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La tensión entre nacionalismos en España

El mayor riesgo que amenaza la convivencia y la estabilidad institucional en España tiene como causa las tensiones entre nacionalismos. Sea cual sea la opinión que merezca, lo cierto es que nuestro antiguo problema consume una gran parte de energías colectivas, condiciona ampliamente la agenda política, genera notables tensiones sociales y proyecta sombras de incertidumbre respecto al futuro. Viene derivado de nuestra ya histórica incapacidad para alcanzar un marco aceptable de convivencia en un Estado que alberga varias naciones internas, en acertada definición de Joan Subirats. Incluso parece que, de nuevo, las distancias entre las expresiones nacionalistas se agrandan. Desde el nacionalismo democrático vasco y catalán se asiste a un renovado esfuerzo por acentuar las reivindicaciones en favor de un reconocimiento más explícito al hecho plurinacional. Se habla con más claridad que nunca de derecho a decidir, de autodeterminación o de independencia. Incluso se anuncia de forma unilateral una consulta al pueblo vasco. De otro lado, desde el nacionalismo español también se enfatizan posiciones de repliegue, de estigmatización y de rechazo al "otro".

Reconocer la existencia de naciones en España no supone ser nacionalista
Es necesario perfeccionar el Estado autonómico en clave federal

Tampoco en esto somos originales. Otras democracias maduras como Bélgica, Reino Unido o Canadá se enfrentan a situaciones similares y en todos los casos el reto colectivo es muy parecido: cómo integrar lo que Charles Taylor definiera como la "diversidad profunda" en el seno de sociedades cada vez más complejas, mestizas, diría Sami Naïr. Pero cuando se afirma que los nacionalismos constituyen, hoy como en el pasado, el mayor peligro para garantizar la estabilidad y la cohesión de nuestras sociedades, sugiero que se piense en plural. Como muy bien ha señalado Michael Billig, cuando se proyectan teorías sobre el nacionalismo muy frecuentemente suele restringirse el término "nacionalismo" a la ideología de los "otros", al que se le atribuyen signos de peligro y de extremismo. El "nuestro", nuestro nacionalismo banal, cotidiano, rutinario, es omitido, olvidado, e incluso negado. De ese modo "nuestro" patriotismo parece "natural", y por tanto invisible, mientras que el "nacionalismo" es considerado propiedad de "otros".

Es comprensible que en los países en los que se da esta circunstancia se instale el cansancio, el hastío e incluso la irritación entre amplios sectores de la ciudadanía. Máxime si tenemos en cuenta la gran cantidad de energías colectivas que estas cuestiones hacen consumir a la sociedad, en detrimento de otras prioridades muy relevantes. Pero eso no soluciona nada. Las naciones culturales están ahí y seguirán presentes en el nuevo contexto globalizado, porque la globalización no diluye esos fuertes sentimientos. Desconocer o negar la evidencia no ayudará a sentar bases sólidas de convivencia que supongan algún avance respecto de la modesta aspiración orteguiana de "conllevarse dolidamente los unos con los otros". La simple lectura de encuestas del CIS basta para saber de la existencia de estos sentimientos de pertenencia a una nación cultural en Cataluña, el País Vasco y, en menor grado en Galicia. Pero no debe desconocerse que quienes así se manifiestan sólo constituyen una parte de esa sociedad, puesto que la sociedad vasca y catalana también son plurales. De otra parte, ese sentimiento no necesariamente ha de traducirse en la existencia de una voluntad mayoritaria de separarse de una comunidad política mayor como la española.

Nuestro mayor desafío colectivo sigue siendo ser capaces de dejar atrás ese desencuentro histórico en el actual contexto de creciente complejidad e interdependencia en nuestras sociedades. Pero no será fácil. Porque, como dice Imanol Zubero citando a Kymlicka "todos los grupos nacionales son extremadamente partidarios de reivindicar y, siempre que sea posible, construir un sistema de protecciones externas (de las que la más desarrollada es el Estado-nación) que garantice su existencia y su identidad específica frente a las posibles influencias debilitadoras de la misma procedentes de las sociedades con las que se relacionan o en las que están necesariamente englobadas. Sin embargo, estos mismos grupos nacionales no suelen ser tan sensibles ante la existencia en su seno de pertenencias o identidades distintas de la nacional hegemónica, pero igualmente necesitadas de reconocimiento. Frente a la demanda de protecciones externas que estos subgrupos realizan, la respuesta del grupo nacional dominante suele ser la imposición de restricciones internas en nombre de la solidaridad grupal". Se trata de superar esas posiciones desde el (re)conocimiento.

Reconocer la existencia de diversas naciones en España no supone que se tenga que ser nacionalista. Muchos españoles no somos nacionalistas, pero eso no impide saber de un proceso que hunde sus raíces en nuestra(s) historia(s), más o menos fabulada(s) e interesada(s), y en la incapacidad de articular un proyecto colectivo capaz de integrar a distintos pueblos que se sienten diferentes. Precisamente ahí radica la diferencia fundamental entre quienes son nacionalistas y quienes no lo somos. Para algunos sectores del nacionalismo democrático vasco o catalán, el objetivo perseguido será conseguir que su nación se convierta en un Estado-(nación) o aspirar a algún tipo de asociación confederal, confundiendo de paso la parte con el todo en su propio ámbito cultural y negando la realidad crecientemente multicultural allí existente. Los riesgos y los costos de iniciar ese camino, poco realista a mi juicio, son tan importantes como imprevisibles. Por su parte, un nacionalista español procurará negar toda opción a las otras culturas sociales minoritarias. Persistir en esa posición, negando la diversidad y el reconocimiento en serio de hechos diferenciales, es igualmente indefendible e insostenible.

Lo más sensato, a mi juicio, sería hacer posible que las naciones encuentren mejor acomodo en una comunidad política integrada en un Estado compuesto. Manteniendo un exquisito equilibrio entre igualdad y pluralidad, distinguiendo con claridad, como decía Antoni Comín, entre ciudadanía e identidad, "garantizando la simetría en los derechos de ciudadanía de tipo social, cívico y político -y de las competencias, así como de las necesidades financieras que de ellos se derivan- y la asimetría en todas aquellas competencias y disposiciones simbólicas que afectan a la plurinacionalidad del Estado, así como su carácter pluricultural y plurilingüístico".

No deben descartarse nuevas y desconocidas tensiones. El camino recorrido demuestra que hasta ahora han sido sorteadas con éxito, generosidad e inteligencia política durante tres décadas. Como bien ha subrayado Juan José Solozabal en afirmación que comparto plenamente, "la clave del éxito del sistema autonómico ha sido evitar los argumentos identitarios en las diferencias entre los poderes centrales y autonómicos. Lo que ha conseguido el Estado autonómico es ni más ni menos que los conflictos territoriales no se hayan presentado en términos esencialistas, con una colisión entre identidades y lealtades, sino como disputas competenciales, aducidas en términos jurídicos y en ellos solubles por los tribunales, y específicamente ante el Tribunal Constitucional".

Los esfuerzos ahora, si todavía se está a tiempo de evitar tensiones mayores, debieran encaminarse a argumentar que el respeto a las reglas de juego constitucionales es uno de nuestros mejores activos como comunidad política y como sociedad plural y debiera ser uno de nuestros mejores legados; a convencer a la mayoría de que el mantenimiento de la identidad propia no necesariamente debe adentrarse por la vía arriesgada de la secesión, sino que formar parte de un Estado plurinacional es mejor que verse obligado a decidir, aunque fuera posible, entre nacionalismos o entre una de las identidades posibles; a defender los valores positivos de una comunidad política multinacional, multicultural y multilingüe; a exigir a los poderes públicos avances sustanciales en el terreno del reconocimiento simbólico de la diversidad existente en España. En definitiva, a perfeccionar el Estado autonómico en clave federal y a integrar mejor la España plurinacional.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia y autor del libro España inacabada.

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