La nueva 'realpolitik' es cosmopolita
Es necesario que la humanidad sobreviva al siglo XXI sin volver a caer en la barbarie. Para eso hay que liberarse de los corsés del Estado nación y establecer los "grilletes de oro" de alianzas transnacionales
Parece que el mundo se está yendo a pique. Lo oímos hasta la saciedad. Pero esto ocurrirá, si es que ocurre, porque no es seguro, pasado mañana o el otro. En cambio, lo que sí es relativamente seguro hoy es que esta anticipación de posibles catástrofes humanas (cambio climático, crisis financiera, autodestrucción atómica...) abre una oportunidad histórica que debemos comprender y asumir: ¡una nueva realpolitik cosmopolita está en el aire!
Para que una crítica realista de las relaciones de poder pueda derivarse del concepto de cosmopolitismo, que pertenece a la tradición filosófico-política de la civilización occidental como muy tarde desde Kant, éste primero tiene que ser aclarado. Con "cosmopolita" no me refiero al concepto idealista y elitista que sirve de punta de lanza ideológica a las pretensiones de las élites y organizaciones transnacionales. Lo que está en el aire es algo totalmente distinto.
Merkel no se da cuenta de que a Alemania sólo le va bien cuando también le va bien a Europa
El nacionalismo económico resulta antipatriótico: te perjudica a ti y a los demás
A comienzos del tercer milenio, la máxima de la realpolitik nacional, según la cual los intereses nacionales tienen que perseguirse nacionalmente, debe ser sustituida por la máxima de la realpolitik cosmopolita: cuanto más cosmopolita sea nuestra política, más nacional y exitosa será. Y cuanto más nacional sea, más condenada al fracaso estará.
Si esta crisis económica tan amenazadora no existiese, tendría que inventarse para que la canciller alemana, Angela Merkel, y su ministro de Finanzas, Peer Steinbrück, aprendieran al fin lo que sus colegas en Londres, París y Madrid, pero también el equipo del estadounidense Obama, han adoptado como consigna: quien elige el camino del nacionalismo económico actúa antipatrióticamente; se perjudica en principio a sí mismo pero al final también perjudica a todos los demás. Ésta es la dolorosa lección que aprendimos de la Gran Depresión y de la consiguiente Segunda Guerra Mundial. Así que quien crea, como la canciller alemana, que para proteger la economía alemana y los puestos de trabajo en Alemania hay que escoger entre la soberanía nacional y la ampliación política de la Unión Europea en cuestiones de mercado económico y de trabajo, no sólo establece una falsa alternativa, sino que comete, como enseña la historia de la Gran Depresión, un grave error.
En esta época de crisis y de riesgos globales sólo funciona la política de "los grilletes de oro": la creación de una densa red de alianzas y mutuas dependencias transnacionales para recuperar la soberanía nacional post-nacional y la prosperidad económica. Sólo cuando a Europa le va bien, también le va bien a Alemania. Sólo cuando al mundo le va bien, puede el primer exportador mundial que es Alemania vender sus productos. No hay ningún otro país en el que, si lo pensamos honestamente, el realismo cosmopolita coincida tan claramente con los propios intereses nacionales bien entendidos. Sencillamente no entiendo por qué esto es tan difícil de concebir. ¿Por qué, por ejemplo, la repentina liquidación, objeto de burla de todas las ideologías, de cualquier respuesta europea a la crisis económica mundial no despierta justamente en Alemania las ganas de criticar y el gusto por la ironía de los comentaristas políticos? ¿Dónde está la voz de los europeos alemanes en este momento tan decisivo?
Atravesamos la situación que Nietzsche predijo hace más de 100 años: vivimos en la edad de la comparación. Corrientes culturales contrapuestas confluyen en un mismo espacio y se mezclan, las más de las veces de manera conflictiva. El doble lenguaje, eso es, la capacidad de deshacerse de las ataduras de lo familiar; la ubicuidad de la existencia; la capacidad de interactuar más allá de las fronteras; todo esto crea una compleja maraña de lealtades fragmentadas, sin que éstas se revelen como identidades vividas espontáneamente. Sentar raíces y tener alas; unir lo provinciano con la riqueza de vivencias de una ciudadanía cosmopolita experimentada y particular; éste podría ser el denominador común civilizatorio de sociedades culturalmente heterogéneas, que serviría así para responder a la insistente pregunta elemental que todos nos hacemos: ¿qué orden requiere el mundo?
Semejante reconocimiento de la diferencia, que no hay que confundir con el multiculturalismo recetado por los Estados nacionales, abre un espacio de posibilidades multidimensional, que, sin embargo, no carece de contradicciones internas. No se trata sólo de superar los abismos entre ricos y pobres, entre norte y sur, entre los nichos de bienestar social y la depauperación. Hay más. Tampoco se trata sólo de la posibilidad o imposibilidad de un mini Estado social a escala global, un "keysenianismo globalizado", aunque éste siga limitándose a las necesidades elementales. Se trata de mucho más. El realismo cosmopolita tiene que ver con la apertura por abajo y por dentro de las instituciones de base de los Estados nacionales para los desafíos de la época global, y en cómo se lleva a cabo este proceso. Tiene que ver con el trato que reciben las minorías, los extranjeros, los marginados. Con el problema que plantean los derechos humanos de los distintos grupos tanto en la consolidación como en la reforma de la democracia en el espacio transnacional. Y, sobre todo, con la cuestión de cómo pueden evitarse los estallidos de violencia que surgen de las decepciones y la degradación de las personas.
El realismo cosmopolita une así el respeto por la dignidad de la diferencia cultural con el interés por la supervivencia de cada individuo. La realpolitik cosmopolita, entendida de ese modo, es la siguiente gran idea que cabe ensayar tras las ideas históricamente desgastadas del nacionalismo, el comunismo, el socialismo y el neoliberalismo. Podría hacer posible lo improbable: que la humanidad sobreviva al siglo XXI sin recaer en la barbarie.
En este contexto, el problema principal de las ciencias sociales es que plantean las preguntas equivocadas. Las preguntas directrices de las teorías sociales están la mayoría de ellas orientadas a la estabilidad y a la configuración del orden, y no a lo que estamos experimentando y, por lo tanto, debemos comprender: un cambio epocal y discontinuo de la sociedad en la modernidad.
Llamar retrospectivamente primera modernidad a la totalidad del mundo de las ideas sobre la economía, la sociedad y la política fundadas con el Estado nación, y separarla de una todavía desdibujada segunda modernidad -que se define por las crisis económicas y ecológicas globales, las cada vez más agudas desigualdades, la individualización, el frágil trabajo retribuido y precisamente los desafíos de la globalización cultural, política y militar-, sirve para el objetivo de superar el "reflejo proteccionista", que paraliza intelectual y políticamente a Europa tras el desmoronamiento del orden mundial bipolar.
Habría que descifrar cómo se transforman las supuestamente tan estables ideas directrices y coordenadas del cambio, a la vez que las bases y conceptos fundamentales del poder y la dominación, la legitimación y la violencia, la economía, el Estado y la política. Hasta ahora ha sido válida la idea de que los poderosos crearon la globalización para ir en contra de los pobres. No se han impulsado interacciones entre distintas sociedades y religiones que abarquen a la totalidad de las culturas, sino que se ha impuesto una en particular en contra de las demás. El imaginario cosmopolita representa el interés universal de la humanidad en sí mismo. Es el intento de repensar la interdependencia y la reciprocidad más allá de los axiomas y la arrogancia nacionales, y concretamente en el sentido de un realismo cosmopolita, que nos abra y agudice la mirada para las desconocidas, interrelacionadas e interdependientes sociedades en las que vivimos y actuamos.
Ulrich Beck es sociólogo y profesor de la Universidad de Múnich y de la London School of Economics. Traducción de M. Sampons.
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