Apariencias
Traigo noticias: ni la memoria garantiza el recuerdo, ni los archivos y el documento son un modo radical de enfrentar la realidad, ni las telas africanas son africanas, ni esa China que compra como loca nuestra deuda es una democracia. Todo es apariencia, así que hay que empezar de nuevo el relato: desde el principio.
Que andamos perdidos entre las apariencias parece obvio y es en parte la causa de esa obsesión por el archivo que historiadores del arte y artistas han tomado como filón para su autocomplacencia. Bien es cierto que cuando algo se pone de moda se pone pesadísimo, pero la cuestión del archivo ligado a la memoria y todo el resto de lugares comunes han conseguido banalizar a través de algunas imágenes sobresaturadas un territorio que no era banal de partida. Además, esa idea del archivo no es sino cierta pasión loca por ordenar el mundo que recuerda peligrosamente al proyecto ilustrado en su regusto a Enciclopedia. Por este motivo sería higiénico diseñar cierto "arte del olvido" -contrapuesto al obsesivo "arte de la memoria"- que, pese a ser impopular, está cada vez en la mente de todos. No hay más que pensar en el cuento borgeano: somos conscientes de que hemos olvidado al recordar.
Algunos de estos conflictos son, entre otros, los que plantea en su último y refinado trabajo Andreas Huyssen, uno de los más lúcidos teóricos ligados a la revista October y muy conocido por sus aportaciones sobre la posmodernidad en la década de los noventa. En Modernismo después de la posmodernidad (Gedisa, 2011) Huyssen regresa, en un conjunto de artículos organizados en dos grandes bloques, a algunos de sus temas y autores favoritos, desde Benjamin a Rilke o Kafka, y elabora un recorrido sobre las narrativas "más allá de las fronteras" y la memoria histórica, tema que aborda desde la imposibilidad de ceñirla a un caso particular, dado que trasciende ejemplos concretos y mezcla traumas y duelos. Tal vez existe una imposibilidad de relatar -o de hacerlo como se hacía tiempo atrás- que proponen las páginas del volumen, donde se va diseñando la necesidad para una narrativa otra que se resume en Las miniaturas modernistas, un maravilloso artículo que empieza con el silencio imprescindible como anuncio de nuevas formas de contar, las que han llegado también a artistas como Doris Salcedo, de la cual habla un brillante artículo del libro donde se regresa al problema de la memoria como recurso mucho más que retórico.
Son estrategias hasta cierto punto semejantes a la de Shonibare en las Salas de la Comunidad de Madrid, en Alcalá 31, de la mano de Octavio Zaya. En Cannonball Heaven, obra específica para Madrid, el artista piensa en la futilidad de la guerra, a la cual se acerca con su humor ácido y a través de las típicas figuras descabezadas y de un cañón que dispara balas que son pelotas hechas de telas africanas, las que Shonibare utiliza para poner las reglas coloniales patas arriba. Porque esas telas no son al fin africanas, sino batik indonesio copiado por los holandeses y exportado a África, que después de la modernización del continente acaba por ser fabricado en Europa -él mismo las compra en el multicultural Brixton Market de Londres-. Ahora las producen en China, comenta Kobena Mercer en la entrevista del catálogo, y se pregunta por las nuevas posibles relaciones "coloniales": a África, responde Shonibare, le gusta hacer tratos con China porque no hay fantasmas paternalistas, sólo negocio. Sí, quizás eso es lo que interesa a China, pero sus artistas -y el desaparecido disidente Ai Weiwei es un buen ejemplo- luchan por llevar un paso más allá la lucha contra los censores que, como ocurre siempre en las dictaduras, dicen que nada de política: sólo negocios.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.