histórica, el peronismo, el periodismo, el amor homosexual entre hombres bravos, las mujeres lesivas y, claro, la traición, presente -con diversos grados de toxicidad- en relatos como La honda, Mata-Hari 55, Las actas del juicio, Mi amigo.
-Lo que me atrae narrativamente de eso es la nueva luz que tira el momento de la traición. Vos estás viendo las cosas del color tal, y de pronto cambia y se convierte en otra cosa. La traición produce ese momento que es como un flash, sobre quiénes son los buenos, quiénes son aquellos en quienes se podía confiar.
En el relato que da título al libro aparece, por primera vez, Emilio Renzi, periodista y aspirante a escritor que funciona como su álter ego y que aparecerá en muchos relatos y en casi todas sus novelas. En 1975 publicó un libro de cuentos, Nombre falso. Un año más tarde comenzó en la Argentina la dictadura militar que terminaría en 1982 y Piglia escribió Respiración artificial, una novela que lo cambiaría todo.
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En los ensayos de El último lector (Anagrama, 2005), Piglia reproduce una carta de Kafka: "Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo". Piglia se refiere a ese pasaje como "la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una escritura perfecta".
-Respiración artificial la escribí aislado, en un departamento que daba sobre el Congreso. Los militares habían inventado un comité asesor, no sé qué. Ahí estaban, esos canallas. Y mi ventana daba justo ahí.
En la novela, que se publicó en 1980, Emilio Renzi investiga la historia de Enrique Ossorio -espía, secretario privado de Juan Manuel de Rosas- y para eso debe dar primero con la historia de su propio tío, Marcelo Maggi. El libro produjo un efecto inmediato. Todos vieron subterráneas alusiones a la dictadura, que se multiplicaron en el espíritu de los lectores asfixiados de la época, y Piglia devino un autor fundamental.
-El libro sintonizó con algo. De una manera completamente ajena, porque yo no tenía ninguna intención de decir: "Voy a escribir un libro sobre la dictadura". Yo, en realidad, quería escribir la historia de un tío mío.
En 1986 publicó los ensayos de Crítica y ficción. En 1988, la nouvelle Prisión perpetua. En 1992, la novela La ciudad ausente. En 1993, los ensayos de La Argentina en pedazos. En 1995, los relatos de Cuentos morales. En 1997, la novela Plata quemada, en medio de cierto escándalo (fue ganadora del Premio Planeta-Argentina, pero uno de los finalistas inició un juicio cuyo fallo sentenció que Piglia, "o más específicamente su obra, no debió postularse para la obtención del premio", pues "se encontraba vinculado contractualmente con la editora"). Le siguieron los ensayos de Formas breves en 1999, Diccionario de la novela de Macedonio Fernández, en 2000, y El último lector en 2005. De modo que, desde Plata quemada, Piglia no había vuelto a publicar una novela. Hasta ahora.
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Blanco nocturno fue mencionada por Piglia a lo largo de la última década en diversas entrevistas en las que, además de coquetear con la idea de dar a conocer el Diario que comenzó a escribir aquella tarde de 1957 y que no ha abandonado desde entonces, hacía referencia a esa novela que, decía a veces, transcurría en 1982, el año de la guerra de Malvinas o, decía otras, contaba la historia de Emilio Renzi que, sumido en una crisis y encerrado en una casa de Adrogué, releía sus diarios mientras iniciaba una relación con su vecina. Pero Blanco nocturno no es nada de todo eso sino la historia de un hombre y su familia, y no transcurre en 1982 sino en 1972, y su escenario no es el confín gélido del mundo sino un pueblo de la llanura bonaerense con madrugadas luminosas y tardes serenas: "La última luz de la tarde de marzo entraba cortada por las rejas de la ventana y afuera el campo tendido se disolvía, como si fuera de agua, en el atardecer".
-Nunca fue una novela sobre la guerra de Malvinas.
-Sí, no, mirá, mi idea era que la novela sucediera durante la guerra, pero que la guerra no tuviera peso. Y eso lo modifiqué, también. No me lleva tanto tiempo escribir las novelas. Si cuento todo el tiempo serán dos años. Pero la anécdota va cambiando mucho. Y yo, en realidad, quería escribir la historia de mi primo.
Blanco nocturno comienza con Tony Durán, un mulato nacido en Puerto Rico, que llega al pueblo tras los pasos de las gemelas Sofía y Ada Belladona a quienes ha conocido en un viaje por Estados Unidos. Durán se hospeda en un hotel, entabla una relación ambigua con otro extranjero, el japonés Yoshio, y desde entonces vive apenas tres meses y cuatro días más, porque lo matan. Entonces entran en escena el comisario Croce -con más intuición que método, en las antípodas de los detectives racionales del género policial- y Emilio Renzi, que llega como enviado del diario El Mundo para informar sobre el caso y queda prendado de una de las gemelas, Sofía, que, además de contarle la historia del pueblo en largas conversaciones envueltas en un clima muy Gatsby, lo pone al tanto de la historia disfuncional de su familia y de la de su hermano Luca, el personaje en torno al cual gira la novela, un hombre dispuesto a todo con tal de no perder la fábrica de autos que es su obsesión y su vida, y que termina conectado, de manera terrible, con la muerte de Durán.
-En realidad, Luca es mi primo. Él tenía una fábrica, y tuvo una crisis porque las cosas iban mal y su hermano pensó que lo mejor era tener una sociedad anónima. Un día Luca se encontró la fábrica en manos de desconocidos, y le dio una especie de ataque. Empezó a escribir sus sueños en las paredes de la fábrica. Encontró un libro de Jung, como en la novela, y ese libro le dio contenido a su delirio, que consistía en que él podía percibir lo que estaba por pasar si era capaz de leer sus sueños. Yo lo quería muchísimo. Murió hace dos años. Poco antes fui a verlo, hicimos un vídeo, fotos. En un momento pensé que iba a poner esas fotos en la novela, pero decidí que no. Yo quería contar esa historia, pero no como una historia familiar. Quería un tono más épico. Entonces aparecieron el portorriqueño, el crimen, las gemelas.
El portorriqueño, el crimen y las gemelas se entrelazan con la historia de Luca, atrincherado en su fábrica, y la novela, bañada de luces -la luz ambarina que tiñe los encuentros entre Sofía y Renzi; la luz amenazante y cegadora de la fábrica; la luz fantasmal que baña las conversaciones entre Renzi y Croce cuando el comisario pasa una temporada en el manicomio-, se entrelaza, a su vez, con las 42 notas al pie (que incluyen chistes malos -como la número 40, que reproduce un chiste clásico entre dos gauchos-, aclaraciones arbitrarias -como la número 38, que segura que cada vez que Sofía se tendía al sol las gallinas trataban de picotearle las pecas- y la única referencia a la guerra de Malvinas en sus casi 300 páginas) que arman un relato paralelo, autónomo.
-Lo que hice fue ir escribiéndolas aparte. Después elegí algunas arbitrariamente, jugando con la nota al pie como un relato que tiene cierta autonomía.
Pero, dice Piglia, la novela no es una novela policial -aunque tiene un comisario-, ni una novela familiar -aunque tiene una familia-, ni una novela campestre -aunque transcurre en el campo-. En la página 142, en la exacta mitad, el comisario Croce le dice a Renzi que le interesa mostrar que las cosas que parecen lo mismo son, en realidad, diferentes. Y, para eso, dibuja un pato que, si se mira de otra forma, es un conejo. Allí está, según Piglia, el núcleo de todo.
-El pato no lo dibujé yo. Lo hizo el primo de mi mujer que es pintor. Ese es el nudo de la novela. Hay un elemento endogámico en un pueblo, de expulsión de cualquier forastero que no tenga similitud con el universo en que se mueve. Me interesó eso, el juego de parecerse a algo. Qué es ser parecido. Qué quiere decir. Eso, y las falsas percepciones.
Las gemelas parecidas; los inocentes falsos; la luz de la traición que lo transforma todo; el apellido Belladona que refiere, entre otras cosas (¿a una conocida actriz porno, extrema?), a una planta de mitología inquietante que produce, en realidad, midriasis, una dilatación de las pupilas que genera un cambio en las percepciones de la luz.
-Pequeñas distorsiones en la percepción. Eso era el nudo secreto de la novela.
***
En una de las habitaciones de este apartamento hay cajas y, en las cajas, cuadernos de la marca Congreso con tapas de hule negro, los únicos que Piglia usa para escribir el Diario que empezó aquella tarde de marzo de 1957 y en el que ha volcado, desde entonces, 53 años de escritura permanente. Excepto por algunos fragmentos reproducidos en Prisión perpetua, y por un destello publicado en el número 10 de la revista Dossier que edita la Universidad Diego Portales, de Chile, no se conoce nada del contenido de esta obra de más de medio siglo.
-Yo creo que lo voy a publicar. No dejarlo como libro póstumo, ¿no? En un momento pensé que sería bueno publicarlo bajo la forma de series. La serie de los encuentros en los bares, la serie de las cenas con amigos.
En el Diario, la escritura manuscrita alterna palabras bien dibujadas con otras un tanto rotas. Piglia usa tinta azul, o al menos la usó a veces. Entre las páginas amarillas guarda -¿guardaba?- papeles con anotaciones: cuentas, garabatos, listas de tareas pendientes de las que empiezan con frases como ir a tal parte o comprar tal cosa. Los cuadernos de tapas de hule negro marca Congreso se consiguen en una sola librería de Buenos Aires, en el barrio de La Boca.
-¿Y cuando se terminen los cuadernos en esa librería?
-Imaginate. Cuando se terminen no escribo más. Pero no el diario: nada más. Sería buenísimo, ¿no? Se terminan los cuadernos y se termina todo.
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