La caja de los truenos
Impresiona comprobar las furias que ha desatado el "Manifiesto por la lengua común", presentado hace un par de semanas por Fernando Savater y otros conocidos intelectuales. El manifiesto "va contra las personas que somos bilingües", sostiene Suso de Toro; más aún, va "contra España", sentencia Albert Branchadell. Las actitudes más extendidas han sido, con todo, la caricaturización (un manifiesto "en defensa del español", ¡como si estuviera amenazado!) y el rechazo partidista (puesto que se han apuntado a su defensa partidos y medios de comunicación con los que no comulgo en absoluto, no me hace falta leerlo para saber que estoy ¡radicalmente en contra!).
De lo que verdaderamente va el manifiesto es sobre política lingüística: sobre qué razones han de ordenar la política lingüística en las comunidades españolas con una lengua co-oficial. Esto es, sobre qué límites debería tener la política lingüística ya existente en esas comunidades. Abre, pues, la caja de los truenos.
Hay que ir al equilibrio más justo entre derechos de los bilingües y los de los monolingües castellanos
Aquí y ahora, la cuestión lingüística es extremadamente delicada. Los marcadores clásicos de identidad colectiva, nacional, como "religión" o "raza" están claramente devaluados; los diferenciadores que actualmente gozan de predicamento hablan de "etni", "cultura", pero en lo que éstas se concretan sustancialmente es en la "lengua propia". Ésa es la cuestión: que hoy en día es la lengua -el euskera, el catalán, el gallego- el principal valor de identificación cultural, el símbolo fundamental de pertenencia. Por supuesto que además de este valor expresivo, las lenguas tienen un valor instrumental: el de servir de medio de comunicación, como hace el castellano en todo el territorio español. Pero ese valor no calienta, ay, los corazones de la misma manera que el caldero identitario... Rosa Montero afirmaba ayer que "las lenguas son sustancias radioactivas" y que el manifiesto hiere, en último término, sensibilidades nacionalistas. No me cabe duda de ello.
El euskera es mi lengua materna y la lengua en la que se desarrolla gran parte de mi vida diaria. Desde luego, me parece bien que se fomente y que se dé todo tipo de facilidades a la gente que quiere sumarse a aprenderlo, usarlo, enriquecerlo. Ahora bien, el fervor defensivo no nos ha de nublar la mente, si tenemos claro un principio básico -que los derechos son de los individuos, no de las lenguas-, y queremos buscar el equilibrio más justo posible entre los derechos de los ciudadanos bilingües y los de los monolingües castellanos. Porque la realidad es que es imposible satisfacer plenamente los derechos de ambos: los derechos lingüísticos de los ciudadanos bilingües a ser atendidos públicamente en euskera suponen la obligación de los monolingües a aprender la lengua. El convertir el euskera en lengua vehicular única de la educación, así como en requisito fundamental de un número creciente de puestos de trabajo, llevará a que en una o dos generaciones prácticamente toda la ciudadanía vasca sea bilingüe (otra cosa es que utilice de facto el euskera en su vida cotidiana).
Ello no ocurrirá sin cometer múltiples injusticias personales en el camino. Sin conculcar los derechos de los monolingües castellanos. ¿Acaso no sabemos esto? El manifiesto es útil, por tanto, desde el momento en que abre este debate e invita a contrastar las mejores razones a favor y en contra de las políticas lingüísticas existentes.
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