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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una realidad incómoda

Las fotos de sexo callejero en Barcelona avivan el debate sobre la regulación de la prostitución

Barcelona no es la "capital del sexo" que describe la oposición municipal, pero tampoco la modernísima y casi modélica ciudad que pregona la propaganda oficial. El turismo de aluvión y el oligopolio que sobre el comercio sexual detentan las mafias -que fuerzan a las prostitutas a alquilar su cuerpo sin descanso ni precauciones sanitarias en busca del máximo beneficio al menor coste- son algunos de los factores que explican que los porches del mercado de la Boquería, junto a la céntrica Rambla, alberguen escenas tan crudas como las publicadas por EL PAÍS el pasado martes. Los vecinos y los comerciantes del barrio llevaban meses denunciando la degradación de la zona, pero sus denuncias se habían diluido siempre en el marasmo de la refriega política. Hasta que la incontestable sordidez de estas imágenes ha certificado la magnitud del problema. Ése, y no ningún otro, era el propósito de este diario al difundirlas.

Aunque el casco antiguo de Barcelona ha dado cobijo a las profesionales del sexo desde tiempos inmemoriales, la nueva hornada de prostitutas que pueblan el foco turístico de la Rambla, en su gran mayoría sin papeles víctimas de las redes de la inmigración ilegal, altera con su conducta la convivencia en el ya degradado barrio del Raval, empañando la imagen de la ciudad. Un deterioro ante el que las tres administraciones concernidas han actuado hasta el momento con una imperdonable pasividad: el Consistorio, al dictar en 2006 una ordenanza contra la prostitución callejera que apenas ha hecho cumplir; el Gobierno, competente en materia de extranjería, con su escasa diligencia en la lucha contra las mafias; y la Generalitat, responsable del orden público en Cataluña, al no garantizar una mayor presencia policial en la zona, aunque sólo fuera con propósitos disuasorios. Dispositivo que las autoridades catalanas pudieron activar tiempo atrás, pero sólo lo han hecho a remolque de los acontecimientos, ante el escándalo desencadenado por las fotografías de la Boquería.

Pero, más allá de los problemas de orden público, continúa irresuelto el viejo debate sobre cómo afrontar el fenómeno de la prostitución, que habita en el limbo de la alegalidad: al no estar tipificado como delito no es punible; al no estar legislado carece de control alguno. En 2006 la Generalitat llegó a elaborar un anteproyecto de ley, luego abortado por las diferencias entre los socios del tripartito catalán y que ahora la patronal del comercio quiere resucitar. También en la pasada legislatura, Congreso y Senado constituyeron una comisión para dirimir el dilema entre abolición y regulación, que finalmente se apuntó a la abstención: más que legislar, alegaron sus señorías, lo urgente era que el Gobierno elaborara un plan integral para combatir a las mafias que trafican con mujeres. El plan, en marcha desde enero, tampoco es la panacea.

No hay respuestas sencillas, ni probablemente definitivas, para una discusión que la mayoría de las democracias avanzadas continúa sin resolver. Las voces partidarias de la abolición mediante la prohibición sin más, con el argumento de que no se puede legitimar por ley la explotación de un ser humano, desprecian el hecho de que la clandestinidad suele ser sinónimo de marginalidad; y quienes en cambio abogan por la regulación no siempre tienen en cuenta los riesgos de institucionalizar el proxenetismo como negocio legal.

Tampoco el derecho comparado resuelve la disyuntiva. Suecia y Noruega han optado por proscribir el comercio sexual, lo que no ha acabado con el problema; sólo lo ha expulsado de la plaza pública. Con mayor o menor acierto, Alemania, Holanda y Bélgica han apostado por regular la prostitución, convencidas de que no basta con cerrar los ojos para erradicar esta incómoda realidad.

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