Cien días sin tregua
El próximo 18 de este mes ya iniciado se cumplen los primeros cien días de mandato de Patxi López, ese periodo de rodaje que se ha convenido en dar a los gobiernos debutantes. En algunas democracias es costumbre que en dicho plazo se contenga la crítica hacia el nuevo equipo, permitiéndole centrarse en su aterrizaje en la administración. Pero este uso ha cuajado en España más como referencia temporal que como tregua. Desde luego, no ha contado con este periodo de gracia el llamado Gobierno del cambio, presionado desde antes de tomar posesión por tres asuntos insoslayables: la amenaza personalizada de ETA, que abrió en Arrigorriaga la secuencia de terror y muerte continuada en Burgos y Mallorca; el marcaje del partido desplazado del poder, dedicado a recordar cada día al Ejecutivo socialista su supuesto vicio de origen, y la presencia de una recesión económica que ha mordido en la musculatura productiva vasca mucho más hondo de lo que se esperaba.
La segunda etapa del cambio comienza ahora: se llama gobernar
Superadas con desigual tino las dificultades esperables para cerrar su composición, el Gobierno y su lehendakari han podido experimentar también los efectos emulgentes del poder. Como la simple investidura en el cargo aumenta la talla, el respeto y la consideración pública. Un fenómeno universal que en Euskadi alcanza una dimensión superior, porque la condición de lehendakari desborda el papel funcional de presidente del Ejecutivo para dotar a su titular de un aura casi sobrenatural. No da la infalibilidad, como se ha podido constatar en demasiadas ocasiones, pero ayuda a revocar carencias y percepciones que estaban a la vista cuando el investido únicamente era candidato.
El PNV, a su vez, ha conocido la cruz de esta circunstancia: de qué forma la simple salida del Gobierno vasco al cabo de tres décadas difumina una presencia pública que costaba imaginar en segundo plano. Porque el poder, especialmente en la democracia contemporánea, es presencia mediática y capacidad para fijar la agenda política, antes que la posibilidad de cambiar las cosas. Esto también lo ha podido percibir el lehendakari López al conocer las limitaciones presupuestarias que le dejó el anterior Gobierno y los problemas que va a tener para cuadrar sus primeras cuentas con unas necesidades crecientes y unos ingresos tributarios menguantes.
Hasta el momento, el cambio ha sido de gestos, de acentos, como era en cierto modo inevitable. Después de treinta años con un determinado registro político y los últimos diez con la misma melodía, se entiende que el discurso del recién llegado sea acogido con la prestancia que tiene todo lo nuevo. Sobre todo en dos aspectos: en la voluntad de achicar al máximo el espacio ganado por la subcultura de la violencia en la sociedad vasca y en el propósito de situar la atención a los derechos y necesidades concretas de los ciudadanos por delante de otros proyectos superiores en el programa de Gobierno. No ha habido, en el primer caso, una intención deliberada de cuestionar lo hecho (o lo no hecho), ni de acusar a los anteriores gobiernos de tolerancia o pasividad ante el mundo de ETA, como se ha resentido el PNV. Las diferencias se imponen por simple comparación de énfasis y prioridades; al igual que el cambio se reduce a algo tan sencillo como que el nacionalista vasco Ibarretxe y su discurso han sido sustituidos por el socialista vasco Patxi López y el suyo.
Todavía es pronto para hacerse una idea de la gestión que cabe esperar de su Gobierno. En este periodo han abundado los gestos y las declaraciones de principios, se han corregido entuertos heredados del Ejecutivo tripartito y se han apuntado intenciones y proyectos; algunos, con demasiada alegría, a la vista de los recursos de que se va a disponer. Tampoco ha dado tiempo a cometer demasiados errores, si se quitan los debidos a las prisas y la inadaptación a los complejos mecanismos de toma de decisiones de este país (véase la frustrada convocatoria a los diputados generales para debatir de la crisis). En cualquier caso, más allá de su papel puramente referencial, los cien días marcan la frontera entre la presentación en sociedad del nuevo Ejecutivo y su dedicación a la faena de gobernar.
Para enmarcar esta tarea resulta conveniente disponer de un discurso comprensivo, y el Gobierno ha dado señales de tener en cuenta este principio del marketing político. Pero el relato no puede sustituir a la gestión. A partir de septiembre, los gestos van a perder eficacia por ya conocidos y usados, y la situación va a requerir propuestas y actuaciones detalladas en todos los ámbitos de la administración. Paliar los efectos de la crisis y aprobar los presupuestos aparecen como las prioridades, y para ambos necesita el respaldo que sólo pueden darle el PP (su aliado para el cambio) o el PNV (su agraviado adversario). Patxi López no va a tener fácil encajar la exigible colaboración entre instituciones, que pasa por entenderse con el PNV, con una mayoría parlamentaria estable que por el momento sólo le garantiza el PP. Pensar que el partido que se ha visto fuera del poder, pese a ser el más votado, se avenga a favorecer la consolidación de quien le ha desplazado supone desconocer el abecé de la política. Cuestión distinta es que elija practicar una oposición áspera o mesurada, en atención a los intereses generales del país.
En cualquier caso, la segunda etapa del cambio comienza ahora. No tiene el encanto del momento inaugural y para tener éxito en ella se requiere algo más que discursos convincentes. Esa tarea se llama gobernar.
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