Educación sin doctrina
El aserto de que en política es más fácil levantar alambradas que tejer consensos lo acaba de confirmar la airada respuesta del PNV a las correcciones anunciadas la semana pasada por la consejera de Educación a los decretos curriculares de Primaria, Secundaria y Bachillerato que quiso dejar cerrados su antecesor en el Gobierno tripartito, Tontxu Campos (Eusko Alkartasuna). Un desliz verbal de la consejera socialista Isabel Celaá al encuadrar la reforma de los textos que establecen los conocimientos que deben alcanzar los alumnos al final de cada etapa educativa soliviantó a todos los sectores del nacionalismo y especialmente a su organización más significativa. Partidos y sindicatos de esa confesión se han sentido directamente aludidos (y ofendidos) cuando Celaá manifestó que uno de los objetivos de los nuevos decretos es erradicar el "adoctrinamiento nacionalista" de las aulas.
Euskera y educación son elementos demasiado valiosos para utilizarlos en la lucha partidista
Como en tantas otras ocasiones, el alboroto levantado por una expresión más o menos feliz o quizás poco política amenaza con tapar la sustancia de lo que se está tratando. Si hay exceso en hablar genéricamente de "adoctrinamiento" ideológico de un determinado sesgo en las aulas, lo hay en mayor medida cuando se asocia el propósito de evitarlo a la intención alternativa de acometer "la españolización" del currículo escolar (Josu Erkoreka) o se afirma que con los decretos revisados "empieza el derribo" del euskera (Iñigo Urkullu). En un par de días, lo que era como mucho un "exceso incalificable", según lo calificó en caliente la portavoz peneuvista de Educación, Arantza Aurrekoetxea, se convierte, ya en frío, en una supuesta operación Reconquista pilotada en segundo plano por el PP.
Euskera y agravio constituyen dos ingredientes demasiado atractivos para que los desdeñe un PNV necesitado de resortes sobre los que articular la oposición al Gobierno socialista que le arrebató el poder. Sin embargo, euskera y educación son elementos demasiado valiosos y sensibles para ser utilizados como materia de confrontación. Aunque la tentación esté ahí, sería desastroso que ese episodio dificultara el entendimiento básico que ha existido sobre la política educativa y la política lingüística entre el PNV y el PSE desde los años ochenta hasta ayer mismo.
Todo partido desplazado del poder siente como una ofensa los cambios que el sucesor realiza sobre sus políticas, y mucho más cuando no le reconoce al nuevo Gobierno plena legitimidad, como es el caso. Sin embargo, la reacción del PNV en este asunto encierra una trampa en la que puede verse atrapado si prosigue el camino iniciado: la de asumir como propia la calamitosa gestión realizada por los dos últimos consejeros de Eusko Alkatasuna al frente de Educación. Resultaría chocante que, por aprovechar una vía quizás eficaz de desgastar al Gobierno de Patxi López, el partido de Urkullu se convirtiera desde la oposición en defensor retrospectivo de la política extraviada de Anjeles Iztueta y Tontxu Campos. Una política que deploraba cuando estaba en el Gobierno y que procuró frenar desde fuera de él, aunque sin cuestionar la permisividad del lehendakari Ibarretxe con su socio minoritario.
A lo mejor fue excesiva la consejera al calificar los excesos que se pretenden corregir con los nuevos decretos. Pero sin duda ha habido también desmesura en las reacciones de las fuerzas nacionalistas a sus palabras. En cualquier caso, la controversia no puede desplazar la motivación y los contenidos concretos de la revisión que se propone. Y tampoco debe desnaturalizar el juicio crítico sobre la intencionalidad que tenía el llamado "currículo vasco" que definió el marco conceptual de los decretos que Campos logró aprobar en vísperas de su salida del Gobierno.
El currículo nació ya escorado en su propósito marcadamente identitario -hay una "biología propia", según alegaba Iztueta para justificarlo- y en su pretendido ámbito de aplicación -la Euskal Herria que se sale del margen jurisdiccional de la comunidad autónoma-. Y apenas hubo escándalo cuando se conoció que su inspiración provenía de entidades ajenas a la Administración, y menos cuando se encargó a organizaciones externas al Departamento de Educación la definición del proyecto que iba a ser de aplicación en el conjunto del sistema educativo.
Guste o no, había un intento de adoctrinamiento, de extender a través de los contenidos de la educación conceptos y sentimientos que el nacionalismo siente como naturales. Depurar esos contenidos sin sustituirlos por otros de distinto signo no supone "españolizar" la educación, sino devolverla a su condición de espacio común; neutral en lo que se refiere a las creencias particulares, pero no en cuanto a los valores de la ciudadanía.
Y lo mismo cabe decir del papel de las lenguas en la escuela. El objetivo compartido de avanzar hacia un bilingüismo funcional, potenciando el conocimiento y uso del euskera, no debe abordarse poniendo objetivos voluntaristas o señalando cuál de las dos lenguas oficiales es la "principal" o vehicular, según se hacía en los decretos. El camino lo apuntó en enero pasado el Consejo Asesor del Euskera en su documento Euskara 21. Hacia un pacto renovado: consenso, persuasión social, fijación de unos objetivos alcanzables y flexibilidad en los ritmos. De acuerdo con estos criterios habría que enjuiciar los decretos, y no por unas palabras más o menos afortunadas de la consejera.
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