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Columna
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Nacemos mediterráneos

La cultura judeocristiana nos dejó, entre otras cosas -algunas buenas, hay que reconocerlo, aunque duela-, la dicotomía. Esa obligación de elegir entre el bien y el mal, entre lo blanco y lo negro, entre el sol y la lluvia (como si no existiera el viento, ni la niebla), entre las rubias y las morenas (no, ahí no se debe elegir, lo que Dios o Yahvé quiera o quieran, que ya me lio), entre el día y la noche. Y aquí es donde falla la cosa. Entre el día y la noche, no hay color. La gente ha elegido la noche, aunque no lo practique. La noche tiene el encanto de la oscuridad (lo prohibido, en esa cultura), la prolongación del día, la forma de soliviantar la jornada laboral, la dictadura del horario. La noche es libre, aunque durante el año esté condenada a ser el descanso que separa un día de otro, la jornada de reflexión entre un trabajo y otro. Pero hay resquicios. Las fiestas ciudadanas, populares, aldeanas, metropolitanas o cualesquiera, son algo más que una válvula de escape para la retahíla del estrés, la conciliación y esos lugares comunes (no falsos) de la sociedad de consumo, etcétera, etcétera, etcétera.

Las fiestas ciudadanas son algo más que una válvula de escape para la retahíla del estrés

No seré yo el aguafiestas ni el pregonero de las fiestas de Bilbao, de San Sebastián, o de Vitoria, o de San Fermín. No caeré en la trampa judeocristiana, entre otras cosas porque no me apetece. Veinte años de fiestas populares en Bilbao han dejado, para mí, una conclusión radical: todos nacemos mediterráneos. La fiesta, pese o no a los concejales del ramo y a la coordinadora de comparsas (o lo que sea eso), es la gente. Se puede prescindir de los concejales, de las comparsas (¿o habría que decir txosneros?), pero nunca de la gente. Reconozco que este año sólo he estado dos días en Bilbao, pero la constante se mantiene. Ese aluvión de personal, lo he comprobado, es lo que más emociona a nuestros visitantes extranjeros, esa madrugada repleta como en Estambul (nunca caminarás sólo en esta magnífica ciudad), vociferante (como Nápoles), abigarrada (como Nueva York, una bilbainada nunca viene mal), estiradilla (como Londres o París), semioculta (como Praga) en el gentío.

Como se dice que los vascos nacemos donde nos da la gana, tengo la sensación de que decidimos nacer en el Mediterráneo. Que eso de la ciudad gris, laboriosa, anglófila, seria, discreta, de sastre y camisa a medida con iniciales. Que una cosa es la geosociopolítica y otra las entrañas, y resulta que por dentro nos corre la sangre alborotada. Bien, que no gritemos en exceso, que hagamos las patochadas justas, generalmente en función del nivel de gasolina que llevemos en el cuerpo, que no creamos en las comparsas (viendo la bajada del sábado anterior, yo, alcalde, hubiera promovido el decretazo de ilegalización por absentismo, aunque supongo que lo que se decidirá es suprimir la bajada y no las comparsas).

Hay muchas cosas que mejorar y/o suprimir en las fiestas de Bilbao (los programadores musicales no son precisamente de lo más fino), pero mientras la gente siga reeditando su espíritu mediterráneo, los fallos y los falladores (¡que no haya una errata aquí, por Dios!) estarán protegidos por la masa. Ya que tenemos que convivir con algunas comparsas obligatoriamente, con los aguafiestas de siempre, con algunos músicos de ocasión, con el eterno revival, disfrutemos de la gente. Si no hay sol, hay lluvia, si no hay día hay noche, si no hay niebla, hay viento, si no hay rubi@s hay moren@s, si no hay blancos hay negros. Es decir, hay gente con espíritu mediterráneo que invade la calle y abriga la calle con la misma ansiedad que un adolescente. Y además hoy torea El Cid. ¡Qué más quieren!

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