Los políticos sobrantes
La ineptitud como gestores de tantos dirigentes, lejos de llevarles a dar paso a alguien mejor, les conduce a empecinarse en su nulidad y desprestigio. Pero la solución al problema no es menos, sino más y mejor política
Españoles, ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado de atender el clamoroso requerimiento de cuantos, amando la patria, no ven para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la política". La frase podría haber sido pronunciada ayer por uno de esos tertulianos de la TDT que trasnochan y se enfurecen, pero la dijo Primo de Rivera al proclamar su golpe de Estado, el 14 de septiembre de 1923.
Los políticos han caído en la gran trampa en que se ha convertido el mundo. Se comportan como si las costuras del Estado-nación no hubieran reventado y ellos conservaran intacto el poder que tenían cuando los problemas acababan en la garita de aduanas. Los de ideario socialdemócrata prometen esto, lo otro y lo de más allá, sin hacer mención alguna a sus limitaciones. Lógicamente, al presentarse estas -que siempre parecen sobrevenidas aunque siempre hayan estado ahí-, el gentío las interpreta como un signo de debilidad y no como el estado de cosas. Cuando Zapatero explica las restricciones presupuestarias afirmando: "sé lo que tengo que hacer. Y lo voy a hacer", sus palabras resuenan como las del diligente mayordomo que se dispone a abrillantar la plata. Pero como nunca lo vimos con traje de librea, tenemos derecho a pensar que manda y a exigirle en consecuencia.
Democracias sanas son aquellas en las que los ciudadanos dedican algunos años a la política
Disponemos de un arma defensiva: basta con no votarles. Así recibirán ellos su castigo, no nosotros
Los políticos de signo neoliberal, por su parte, se muestran entusiasmados con la idea de llegar a ser genuinamente superfluos: quieren podar las instituciones, la riqueza del Estado y su capacidad de acción. Abogan por reducirlo a su mínima expresión, lo venden a pedacitos, recortan los servicios, sin ver que resultan tan absurdos como un tratante de ganado haciendo proselitismo vegetariano. En algunos casos, como el de las televisiones autonómicas, la ideología resulta indiferente: la más pura incoherencia guía sus actos. Primero las politizan para tenerlas a su servicio y gastan sumas millonarias en una programación insufrible; después, esgrimen el argumento de la escasa audiencia y su alto coste para justificar su privatización. Su ineptitud como gestores, lejos de llevarles a dejar el paso a alguien mejor, les sirve para demostrar la nulidad genética de los políticos y abundar en su propio desprestigio.
La dinámica de la globalización y el dogma neoliberal son dos cargas explosivas en los pilares de la política de carácter muy distinto. La globalización es un proceso histórico con implicaciones sociales, ecológicas, culturales, comunicativas, que se puede gestionar en beneficio de todos o en el de unos pocos. Sin embargo, los voceros del dogma neoliberal dan por supuesto que solo hay una globalización, la suya, y subsumen su ideología en el proceso para imponer con fatalismo la idea de que el viento de la historia nos conduce, cuando en realidad son ellos, que están remando. Eso no se llama globalización, sino globalismo, siguiendo la distinción establecida por Ulrich Beck: "el globalismo es la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político. La tarea principal de la política, delimitar bien los marcos jurídicos, sociales y ecológicos dentro de los cuales el quehacer económico es posible y legítimo socialmente, se sustrae a la vista o se enajena".
Esa enajenación tiene también un sesgo cañí. La sociedad civil española, debilitada por 40 años de dictadura, no se ha fortalecido en democracia, entre otras cosas porque la estructura de partidos la ha suplantado. Esos clubes antidemocráticos y frecuentados más por arribistas serviles que por idealistas del bien común, han impuesto su visión partidista de la realidad. Convertidos en maquinarias de ganar elecciones y compitiendo por los mismos votantes -el exiguo cupo centrista que inclina la balanza-, se arrojan mutuamente a la cara escándalos de corrupción para deteriorar la imagen del otro. No perciben que, cuando las tramas putrefactas alcanzan cierta complejidad, los ciudadanos tienden a retener una sola idea: la política es el imperio del latrocinio y la impunidad. El corolario lógico de esta decepción consiste en abstenerse y contestar al encuestador del CIS que el tercer problema del país son los políticos.
Los medios de comunicación, actores políticos de primera magnitud, han encontrado en los escándalos la jugosa noticia que aúna el impacto -es decir, la audiencia- y el ennoblecimiento de actos informativos a menudo dictados por motivaciones espurias. Cuando los medios contribuyen a precisar al máximo las responsabilidades y a explicar la realidad en toda su complejidad resultan útiles socialmente. Dejan de serlo cuando extienden de forma genérica la mancha de la corrupción. E incurren en la más clamorosa negligencia cuando simplifican hechos y argumentos para que el tertuliano de turno brille con una confusa y enfática diatriba, en la que solo queda clara la frase: "los políticos dan asco".
La ola antipolítica resulta particularmente visible en los medios de derechas, donde una doble motivación política, la coyuntural de desgastar al Gobierno y la estructural de apuntalar el dogma neoliberal, converge con la estrategia empresarial: la audiencia ultra -al fondo a la derecha y otra vez a la derecha- constituye un nicho de mercado, no mayoritario pero sí suficiente para hacer rentable un canal de televisión. Sobra decir que si con el tiempo arrastraran a ciertos sectores del PP hacia esas posiciones, su audiencia aumentaría en consonancia, reforzando su motivación política.
Ahora, formulemos un par de preguntas: si los políticos son culpables exclusivos de sus males, ¿por qué los ciudadanos recibimos el castigo de padecerlos? ¿Por qué culpa y pena no siguen caminos paralelos? La respuesta está en Valencia, donde cunde la interesada idea del aventajado alumno de Fabra, Francisco Camps, según la cual las urnas otorgan un impoluto certificado de penales a los más votados. Contra esta perversión disponemos de un arma defensiva: basta con no votarles. Así, culpa y pena volverán a caminar de la mano: serán los malos políticos quienes reciban su castigo, y no nosotros.
El ineludible vínculo entre representantes y representados compromete a los votantes. No solo debemos elegir con escrúpulo, también hemos de tener presente que la inhibición ante el deterioro galopante de la vida pública tiene consecuencias. Aquí todo el mundo se ríe cuando alguien cita la célebre frase de Franco "haga usted como yo, no se meta en política", pero todos seguimos el consejo del dictador. Creo que las democracias más sanas son aquellas en las que los ciudadanos contemplan, no como un derecho, sino como un deber cívico, el dedicar algunos años de su vida a la política.
Pero el español es caso aparte. Su ira va en aumento mientras permanece sentado a través de los siglos. Si acaso, se levanta para llamar a una emisora y bramar contra los políticos, brindándonos la insólita imagen del demos contra la democracia. Porque no olvidemos que, en los regímenes parlamentarios, "política" y "democracia" son casi sinónimos: el deterioro de la primera equivale al de la segunda. Esa furia general, de puro antipolítica, resulta profundamente política, como indica la experiencia de aquella Italia hastiada de la corrupción de Tangentópoli que se echó en brazos de Berlusconi. Su primera victoria en 1994 fue sencilla, solo tuvo que despertar las fantasías ciudadanas, como relata Indro Montanelli en sus memorias: "La gente estaba enfervorizada con lo nuevo. Qué era eso nuevo en realidad nadie lo sabía, y gran parte de la opinión pública aceptó encarnarlo en Berlusconi. Para conquistar a la masa fue suficiente un lenguaje no político que camuflaba la nada".
Pese a que los antipolíticos den la impresión de no tener recambio, saben que llegará por su propio pie y, como ignoran cuándo, solo se trata de mantener la tensión hasta que cobre cuerpo en el mesías más madrugador. Entretanto, los más honrados de entre nuestros representantes se quedan en un rincón recibiendo pedradas. Permiten que solo tengamos noticia de mayordomos diligentes, tratantes de ganado vegetarianos o corruptos indeseables. No se atreven a decir lo fundamental: que la solución para poner algo de orden en este caos no es menos política, sino más.
Irene Lozano es periodista y escritora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.