Un poco de empatía, por favor
No sólo el fondo, también las formas son importantes. Las medidas de ajuste aprobadas por el Parlamento han venido acompañadas, a la vista del descontento social, de un improvisado discurso en el que no sólo se arguye que la reducción del déficit es inevitable, lo cual es cierto, sino que introducen argumentos más discutibles. ¿Cómo creer que la medida de congelación de las pensiones no es perjudicial? ¿Cómo manifestar sin matices que la reducción del sueldo de los funcionarios es un mal menor? ¿Cómo defender que el conjunto de las medidas de ajuste no va a influir a la baja en el crecimiento a corto plazo? Un vistazo a las previsiones de crecimiento configura otra realidad.
Los parados, que ciertamente se encuentran en mucha peor situación que los funcionarios, estaban ahí antes de que se adoptaran las decisiones de ajuste. La congelación de los sueldos de estos últimos podía haberse adoptado como medida, como mínimo, un año antes. Pero no se hizo. Como tampoco se decidió aumentar la edad de jubilación de forma progresiva. El ajuste en cantidades (y no en salarios o en horas trabajadas) que se venía observando en el mercado de trabajo exigía otras medidas que todavía no se han materializado. Las políticas (todavía incompletas) se propusieron cuando Europa dijo basta, el coste de los intereses de la deuda soberana era insufrible y cuando al presidente Obama le preocupó la revalorización del dólar frente al euro.
Los sacrificios que se están imponiendo ahora no están bien repartidos
La sanidad, la justicia, la educación,... están en manos de personas con contratos permanentes. ¿Realmente cree el Gobierno que bajarles el sueldo no es importante porque disfrutan del beneficio de la seguridad en el puesto? ¿Se han olvidado del ejemplo de las maestras de Islandia consideradas como fundamentales para el bienestar y el progreso colectivo del país? En fin, vayamos a otras cuestiones.
Los economistas distinguimos entre medidas que favorecen a muchas personas y son soportadas por pocas, de las que se pagan entre una gran mayoría y redundan en beneficio de unos pocos. No todas se pueden poner en práctica con la misma facilidad. Es cierto que, en el caso que nos ocupa, el ajuste fiscal era necesario aunque haya discusión sobre el sí "ahora" y en qué cuantía. Pero, tal y como se ha llevado a cabo, habrá que reconocer que el coste lo soportan sólo una minoría y que no estaría de más que el sector público propiciara el análisis pormenorizado de quiénes son los grupos que han ganado con este desaguisado. La enorme pérdida de riqueza de muchos, fundamentalmente los ahorradores, no viene sola. Hay, también, agentes ganadores. ¿Dónde están? ¿Quiénes son? ¿Se ha calculado cuánto sería necesario gravar las transacciones financieras y bursátiles para poder ayudar a reducir el endeudamiento y el déficit? ¿Realmente quiere alguien luchar contra el fraude?
Se argumenta continuamente que los mercados financieros precisan una señal clara de credibilidad de las políticas de ajuste. Y es verdad. Pero lo que también es cierto es que lo que estos mercados están consiguiendo no tiene nada que ver con la eficiencia, ni con el crecimiento económico, ni con el bienestar social. Todos sabemos que los mercados, bajo ciertas circunstancias, generan efectos benéficos para el funcionamiento de la economía. El problema estriba en que, en el caso que nos ocupa, este resultado no se ha producido. Bien al contrario. Los mercados financieros y bursátiles ni son competitivos, ni existe información completa, y obviamente han gestionado mal el riesgo. De ahí que yerren a menudo y hayan errado mucho. La razón fundamental por la que los ciudadanos decidimos tener un sector público eficaz es para evitar que los errores y fracasos de los mercados no nos conduzcan a ineficiencias ni a inequidades. Pues bien, esta crisis constituye un ejemplo paradigmático de fracaso de los mercados y del sector público. Y hete aquí que, para evitar males mayores, hay que actuar no en contra de los que han generado el desastre sino sobre las partidas del presupuesto que son más fácilmente controlables. Ya sé que el capital financiero es mucho más móvil que el capital humano y físico y que esto condiciona ciertas medidas pero también sé que esto no impide luchar por soluciones que controlen sus desmanes. Soy consciente, también, de que esta segunda oleada de la crisis no era previsible hace un año, cuando se abogaba por mantener las medidas fiscales expansivas. Pero, aún así, es indudable que sí se sabía, entre otras cosas, que la reforma del mercado laboral era inevitable, que era imprescindible revisar los pilares del estado de bienestar, que el sector financiero necesitaba de una regulación eficaz, y que precisábamos de un cambio de modelo productivo. Creo que los ciudadanos estamos dispuestos a asumir sacrificios en aras a un futuro mejor para todos pero nos gustaría que se reconociera que los que se están imponiendo ahora no están bien repartidos porque sigue habiendo personas y grupos que van de ganadores. Un poco de empatía con los parados, jóvenes sin empleo, pensionistas, ahorradores, funcionarios, tampoco es pedir demasiado. Y, francamente, se está echando en falta. La empatía es gratis y, sin embargo, ayuda a soportar la crudeza de los ajustes.
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