La nueva experiencia estética
Resulta bastante obvio -mucho más de cuanto pueda resultar la idea de posmoderno, que a ello se vincula- que el arte de hoy ya no es posible describirlo, ni teorizar adecuadamente sobre él, en base al concepto de vanguardia. Achile Bonito Oliva ha hablado explícitamente de transvanguardia, aunque refiriéndose a un movimiento determinado de la pintura actual que él encuentra particularmente significativo. Sin embargo, que la vanguardia está acabada y que, sobre todo, no puede recurrir más al concepto central de la estética y de la crítica es una tesis sobre la cual muchos están de acuerdo: incluso entre la mayoría de los críticos, filósofos, artistas que se reunieron hace poco en el Beaubourg, invitados por el Centro de Creación Industrial para discutir, bajo la conducción de Umberto Eco, sobre nuevas tendencias en el arte y en el design.Se trataba de celebrar los primeros 10 años de existencia de Beaubourg con una suerte de balance de la vanguardia y de los distintos experimentalismos -que han marcado la historia reciente de las artes. También allí, aunque si bien no por unanimidad y desde puntos de vista a menudo heterogéneos, la conclusión ha sido que la vanguardia está acabada: piara algunos, como Alain Robbe Grillet, esto es un hecho deplorable y cargado de consecuencias negativas para el destino del arte; pero, según la mayoría, el fin de la vanguardia es más bien el acontecimiento que marca una transformación profunda, no necesariamente catastrófica ni negativa, en el significado del arte para la vida individual y social. El punto, por otra parte, es que si tenemos presente, explícita o implícitamente, el final y la impracticabilidad de la noción de vanguardia, estética y crítica no parecen haber elaborado hasta hoy, de un modo igualmente claro, principios teóricos alternativos, y esto coloca su discurso en una especie de suspensión: los antiguos dioses se han marchado, como decía Hölderlin, pero los nuevos aún se desconocen.
Quizá, para elaborar la superación de este estado de incertidumbre teórica, valga la pena preguntarse más precisamente qué es lo que se entiende cuando se habla del final de la vanguardia. Bonito Oliva, como se sabe, se refiere sobre todo al hecho de que se ha devaluado entre los artistas, el público, los críticos, una visión evolucionista e incluso progresista de la historia del arte: ya no admitimos que el criterio de validez de una obra o de un movimiento artístico consista en ser avanzado, nuevo, experimental. Pero el sentido de este cambio de mentalidad sólo se comprende plenamente si se le ubica sobre el fondo de la transformación, mucho más vasta, verificada en el modo de ser de la experiencia estética en la sociedad actual.
TRANSFORMACIÓN RADICAL
La transformación más radical que se ha verificado entre los años sesenta y hoy, para quien considere la relación entre arte y vida cotidiana, me parece que es posible describirla como un pasaje de la utopía a la heterotopía. Los años sesenta (sin duda, principalmente en el 68, aunque se trata de un movimiento que culmina solamente en la contestación de aquel año y que ya estaba vivo desde principios de la posguerra) conocieron una amplia difusión de perspectivas orientadas hacia un rescate estético de la existencia que niega, más o menos explícitamente, el arte como momento especializado, como domingo de la vida, en el sentido en que hablaba Hegel. La utopía se presenta, obviamente, en su forma más explícita y radical en el marxismo; pero existe también una versión burguesa, que se puede percibir en la ideología del design y que se impone ampliamente, por ejemplo, a través de la popularidad de Dewey en la filosofía y la crítica europeas de los años cincuenta. También Dewey, como los teóricos y críticos marxistas (de Lukács a los maestros de Francfort hasta Marcse), tiene ascendencia hegeliana. Para Dewey, la experiencia de lo bello está ligada a la percepción de un fuIffilment, que no tiene nada que ganar, más bien al contrario, que puede perderlo todo al ser separado de lo real de la vida cotidiana: es éste un dominio del arte en sentido específico; Dewey incluso alude a una sensación más general de armonía que tiene sus raíces en el uso de los objetos, en el establecimiento de equilibrios satisfactorios entre individuo y ambiente. En cuanto a las diversas formas de marxismo, éstas tienen en común la idea de que el divorcio del arte y la especificidad de la experiencia estética son aspectos de la división del trabajo social que se deben eliminar mediante la revolución o, de todos modos, a través de una transformación de la sociedad en el sentido de la reapropiación por parte de todos de la íntegra esencia del hombre. En Lukács, esta perspectiva actúa principalmente a nivel de metodología crítica (realismo no es la mera reproducción de las cosas tal como son, sino representación de la época y de sus conflictos, con una referencia implícita a la emancipación y a la reapropiación); en Adorno, la promesse de bonheur constitutiva del arte se da sobre todo como instancia negativa y desenmascaramiento de la discordancia de lo existente -con la correlativa revalorización revolucionaria de la vanguardia histórica, que el realismo lukacsiano consideraba, en cambio, como meros síntomas de la decadencia. Esta revalorización de las vanguardias en clave utópica se explica después, hasta sus más extremas consecuencias, en el sueño marcusiano de una existencia estéticamente (también sensible y sensualmente) rescatada en su totalidad. Si Adorno había abierto el camino a una consideración positiva, desde el punto de vista marxista, de las vanguardias, sobre todo en cuanto a revoluciones formales de los lenguajes de las diversas artes (el dodecafonismo schönberguiano, el silencio de Beckett ...), Marcuse sintetiza asimísmo en su utopía otros significativos aspectos de la vanguardia; por ejemplo, la instancia situacionista de una transformación general de las relaciones entre experiencia estética y cotidianidad, hechas valer por el superrealismo y el situacionismo.
UNIFICACIÓN TOTALIZADORA
Si se examinan aquellos años desde la distancia relativa que hoy nos separa, también resultan atenuadas las nada pequeñas diferencias teóricas que distinguieron, por ejemplo, la ideología del design (el sueño de un rescate estético de la cotidianidad a través de la optimación de las formas de los objetos y del aspecto ambiental) y el compromiso revolucionario de los diversos marxismos. Desde estos puntos de vista, si bien distintos entre sí, siempre se persiguió una unificación totalizadora de significado estético y significado existencial que puede definirse, con justos motivos, como utopía. Utopía era, según la famosa obra de Bloch de 1918, el significado de la vanguardia artística de principios de 1900, y estas vanguardias, mientras evolucionaban (históricamente fue así a través del Bauhaus) por muchos aspectos en la ideología del design, por otra parte, y realizando un largo camino (de la recusación de Lukács a Adorno y finalmente a Marcuse), fueron a fundirse con el marxismo revolucionario (esta fu-sión, a nivel de masa, es por lo demás uno de los significados, o el significado, del 68).
De esta gran utopía unificante -utopía de la unificación estética de la experiencia, pero también utopía que unificaba orientaciones teóricas y políticas distintas entre sí bajo el signo de una separación general del arte en su sentido tradicional e independiente- hoy no parece haber quedado nada. Ahora resulta raro que el discurso crítico sobre las artes y el discurso de la estética filosófica, expongan explícitamente el problema del significado general del arte y la cuestión de su divorcio. Aquella que, según Adorno, era la esencia de la vanguardia, que residía en el hecho de que cada obra cuestionaba, además de a sí misma, -también la esencia del arte en general y su específica ubicación entre otros momentos de la vida espiritual, parece haber quedado devaluada. Artistas, escritores, teóricos, no parecen ya interesados en marcharse de las sedes institucionales (galerías, teatros, museos) para tachar como alienada la situación independiente y especializada del arte y de la experiencia estética. No obstante, algo de la utopía del rescate estético de la existencia, de la anulación de los confines entre arte y vida, se ha realizado, acaso de un modo perverso y sinuoso. Si por un lado el arte, en su sentido tradicional, regresa a sus sedes institucionales y renuncia a contestarlas, una gran parte de la experiencia estética se disloca, encuentra nuevas formas que la ligan más estrechamente a la existencia de las masas, a través del sistema de la moda y de los media. Es aquí sobre todo cuando se manifiesta de una manera cada vez más explícita la capacidad de la obra de arte (o quizá, más modestamente, del producto estético) de hacer mundo, de crear modelos en los cuales individuos y grupos se reconozcan y con los cuales tiendan a identificarse.
MODELO IDEAL
En uno de sus ensayos de estética más recientes, Hans Georg Gadamer ha reconocido que la experiencia de los fans del rock que participan en los conciertos happening no es esencialmente distinta de la experiencia estética tradicional de los amantes de la música clásica, que se reúnen para escuchar Bcethoven o La Traviata: en ambos casos se trata de reconocerse como parte de una comunidad en un modelo ideal compartido. La idea (aún tan viva en la Sociología de la música, de Adorno, cuando habla de la pobreza estructural del jazz) de que en el caso de Verdi y Beethoven estamos ante caracteres estructurales del objeto que producen algo infinitamente superior a productos de consumo, tales como la música rock, es en gran parte el resultado de un fetichismo estético de tipo clasicista. Lo bello no es aquello que ejecuta ciertos caracteres estructurales de un modo perfecto, sino aquello que tiene la fuerza de hacer mundo, de crear y recrear en torno a sí una comunidad. Algo por el estilo ya lo decía, si bien no tan claramente, Kant en la Crítica del juicio. Sólo que en su época él podía aún hacerse la ilusión de que la comunidad que se reconocía en las obras de arte que eI mismo apreciaba pudiera ser identificada, al menos parcialmente, con la humanidad en general: era el mismo principio en base al cual la civilización occidental aparecía, sin más,como la civilización. Hoy otras culturas han tomado la palabra en el mundo y dentro de la propia civilización occidental han sali do a luz numerosas subculturas, cada una con sus modelos, cada una con sus experiencias de reconocimiento. Ya no es posible ser vanguardia porque ésta dejó de ser una utopía unificante, en referencia a lo cual ese pueda definir el valor estético de una obra. Naturalmente, esto deja abierto el problema de hallar otro criterio de valoración para el arte y los productos estéticos que no tenga ya la utopía como referencia. Es un problema que la estética y la teoría de la crítica no parecen haber resuelto realmente. Un primer paso hacia la solución podría consistir en reconocer que el arte, que no se define más en términos de utopía, en cambio sí actúa como heteroropía: no como capacidad de indicar una forma de existencia reconciliada, sino como presentación de múltiples formas, de existencia posibles, de modelos diversos y alternativos que, en su misma y explícita multiplicidad, funcionan como instrumentos de emancipación. Sólo el kitsch, la desvalorización estética, es hoy quizá lo que todavía pretende ver como obra clásica, la única portadora de una utopía. La vanguardia se revela bajo esta luz como la última forma del clasicismo; del otro lado de ella no está únicamente la transvanguardia como programa específico de un movimiento artístico determinado, sino una transformación general del modo de vivir y pensar la experiencia estética, de la cual apenas hemos comenzado a entrever el significado.
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