No sólo de Pettit vive el socialismo
En su artículo Republicanismo: el conejo en la chistera del pasado 26 de noviembre, Álvaro Delgado-Gal abordaba con mirada crítica el republicanismo y, más concretamente, el defendido por el filósofo australiano Philip Pettit, y la apelación que Rodríguez Zapatero ha venido efectuando a dicha tradición. Las críticas recaían sobre las ideas republicanas y sobre el PSOE, sobre la naturaleza de su relación con tales ideas que, según Delgado-Gal, se pueden interpretar de dos maneras: como simple oportunismo, como un modo de atar ideas dispares con un rebozo académico, o como simple flaqueza intelectual. O bien puro oportunismo, o bien candidez intelectual, porque el republicanismo es pensamiento de aliento corto. En breve: los socialistas son cínicos, porque en realidad no se lo toman en serio, o si se lo toman en serio, son tontos. Con un buen hacer frecuente en sus artículos, dialéctico, en sentido mejor y más clásico, Delgado-Gal deja a un lado la primera posibilidad, la 'malvada', y se queda con la segunda. Es ésta la que aquí nos interesa a nosotros: trazar algunas coordenadas donde ubicar el debate acerca del republicanismo. Las otras dudas, las que atañen a la sinceridad, son cosa de los dirigentes socialistas.
Por lo pronto, el republicanismo no es una ocurrencia fantasiosa ni de última hora. Sobre lo primero: el republicanismo contemporáneo mantiene una fluida e intensa discusión con el cuerpo teórico predominante en la filosofía política actual, el liberalismo, una discusión que se lleva produciendo en los principales centros académicos occidentales. Con el liberalismo y con otras perspectivas igualitarias, como lo muestra la reciente polémica, en una revista especializada, entre el propio Pettit y el premio Nobel de Economía Amartya Sen. Sobre lo segundo: clásicos de pensamiento político, diferentes en tantos aspectos, como Aristóteles, Cicerón, Rousseau, Harrington, Madison o Jefferson, se reivindicaban como republicanos (o posteriormente han sido calificados como tales). Incluso no faltan buenas razones para incorporar a la nómina republicana a Adam Smith, un autor al que Delgado-Gal apela para defender al liberalismo.
Pero empecemos por delimitar siquiera elementalmente el territorio. Como tradición política, el republicanismo puede caracterizarse como una doctrina que reivindica una reconceptualización del concepto de libertad, en lucha permanente contra la tiranía, una dignificación de la política como medio natural de autogobierno democrático, y un rescate de la idea de virtud ciudadana como motor fundamental del engranaje político de un Estado. Estas ideas, por supuesto, requieren del matiz y, tal cual, pueden interpretarse de formas muy diversas, dando lugar a distintas versiones del republicanismo contemporáneo. Pero conjuntamente son suficientes para capturar una tradición de pensamiento cuyos contornos no son más difusos que los de cualquier otra tradición política. El propio liberalismo, que desde luego tiene menos historia, no le anda a la zaga. De hecho, 'liberalismo' y 'republicanismo' son conceptos que precisan siempre de adjetivación. Incluso en el pulcro mundo académico contemporáneo podemos encontrar liberales antiigualitarios (Robert Nozick) y liberales igualitarios (John Rawls o Ronald Dworkin), republicanos comunitaristas con vetas conservadoras (Michael Sandel) y republicanos fuertemente democráticos (Quentin Skinner o Jürgen Habermas). Sobra decir que las propuestas institucionales o redistributivas de unos y otros, en cada familia, se parecen bien poco.
Pero vayamos a Pettit y a su libro, Republicanismo, el objeto de la mayor parte de las críticas de Delgado-Gal. Es cierto que el ideal de libertad como no-dominación de Pettit tiene problemas conceptuales. Recordemos que, según esa idea, un individuo es libre cuando nadie puede interferir arbitrariamente en su vida. El principal problema es si existe un espacio conceptual suficiente y relevante para esa idea de libertad, 'una tercera vía' entre las clásicas ideas de libertad negativa (yo soy libre de hacer X si nadie me prohíbe hacer X, en el sentido en el que puedo decir que yo soy libre de viajar en el Concorde) y libertad positiva (yo soy libre de hacer X si realmente puedo hacer X, si dispongo de los medios o tengo la posibilidad real). No es cosa de abordar aquí esta dificultad, pero no podemos dejar de reconocer que a la formulación de Pettit le resulta difícil encontrar un lugar en el mundo, al menos cuando trata de traducirla en propuestas políticas, un lugar que no pueda ser ocupado, a veces con más limpieza intelectual, por liberales de izquierdas como Rawls. Sin advertirnos, Pettit, con frecuencia, estira el concepto para condenar situaciones indiscutiblemente injustas que, desde una mirada más pulcra analíticamente, no resultan incompatibles con su idea de libertad. Pero ¿qué podemos inferir de ahí? A lo sumo, que Pettit es un republicano-liberal un poco descuidado. Y deberíamos añadir, siguiendo los propios argumentos de Delgado-Gal, un republicano-liberal-de-izquierdas. Hasta ahí, de acuerdo con Delgado-Gal; inmediatamente después, las discrepancias.
Empecemos por el detalle, nada irrelevante. Delgado-Gal afirma que una política pública como la de la gratuidad de la enseñanza (ciertamente compatible con algunas versiones del liberalismo) no se desprende en absoluto del ideal de no-dominación. Esta afirmación, no argumentada, resulta un tanto arriesgada. La libertad como no-dominación puede no distinguirse mucho de otras concepciones liberales de la libertad (como la igualitarista), pero por supuesto ampara la justificación de políticas igualitaristas y redistributivas, entre las que se sitúa la enseñanza pública. Sencillamente, la educación es una estrategia excelente para evitar la aparición de escenarios de dominación. Entre otras razones, porque alguien que no puede acceder ni siquiera a una enseñanza básica, se encuentra en una posición propicia a ser dominado por otros.
Pero la preocupación mayor de Delgado-Gal es otra: el republicanismo de Pettit concede al Estado un margen de maniobra 'indefinidamente grande'. Se trata de una vieja preocupación liberal: las decisiones de todos, la democracia, se entromete en la vida de cada uno y, por ello, resulta conveniente poner bridas, límites y frenos a las decisiones colectivas. Y aquí la crítica produce bastante perplejidad, habida cuenta de que casi toda la segunda parte del libro de Pettit, dedicada a explorar el diseño institucional de un Estado republicano, no es más que la reivindicación de sistemas e instituciones clásicamente liberales (y típicamente de republicanos muy moderados) que son los que, en definitiva, hemos heredado fundamentalmente de la tradición constitucional americana. Precisamente cuando Skinner, 'el inspirador de Pettit', en palabras de Delgado-Gal, 'desautoriza cortésmente a su discípulo' e 'insinúa (...) que Pettit no ha entendido a los republicanos' (en una lectura que juzgamos exagerada -a decir verdad, incorrecta- de las propias palabras de Skinner), lo que muestra es que Pettit sigue atando demasiado fuertemente a las propias instituciones democráticas, en última instancia las únicas que pueden legitimar las decisiones públicas más importantes. Lo cierto es que en su preocupación obsesiva por sujetar la voz del demos, de las instituciones directamente relacionadas con la voluntad ciudadana, parece Pettit más cerca de Hayek que de Rousseau.
En cualquier caso, tal vez lo más inquietante del artículo de Delgado-Gal es que, aunque él por supuesto no la comete, podría inducir a un lector desprevenido a cometer la falacia de composición. Esto es, en términos menos técnicos, a tomar el 'todo por la parte'. Cualesquiera debilidades o pobrezas de la teoría republicana de Pettit que podamos encontrar, y no son pocas, no son automáticamente transmisibles a otras versiones del republicanismo o a la tradición republicana en su conjunto. Que el Republicanismo (en cursiva, haciendo mención al libro de Pettit) pueda tener más o menos defectos no implica que el republicanismo (como tradición política) los tenga. Delgado-Gal es, sin duda, consciente de ello, pero no lo transmite con suficiente claridad en su artículo.
Porque, desde luego, el republicanismo es bastante más que el libro de Pettit. De todas sus versiones, las de raíz más democrática son seguramente las más interesantes, las que más pueden aportar a la renovación ideológica, desde perspectivas igualitarias. Es la concepción defendida por pensadores de notable prestigio académico como Quentin Skinner o Jürgen Habermas, incluidos algunos que, aun si etiquetados a veces como liberales, defienden, en estos asuntos, argumentos de la tradición republicana, como es el caso de Jeremy Waldron. Con muchos matices que no se dejan desgranar en la corta distancia de un artículo, esa concepción defiende propuestas institucionales cimentadas en una mayor cultura política y cívica de los ciudadanos, una mayor posibilidad de acceso a la participación política a través de una renovación del diseño institucional de los procesos de toma de decisiones en distintos ámbitos, y una visión renovada (más democrática) del constitucionalismo. Entre otros factores, un hecho que explica por qué nos parece más interesante esta versión del republicanismo (y que en parte se encuentra en la genealogía del resurgimiento del pensamiento republicano en su conjunto) es el intento que desde ámbitos académicos se está realizando para recuperar el pulso de la democracia, es decir, para combatir la creciente apatía política producida en los países occidentales.
Cierto es que esas otras tradiciones republicanas están lejos de proporcionar un repertorio completo de propuestas, sobre todo cuando la mirada se vuelve hacia las instituciones económicas. Es así y, por razones hondas, es lo común: no hay tradición de pensamiento político en condiciones de asegurar recetas ajustadas a paciente y ocasión. Tampoco, por supuesto, el liberalismo. Con todo, creemos que es en dirección a aquella concepción, más rica y más sólida que la de Pettit, donde quizá los socialistas deberían volver la mirada. Si es que no basta con lo de ser socialistas, que no se sabe muy bien por qué no. Después de todo, el mejor socialismo ha sido, y es, republicanismo y algo más.
Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universitat de Barcelona. José Luis Martí Mármol es profesor de Filosofía del Derecho de la Universitat Pompeu i Fabra.
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