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Reportaje:OPINIÓN

Hacia un nuevo capitalismo

La crisis mundial no marcará en 2009 el final de ciclo del actual sistema económico, pero será la causa de las importantes reformas que deberá afrontar la economía de libre mercado

Timothy Garton Ash

Qué queremos que surja de la mayor crisis que ha visto el capitalismo en 70 años? Si tuviera que responder con una sola frase, diría que unos modelos nuevos para una economía de mercado social y sostenible. Y eso exige que cambiemos nosotros, además de los Estados.

El capitalismo no acabará en 2009 como acabó el comunismo en 1989. Está demasiado arraigado y es demasiado variado y demasiado adaptable para sufrir una muerte tan brusca. Existen hoy en el mundo muchas más variedades de capitalismo que las que hubo en su día de comunismo, y esa diversidad es uno de sus puntos fuertes. El arco iris va desde el salvaje oeste hasta el salvaje oriente, y abarca grandes variantes nacionales de la economía de mercado, como China, que los puristas dirían que no son capitalismo en absoluto. Por consiguiente, algunas versiones del capitalismo capearán el temporal; otras quedarán en ruinas o, al menos, sufrirán reformas sustanciales.

Existen hoy en el mundo más variedades de capitalismo que las que hubo en su día de comunismo
Algunos banqueros deberían arrostrar consecuencias legales personales por su insensatez y su egoísmo

A esta última categoría parece pertenecer una versión "neoliberal" extrema de la economía de libre mercado, caracterizada no sólo por la amplia desregulación y privatización, sino también por un espíritu de avaricia digno de Gordon Gekko, y que sólo se practica plenamente en algunas áreas de las economías anglosajonas y poscomunistas. Pero ¿qué pasaría con una versión modernizada y reformada de lo que los pensadores alemanes de posguerra llamaron la "economía social de mercado"? Una economía de libre mercado, sin ninguna duda, pero que exige que el Estado proporcione un firme marco legal y regulador para la empresa privada; la participación de los accionistas, pero también de los afectados por las decisiones; un intento de equilibrar los intereses inmediatos y las consideraciones a largo plazo a la hora de tomar decisiones económicas; el compromiso nacional de que haya un mínimo social para todos los ciudadanos, y un sólido espíritu moral entre quienes se dedican a los negocios. Eso debe combinarse con las demandas del siglo XXI de sostenibilidad ecológica ante el cambio climático y sostenibilidad ética ante la pobreza mundial. Una tarea difícil, no hay duda.

Hay que tener en cuenta asimismo el equilibrio entre los niveles nacionales e internacionales de regulación y gobierno. Mervyn King, el gobernador del Banco de Inglaterra, ha dicho que los grandes bancos privados actuales son globales en la vida pero nacionales en la muerte. Cuando llega el momento de rescatarlos, es el Gobierno nacional más directamente relacionado el que toma la iniciativa. Y eso significa que pagamos la factura los contribuyentes nacionales.

Sin embargo, toda esa historia de Estados y sistemas no es más que la mitad de la cuestión. Lo que nos metió en el lío actual fue el comportamiento de unos seres humanos concretos, y es el comportamiento de los seres humanos lo que tiene que cambiar, además de la estructuración de los sistemas. Es algo evidente, sobre todo, en el caso de los banqueros, pero no debemos creer que se limita sólo a ellos. La conducta de los banqueros que nos arrojaron al lodo -no todos los banqueros, desde luego, pero sí unos cuantos- quizá no fue ilegal, pero fue egoísta, irresponsable e inmoral. Año tras año, obtenían enormes beneficios personales a partir de unos activos cuya verdadera naturaleza y cuyas perspectivas no comprendían o ignoraban llenos de cinismo. Justificaban sus sueldos y sus primas, desproporcionados para las sumas que casi todo el resto de la gente ganaba en las sociedades a su alrededor, porque estaban "relacionados con el rendimiento", pero ese "rendimiento" se medía con indicadores insuficientes y a lo largo de un plazo demasiado breve. La remuneración de los altos cargos se basaba en la necesidad de marcar unos puntos de referencia competitivos con los rivales, y se oía a algún jefazo quejarse de que otro estaba ganando seis millones de euros al año cuando él sólo ganaba cinco. Y salían tan felices de sus bancos.

"La City se ha portado muy bien conmigo", era el eufemismo típicamente inglés con el que definían ese barroco proceso de enriquecimiento. Como ya había ocurrido en otras cosas, los novelistas (como Tom Wolfe) y los cineastas (como Oliver Stone con su Wall Street, protagonizada por el personaje de Gordon Gekko) se adelantaron a economistas y politólogos en el diagnóstico del problema.

La justificación clásica de por qué los capitalistas ganan tanto dinero es el riesgo que corren, pero en este caso ni siquiera corrieron el riesgo. Fuimos nosotros. Cuando estalló la burbuja, nosotros, los contribuyentes, tuvimos que hacernos cargo de la factura, y tanto nosotros como nuestros hijos seguiremos pagándola durante décadas. Cerca de donde vivo, en Oxford, se han restaurado unas enormes mansiones victorianas para utilizarlas como viviendas unifamiliares, con todo lujo de detalles y sin reparar en gastos. Hace un año contemplaba las mansiones con ironía y asombro, pero también pensando ingenuamente que sus nuevos propietarios se habían ganado ese estilo de vida neoaristocrático. Ahora, las miro casi con ira.

Un amigo que ha dedicado toda su vida a estudiar las economías más pobres del mundo dice que esos banqueros deberían arrostrar consecuencias legales personales por su insensatez y su egoísmo. Sugiere que se cree un delito de banquicidio, comparable al de homicidio en el sentido de que no sería necesario probar que hubo mala intención previa. Una idea maravillosa, pero que no me parece práctica ni, en realidad, deseable, porque significaría violar el principio legal fundamental de que una cosa es un delito sólo si era ilegal en el momento de hacerla. Ahora bien, sí creo que los que son directamente responsables, como sir Fred Goodwin del Royal Bank of Scotland, deberían devolver parte de sus ganancias personales desmesuradas e inmerecidas. Y otros deberían devolver a la sociedad, aunque sólo sea en forma de filantropía, más de lo que, en definitiva, le han quitado.

Pero no podemos echarles la culpa de todo. Cada británico o estadounidense corriente que se gastó un dinero que no tenía, alentado por los altísimos precios de la vivienda, la laxitud de los préstamos hipotecarios y la publicidad seductiva, tiene parte de responsabilidad. Como también la tienen, aunque parezca extraño, los superfrugales chinos, cuyos enormes ahorros se reciclaron para permitir -e incluso estimular de forma indirecta- el despilfarro occidental.

Hace más de 30 años, Daniel Bell examinó en su libro Cultural contradictions of capitalism la paradoja de que el dinamismo del capitalismo depende de que los individuos vivan con arreglo a unos valores ligeramente distintos en sus facetas personales de productores y consumidores. Tomó prestado el famoso argumento de Max Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, y lo amplió para sugerir que la faceta productiva se basa en que las personas se rijan por valores como el esfuerzo, la puntualidad, la disciplina y la voluntad de aceptar una gratificación aplazada. En cambio, la faceta consumidora se basa en que sean expansivas y dadas a permitirse caprichos, buscar el placer y vivir el momento. A eso hay que añadir la nueva tensión de que el planeta no puede sostener a más de 6.000 millones de personas que aumentan sin cesar unos niveles de vida obtenidos gracias a los métodos de producción y consumo utilizados hasta ahora. Y para complicar aún más las cosas está el argumento moral de que los ricos del mundo no tienen derecho a negar a los pobres una vida material mejor, que de todas formas no sería más que una fracción de la que disfrutamos nosotros.

Lo que todo eso produce no es sólo un interrogante estructural, sino un reto personal para cada uno de nosotros. Un reto que consiste en encontrar un nuevo equilibrio en nuestras dobles vidas como productores y consumidores y, al mismo tiempo, contribuir de forma consciente a una serie más amplia de nuevos equilibrios internacionales entre economía y medioambiente, un oriente superahorrador y un occidente supergastador, un norte rico y un sur pobre. A eso me refiero también cuando hablo de una economía social de mercado que sea sostenible.

www.timothygartonash.com Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Wall Street, corazón financiero de Nueva York, en el sur de Manhattan.
Wall Street, corazón financiero de Nueva York, en el sur de Manhattan.REUTERS

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