La vida no es una escuela de negocios
La reclamación de transparencia política debería ser dirigida también al poder económico, que no ha dejado de ganar peso. Es necesario un mayor control sobre los lugares donde se juega nuestro futuro
Durante las últimas semanas, mientras leía las descripciones que los diarios presentaban del nuevo primer ministro italiano, Mario Monti, destacando unos rasgos que lo situaban en las antípodas del saliente Silvio Berlusconi y dando a entender que con el relevo era toda una época lo que quedaba atrás, no podía por menos que echarle un recuerdo a un particular tipo de damnificados por dicha época.
Los adjetivos con los que ha tendido a describirse a Monti han sido todos poco más o menos de parecido tenor: "justo", "riguroso", "austero", "sobrio", "competente", "europeísta", "prestigioso"... (también se le ha calificado de "pragmático", "tecnócrata", e incluso no ha faltado quien, aguando la fiesta de los elogios, ha recordado su pasado como director europeo de la Trilateral o como asesor de Goldman Sachs cuando esta compañía ayudó a ocultar el déficit del Gobierno griego de Karamanlis, pero eso hace menos al caso para lo que pretendo plantear a continuación). Se trata de unos adjetivos que, sin muchos más añadidos, invitan a pensar en el perfil de un calvinista en sentido laxo, esto es, de un defensor de una cultura del trabajo que no ha sido, desde luego, la preponderante en esta etapa de capitalismo de casino y despilfarro que ha desembocado en la situación de crisis económica global que estamos padeciendo.
Los especuladores siguen imponiendo políticas, tumbando Gobiernos y cambiando Constituciones
Según Gilles Lipovetsky, "nunca se nos quiso tan competitivos. Nunca mordimos por tan poco"
Y aunque, sin duda, el más mínimo sentido de la solidaridad obliga a recordar en primer lugar a tantas personas que, o han perdido lo que tenían (trabajo, vivienda, ahorros...) o, tras años de esfuerzo y formación, no están pudiendo ver cumplidas las más mínimas expectativas de alcanzar una vida digna, acaso también resulte de utilidad, aunque solo sea para hacerse una idea aproximada de la magnitud del desastre, dedicarle un minuto de atención a esos otros damnificados a los que me refería en el primer párrafo. Me refiero a todos esos jóvenes a los que convencieron de que se había inaugurado un nuevo orden en el mundo en el que la fantasía del enriquecimiento rápido no era tal, sino que estaba fundamentada en un difuso darwinismo social, que explicaba, al tiempo que legitimaba, el hecho de que solo fueran unos pocos (presuntamente los más aptos) los que se beneficiaban de dicha riqueza. En el fondo, se les dijo, era una nueva forma de justicia natural, administrada por los poderosos en beneficio de los más aptos. Cuántas películas no habremos visto en que el joven abogado, ambicioso, tenaz y peleón, pero en última instancia leal con su empresa (durante un tiempo, Tom Cruise parecía encarnar a la perfección ese personaje-modelo), veía premiadas por sus jefes tales virtudes con el reconocimiento por su trabajo, el ascenso social y, cómo no, el dinero.
La fantasía hizo fortuna (nunca mejor dicho). Hubo cursos académicos en los que la proporción de estudiantes de selectividad que en este país aspiraban a estudiar alguna variante de dirección de empresas (el tipo de empresa por dirigir no parecía importar gran cosa, por cierto) era abrumadora. Pero aquel perverso mix de aspiración al triunfo, ambición de poder y codicia que abarrotó las aulas de tantas escuelas de negocios estalló junto con la burbuja, y ahora también muchos de aquellos jóvenes han despertado en una realidad muy diferente a la que habían fantaseado. "Nunca se nos quiso tan individualistas y tan competitivos. Nunca mordimos tanto por tan poco", declaraba recientemente el filósofo francés Gilles Lipovetsky. Pues bien, tal vez incluso esa descripción, certera hasta hace bien poco, haya empezado a quedar obsoleta. Hoy toca morder por nada. O quizá sea más exacto decir que no hay nada que morder.
¿Podrán reciclarse todos esos jóvenes a una cultura del trabajo, basada en el esfuerzo y el gusto por el producto bien hecho en una sociedad como la nuestra, en la que, además de no haber trabajo (de un tiempo a esta parte, ni siquiera para ellos), los periódicos nos informan a diario de que aquellos especuladores, en cuyo festín dichos jóvenes soñaron en participar, siguen campando por sus respetos, haciendo y deshaciendo a su antojo, tumbando Gobiernos, cambiando Constituciones e imponiendo políticas de acuerdo a su variable conveniencia? No les va a resultar fácil. Creyeron estar en el secreto y ahora se encuentran con que, expulsados del paraíso, les toca vivir en un mundo y de una forma que fueron educados para despreciar profundamente.
Quede claro: les compadezco solo lo justo. Pero no dejan de ser, a su manera (insisto: privilegiada), víctimas de un desorden que se quiso hacer pasar por orden y que, por añadidura, se presentaba como modelado de acuerdo con unos valores de nuevo cuño. Es a ellos a quienes corresponde empezar a reconsiderar sus antiguas convicciones y darse cuenta de lo insostenible de alguna de las mismas. Acaso un ejemplo deje más claro lo que estoy intentando plantear. No tengo nada que objetar al hecho de que DSK haya tenido que responder públicamente por su reprobable conducta (en la más benévola de las interpretaciones, fronteriza con el acoso sexual), pero no deja de resultarme inquietante una comparación. En la película Inside job aparece una madame neoyorquina que cuenta con todo lujo de detalles cómo operaban muchos de los altos ejecutivos que terminaron llevando a la ruina a todos los ciudadanos que confiaron en ellos. Endosaban a las compañías en las que trabajaban los cargos de los complacientes servicios que las pupilas de aquella les dispensaban. Por supuesto que tan avispados tipos facturaban tales cargos en concepto de gastos de representación, mantenimiento (tal vez aquí haya alguna parte de verdad), servicios técnicos y otros alardes de imaginación contable.
Sorprende, si no estuviéramos ya todos curados de espantos, que tan cínica prodigalidad no haya movido a un escándalo análogo al provocado por la lujuriosa conducta del político francés (al menos un aire de familia presentan ambas situaciones, ¿no les parece?), ni que a nadie parezca habérsele ocurrido la necesidad no solo de sancionar de alguna manera tales excesos, sino de reflexionar acerca de qué medidas habría que tomar para evitar que pudieran repetirse. Pero toca empezar a plantear las cosas en tales términos. Acaso haya llegado la hora de aplicar, también a esa esfera presuntamente privada que es la economía, y en la que unos cuantos se creían al margen y a salvo de todo, alguno de los criterios y valores que en la esfera pública se exigen cada vez más (y con toda razón, por cierto). Pienso, por ejemplo, en la reclamación de transparencia, que no debiera ser dirigida en exclusiva a los profesionales de la política. A fin de cuentas, en un momento como el actual, en el que el poder político no ha dejado de perder peso en beneficio del poder económico, y este ha ido aumentando su capacidad de influir en la esfera política hasta extremos antes inimaginables, parece absolutamente justo que exista también un control sobre él.
En vez de eso, con lo que nos encontramos es con que, cuanta mayor es su capacidad de influencia, menor es su visibilidad. Tal vez a quienes se formaron teniendo como único horizonte el enriquecimiento propio lo que estamos proponiendo les parezca un auténtico volantazo en materia de ideas, pero a fin de cuentas probablemente no les quede otra, a no ser que prefieran quedarse en un rincón, lamiéndose las heridas. Se ha convertido en un lugar común en los últimos tiempos el eslogan de que la política se ha de hacer también fuera de las instituciones. Llevemos la idea, que nadie parece querer discutir, hasta sus últimas consecuencias. Porque "fuera de las instituciones" significa, por supuesto, la calle, pero también esos otros lugares (incluyendo los despachos o los parquets de Bolsa) donde asimismo se juega nuestro futuro y que, precisamente por ello, han de ser objeto de control y, sobre todo, de transparencia. La pregunta pendiente, claro está, es: ¿por qué la izquierda no se atreve a plantear la cuestión de la democracia económica? Entretanto alguien se anima a responderla, unas últimas palabras para los destinatarios de este artículo: chicos, esto no es una escuela de negocios, es la vida.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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