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DON DE GENTES
Columna
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En misa de ocho

Elvira Lindo

Nunca quise ser monja. A no ser que la monja fuera Ingrid Bergman en Las campanas de Santa María, Audrey Hepburn en Historia de una monja, Shirley MacLaine en Dos mulas y una mujer o Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas. Visto el casting de monjas que inspiraron en mí algún tipo de vocación religiosa, es evidente que lo que yo deseaba es ser una monja que colgara los hábitos en cuanto se acabara el rodaje de la película. Monja de camerino o monja de caravana, si se rueda en exteriores. Sin embargo, y no bromeo, nunca fui ajena a sentir el recogimiento espiritual que una iglesia emana, al dramatismo de algunos pasajes de la Biblia, a la gravedad de ciertos momentos de un servicio religioso o al estremecimiento que la más bella música de iglesia puede provocarte. Hay quien afirma que se pueden apreciar las obras de arte inspiradas por la fe experimentando una mera emoción estética. Pero ¿por qué no abandonar durante dos horas nuestros principios para entender mejor la idea que motivó una pieza musical, un fresco en la basílica florentina de Santa Croce o cierto pasaje de la Biblia? Cuando escucho la voz única de Mahalia Jackson en casa tengo que dejar de hacer cualquier tarea, su voz interpretando Come sunday me sacude por dentro. No puedo imaginar lo que sería si la hubiera podido ver en cualquiera de esos templos en los que ella convertía su talento musical en una manera de unir a Dios con los feligreses. Puedo disfrutar del góspel sentada en el sofá, pero no es comparable a escucharlo un domingo, en un templo de Harlem, interpretado por sus vecinos como un acto de fe, no como un acto cultural. ¿Es un pecado para los no creyentes abandonarse a ello? Consiste en dejarse llevar por lo que sienten esas personas que alzan las manos al cielo cuando cantan. Con esa intención de abandono, fuimos la otra tarde a la misa de ocho más esperada de la primavera: la Misa en si menor de Bach. El templo, el Carnegie Hall. Oficiaba el servicio, el japonés Masaaki Suzuki dirigiendo a la orquesta Bach Collegium Japan. Vestidos con el decoro que correspondía a tamaño acontecimiento, ocupamos las dos butacas que nos había conseguido el único varón occidental del coro, un belga, Bart Vandewege, cuya cabeza rubia sobresalía por altura y color entre los cantantes japoneses. ¿Que cómo llegó ese belga a reservarme desde España dos entradas para el concierto más cotizado de la temporada del Carnegie? Pues hay que creer un cincuenta por ciento en Dios y el otro cincuenta en las redes sociales. A veces el milagro se produce. Allí estábamos nosotros, entre los casi 4.000 creyentes en Bach que ocupaban hasta la última butaca de los cinco pisos de este templo musical. Antes de comenzar el concierto, un representante del Carnegie recordó a las víctimas del terremoto japonés y pidió un minuto de silencio. Fue un silencio de 4.000 criaturas. Mirábamos a los músicos puestos en pie, casi todos con la cabeza baja, quién sabe si recordando a alguien querido, alguien que en su corazón tenía un rostro irrepetible, un nombre concreto y familiar. El silencio y Bach. Bach recorriendo el camino que describe todos los estados de ánimo que se producen entre el hombre y un ser superior. De suplicarle piedad a la celebración de la vida. Piedad, en este caso, para los inocentes que han muerto tragados por una tierra rabiosa; alegría por los que han sobrevivido entre las ruinas. Cómo no pensar en esos términos si ese fervor es el que quería contagiar quien tan delicadamente compuso esa obra. Bach. Cuatro mil cabezas recibiendo su mensaje, ocho mil oídos por donde penetraba un aria que te acercaba al Paraíso, una cantidad nada desdeñable de sonotones en el patio de butacas. Es curioso: si uno mira al público del Carnegie desde arriba, verá un conjunto de cabecillas blancas que todas juntas parecen algodonar el suelo; según se va ascendiendo en pisos, las cabezas se van oscureciendo. Son los jóvenes que dentro de cuarenta años escucharán la misa desde el patio de butacas que ahora se les antoja tan lejos. Ley de vida. Es tal la fuerza de esta misa que no se entiende cómo la Iglesia católica vulgarizó sus ritos hasta convertirlos en una baratura de guitarrerío y voces mal entonadas. Han desechado lo mejor de su tradición, la belleza que en torno a la idea de Dios crearon algunos de sus más inspirados creyentes, y se han quedado con su vieja costumbre de fiscalización de la vida de las criaturas, de las suyas y de las ajenas. Predican con una furia que nada tiene que ver con la espiritualidad que transmiten las voces y los instrumentos de esta orquesta japonesa donde destaca como si fuera un punto de luz la cabeza de ese ángel belga que nos ha regalado estas butacas. Después de aplaudir, 4.000 personas puestas en pie salimos a la calle 57 envueltos aún en música, algo idos, algo mareados. Un vino, una cena frugal, volverían a ponernos los pies en el suelo. Qué torpe es la Iglesia. No se dan cuenta de que para personas como nosotros la estética es siempre un espejo de la ética. Si los servicios religiosos tuvieran una dignidad en su puesta en escena, quién sabe, igual nos convertiríamos. Aunque fuera solo el tiempo que dura una misa como esta, la misa de ocho.

Hay que creer un 50% en Dios y el otro 50% en las redes sociales. A veces el milagro se produce
Si los servicios religiosos tuvieran una dignidad en su puesta en escena, igual nos convertiríamos

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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