Anda, dales un beso
Somos una de esas parejas que un sábado por la noche recorren la ciudad de punta a punta llevando en la mano una botella de vino. En metro, en taxi o, como dicen las revistas del corazón, conduciendo su propio coche, somos una de esas parejas de cualquier ciudad occidental que han sido invitados a casa de unos amigos a cenar. Una pareja que se cruza con otras miles de parejas que, sujetando la botella de vino como si fuera una brújula, van oliendo ella a perfume y él a loción sin saber si les apetece verdaderamente el plan, acordando los temas que será mejor no tratar, reconviniéndole él a ella por anticipado, porque ella, una vez que se ha tomado tres copas, se apalanca en los sofases de la gente y no hay manera humana de arrastrarla de vuelta a casa. Somos una de esos millones de parejas, heteros o gays, que con el ánimo un tanto reticente dejan que sea la botella la que les guíe hasta la puerta de los amigos. Los amigos, sólo conocidos en este caso, son una pareja de tantas que viven en la zona más progre de Nueva York, el Upper West, y hacen honor a dicha progresía siendo tan progres como el que más, que es lo mismo que decir: judíos no practicantes, hundidos en el remordimiento por la situación en Oriente Medio, leídos, psicoanalizados y con una cocina empapelada con dibujos horribles de la niña que la visita contempla como si asistiera a una exposición de Bacon. Tras la exposición, nos asomamos al cuarto de la artista. La niña, una chinita de ocho años, tiene la cara pegada al ordenador, y cuando la madre se acerca con cuidado para susurrarle que ha llegado la visita y que se levante a darnos el beso preceptivo, la niña se revuelve. El padre reconviene a la madre, le dice: como se lo mandes así, no quiere. Entonces, el padre, pronunciando todo el abanico de dulces palabras americanas, le dice que estos amigos, nosotros, hemos venido desde el otro lado del mundo sólo para conocerla. A la niña le asalta un momento de curiosidad y alza la vista para ver si vamos vestidos de alienígenas y, al comprobar que somos como cualquier idiota un sábado por la noche con una botella de vino en la mano, vuelve los ojos a su mundo virtual. Todos acordamos que la hemos pillado en un mal momento y nos vamos al salón. Nos volvemos a ver a esa preciosidad hasta que el padre nos comunica que tenemos que subir los pies al sofá, porque la niña, a la que no quisieron arrebatar esa cultura china que abandonó cuando tenía seis meses, nos va a agasajar con una danza de no sé qué región de su país de origen que ha aprendido en su colegio laico del Upper West. El padre pone la música y la niña aparece vestida de oriental de Chinatown. Trae una especie de sable en la mano y lo hace bailar por los aires con una cara enigmática. Cuando se nos acerca nos replegamos aún más en el sofá porque el gesto de la niña (puede que forme parte de la danza) es vengativo y demoniaco. Aplaudimos. La niña se va. Y aunque interiormente suspiramos de alivio, no dejamos de comentar que es una suerte que la niña no pierda su identidad y que el chino es el idioma del futuro. Lo extraordinario es que esta misma escena se repite idéntica, sea la niña adoptada o no, qué importa, en ciudades de medio mundo los sábados por la noche. Lo mismo. Padres que les ruegan a sus hijos que besen a las visitas e hijos que no están por la labor; de fondo, una pareja que, con los abrigos puestos y la botella en la mano de uno de los dos, se queda planchada, ahí, como dos gilipollas, rechazados una vez más por un mocoso o mocosa, cuyos sentimientos, al parecer, son sagrados. De vuelta a casa, con la botella ahora entre pecho y espalda, esgrimen teorías. Ahí va una: la niña del exorcista fue una precursora. Aunque la historia fuera adornada con un argumento diabólico, la película trata, simplemente, de una pequeña dictadorzuela que, a poco que se le lleve la contraria, echa espuma por la boca y se le ponen los ojos ensangrentados. Personalmente, no lo veo tan despegado de la realidad. Seguimos teorizando; teorizar es generalizar, claro: en el cine anterior a los setenta eran los adultos los que asustaban a los niños, ahora son los niños los que asustan a los padres. Niños poseídos y padres acojonados. Una metáfora que define a las mil maravillas la realidad: niños malcriados y padres acojonados (el adjetivo de los padres no cambia). Ah, y visitas que al entrar en la habitación de los monstruos se sienten amenazadas, como el exorcista en aquella película que es para mí tan definitoria de su época como lo fuera El proceso de Kafka en su tiempo. Recapitulando, recordamos todas aquellas visitas a las que nos vimos obligados a dar besos cuando éramos chicos. Viejas con pelillos en la barbilla y verrugas en el bigote, abuelos malolientes, tías agobiantes. ¿Alguien nos preguntó por nuestros sentimientos? Para nada, se daba por hecho que los sentimientos son algo íntimo, y la educación, algo externo. Ay, somos de otro siglo. Del siglo que parió a la niña del exorcista. Particularmente, la encuentro más graciosa que muchas otras niñas que conozco. Aquélla, cuando no quería dar un beso al cura, en vez de mover la cabeza de un lado a otro, la giraba en su totalidad. Tenía su chiste.
Una metáfora que define a las mil maravillas la realidad: niños malcriados y padres acojonados
¿Alguien preguntó por nuestros sentimientos? Para nada. Se daba por hecho que los sentimientos son algo íntimo
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