Con nombre y apellidos
La prevalencia paterna debe desaparecer, pero el orden alfabético es una mala solución
El Gobierno ha preparado un proyecto de ley del Registro Civil que sustituirá a la de 1957. A pesar de los múltiples aspectos abordados en el nuevo texto, el debate político se ha concentrado en las disposiciones relativas al orden de los apellidos paterno y materno en el momento de inscribir a los recién nacidos. Una reforma del Reglamento del Registro aprobada en 1999 autorizó que los padres pudieran alterar de común acuerdo el orden tradicional de los apellidos. Pero el problema jurídico surgía en caso de conflicto: esa misma reforma establecía que prevalecería el del padre.
El Gobierno ha dado una solución discutible a un problema que, sin embargo, es real, por más que hasta ahora haya resultado marginal el número de casos planteados ante los tribunales. La prevalencia del apellido del padre en caso de conflicto es contraria al principio de igualdad establecido en la Constitución. Pero está lejos de ser una buena idea recurrir al orden alfabético como criterio alternativo. No para evitar, como se ha dicho, que el censo bascule a largo plazo hacia las primeras letras del abecedario en detrimento de las últimas como consecuencia de esta reforma, sino por una razón de mayor trascendencia: se volvería a atentar contra el principio de igualdad. En este caso, no por anteponer la voluntad del padre a la de la madre, sino por romper el equilibrio entre las partes en un eventual litigio, puesto que una de ellas se sabría de antemano favorecida y la otra, de manera simétrica, perjudicada. El motivo de la desigualdad sería diferente del que consagra la vigente ley del Registro, pero la desigualdad como tal se mantendría. De ahí que el Gobierno esté considerando, con buen criterio, rectificar, sustituyendo por otro el criterio del orden alfabético. El sorteo parece un método más ecuánime.
El proyecto aborda otros aspectos relativos a la inscripción de recién nacidos que, a diferencia del orden de los apellidos, afecta a un número superior de casos. Un decreto de 2005 acabó sobre el papel con la exigencia de inscribir el nombre de un padre, aunque sea ficticio, cuando el recién nacido sea hijo de mujeres solas. La realidad es que inscribir a un niño sin padre es aún un calvario burocrático, y esta ley era una buena ocasión para solucionar el problema. La sociedad ha sufrido una profunda transformación desde que se aprobó la Ley del Registro Civil de 1957, de manera que la omisión del nombre del padre, que el legislador trató de evitar, no constituye ya ningún estigma. Es en la línea de reconocer la nueva realidad, además de aplicar el mandato constitucional sobre la igualdad, donde cobra sentido uno de los aspectos más indiscutibles del proyecto de ley que el Gobierno espera ver aprobado en el plazo de dos meses: no habrá mención al estado civil de los padres, de manera que desaparezcan las diferencias entre los hijos matrimoniales y no matrimoniales.
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