Tierra de héroes
"¡Ya lo tengo!". Lo pensé mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, en el cruce de Broadway con el bulevar Duke Ellington. "Qué maravilla: siento que en el acto común de pasear homenajeo a diario a este hombre sagrado de la música". Uno debería ser feliz por esas cosas. "¡Lo tengo!", pensé con los ojos cerrados; cerrados porque a mi lado esperaba también un vecino que a diario pasea a su loro en el hombro. Mi mente trataba de encontrar respuestas al dichoso misterio: ¿por qué una cultura cuyo magnetismo nos cautiva desde niños nace de un mundo tan ajeno al nuestro? América proyecta el espejismo de familiaridad. Con los ojos cerrados por el probable ataque del hermano loro pensé que los seres de esta tierra poseen una mezcla única de grandeza física e impudor sentimental. No hay piel sino caparazón, ellos son su propia casa y andan protegiéndose de la dureza de la distancia y la soledad desde niños. Como observábamos un amigo y yo viendo pasar mujeres en el parque de Washington Square una tarde de julio: "Hasta las mujeres pequeñas son grandes". No hay americano pequeño. Ni Mickey Rooney ni Danny De Vito. Todos llevan dentro un gigante a punto de estallar. Incluso aquella diminuta ascensorista, Shirley McLaine, que enamoró al mundo por su encantadora fragilidad, es bisóntica. Pero dentro de todo caparazón hay un ser vivo de vulnerabilidad melosa. Ahí reside su impudor sentimental. Con la fuerza del caparazón construyeron puentes, metros bajo el agua, ciudades en terrenos salvajes; con el interior invertebrado y sentimental crearon una ficción para contar la épica del país. No hay americano que subido a un púlpito no hinche el pecho para nombrar a su familia, a su mujer, a Dios o a su patria. Impudor sentimental bajo un caparazón, ése es el secreto de una ficción que han convertido en épica universal. La prueba está en cualquier esquina, en la revista Vanity Fair, desde la que sonríe Jackie Onassis, esa mujer que sin ser bella lo parecía. La facilidad que tienen para convertir en cultura popular el pasado reciente es milagrosa: la cara de Obama se ha iconografiado mucho antes de que le ocurriera a la de Kennedy. Como el rostro de Michael Jackson, que a su iconografía anterior ha sumado la de mártir nacional. No son personajes históricos, y sin embargo la insaciable máquina de la cultura popular engulle. En las marquesinas se anuncia la nueva película de Matt Damon, The Informant, basada, cómo no, en hechos reales. No inventan nada, son maestros en copiar la realidad y convertirla en una fábula. Entro en el cine y veo Julie and Julia, con Meryl Streep haciendo de Julia Child, una excéntrica señora que presentaba un popularísimo programa de cocina. Julia Child, muerta hace tan sólo cinco años, es vista ya por el público como una Mary Poppins de los fogones. Pienso en la improbabilidad de que en España se rodara una película sobre Simone Ortega. No por falta de interés sino por ese pudor que nos impide transformar en ficción sentimental lo real. Pero no hay que entender que el impudor deriva sólo en lo sentimentaloide, en absoluto, hay una parte noble en ese rasgo americano: en el discurso que el presidente Obama ofreció a los estudiantes en un instituto de Virginia no escatimaba el componente emocional. ¿Se imaginan a un político español dirigiéndose de manera tan solemne a unos escolares?, ¿se imaginan que en vez de halagarles campechanamente los mirara a los ojos y apelara al esfuerzo y al espíritu de superación? Ha sido tan brutal el ataque de ciertos republicanos contra esa visita escolar de Obama que cuando se haga una película sobre él (en menos de diez años), dicho discurso será uno de los momentos emotivos de la historia. De vuelta a casa nos sumergimos en un documental televisivo que celebra (?) los cuarenta años del crimen múltiple liderado por Charles Manson. La narración es tan veraz que el apuñalamiento de la embarazada Sharon Tate nos hiela la sangre como si hubiera ocurrido ayer. Y aunque sabemos que, como dijo Lubitsch, la comedia es tragedia más tiempo, revivir este brutal asesinato nos hace considerar (una vez más) como un idiota al idiota de Marilyn Manson, que escogió como apellido artístico el de un criminal. Me voy a la cama con el reportaje sobre Jackie O. Mi teoría se confirma. Recién asesinado el presidente Kennedy, sus hermanos y su viuda llamaron a un biógrafo, William Manchester, para que narrara el asesinato. Ya que se había convertido en héroe, pensaron, preferían controlar la narración épica. El reportaje narra los sufrimientos del pobre escritor ante la voracidad de los Kennedy. La siguiente vuelta de tuerca, imagino, será convertir a Manchester en víctima de los insaciables Kennedy, en antihéroe cinematográfico, lo cual también gusta. Una peripecia periodística aderezada con el necesario toque sentimental: el individuo que se deja la vida y el calor de su familia en su lucha por la verdad. Eso sí, no olvidemos que esto es América, la tierra en la que el individuo siempre gana. Si no le dan la razón los hombres se la dará la historia. El caso es que el espectador, que es Dios en este país de los cuentos, se vaya contento a casa. Por eso hay películas tan buenas y otras tan embarazosas.
Es milagrosa la facilidad que tiene EE UU para convertir en cultura popular el pasado reciente
Los seres de esta tierra poseen una mezcla única de grandeza física e impudor sentimental
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