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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Un manifiesto contra España

El 'Manifiesto por la lengua común', en vez de reforzar la identificación de los ciudadanos con el proyecto político compartido de España, es una invitación al desapego. España es un país plurilingüe

Albert Branchadell

España es un país plurilingüe. La mayoría de españoles tiene el castellano como lengua materna o lo ha elegido como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación, pero existen también otros españoles que tienen o han elegido otra lengua. Ésta es la realidad que la Constitución de 1978, los estatutos de autonomía y las llamadas leyes "de normalización lingüística" han pretendido acomodar en los últimos 30 años. Y he aquí la realidad que el Manifiesto por la lengua común no acierta a reconocer en su empeño por encumbrar el concepto de "lengua común" y dar marcha atrás en el camino iniciado hace seis lustros.

El primer reproche que cabe dirigir al Manifiesto no es su franco involucionismo sino el concepto mismo de "lengua común". Según el Diccionario de la Lengua Española, "común" es lo que "no siendo privativamente de ninguno, pertenece o se extiende a varios". Sin duda, el castellano pertenece a todos los españoles. Pero también el catalán/valenciano, el euskera y el gallego. Para los firmantes del Manifiesto sólo el castellano es verdaderamente común en la medida que lo conocen todos los españoles. Pero una cosa es que todos los españoles conozcan el castellano y otra muy distinta que consideren que el castellano es su lengua. Ahí es donde el Manifiesto efectúa un dudoso salto conceptual: de la amplia difusión social del castellano a la condición de lengua política exclusiva. La asimetría social entre las lenguas españolas es un hecho empírico (con sus razones históricas); la asimetría política que el Manifiesto deduce de ella es una posición ideológica no sólo controvertible sino peligrosa para la continuidad de España como proyecto político compartido.

El 'Manifiesto' nos propone un viaje hacia el último Consejo de Ministros franquista
Pretende que todos los españoles consideren que el castellano es su lengua materna

Esta asimetría se manifiesta tanto en la consideración que reciben las lenguas dentro de las comunidades bilingües como en los ámbitos estatal y europeo. Según el Manifiesto, en las comunidades bilingües la obligación de conocer el castellano puede ser impuesta; en cambio, el conocimiento de la otra lengua oficial solo puede ser "estimulado". Por otra parte, es evidente que los funcionarios de esas comunidades deben conocer el castellano; en cambio, no es necesario que todos conozcan la otra lengua oficial. Finalmente, el uso público del castellano por parte de los representantes políticos no conoce límites territoriales; en cambio, el uso de las otras lenguas oficiales debe quedar confinado al territorio de las comunidades bilingües.

El plan del Manifiesto es trasladar la asimetría social a la esfera política y ordenar jerárquicamente las lenguas: el castellano debe ser la lengua verdaderamente oficial y las demás deben serlo sólo de modo secundario. El problema es obvio: este plan no está en línea con el desarrollo del bloque constitucional de los últimos 30 años. Es por ello que los firmantes del Manifiesto reclaman al Parlamento español una normativa legal para rectificar el rumbo y amarrar la primacía del castellano.

El Manifiesto sostiene que esa normativa debe fijar que el castellano es "común y oficial" a todo el territorio y la única lengua cuya comprensión "puede serle supuesta a todos los ciudadanos españoles". Si exceptuamos el aconstitucional "común", esa propuesta ya está en la Constitución. Sin duda, la propuesta debe ser entendida en términos exclusivistas: lo que se propone es que se prohíba la posibilidad de establecer el deber de conocer una lengua española diferente del castellano, de modo que su comprensión pueda serle supuesta a todos los ciudadanos de la comunidad afectada. Es decir, que se prohíba lo que prevé el Estatuto de Cataluña para el catalán y que se abandone la jurisprudencia que sanciona el conocimiento obligatorio del catalán por parte de los alumnos y de los funcionarios de la Administración catalana.

El Manifiesto también reclama que se establezca el derecho de los ciudadanos a ser educados en castellano. A diferencia de la anterior, esta propuesta no está en la Constitución. Lo que sí existe es una acreditada jurisprudencia según la cual el derecho a la educación no implica el derecho a elegir la lengua de la enseñanza. Es interesante, por cierto, que el Manifiesto solicite al Parlamento español una normativa sobre una cuestión que parlamentariamente ya está zanjada: el Congreso rechazó recientemente una proposición del PP que incluía el derecho a "estudiar en castellano en todas las etapas del sistema educativo".

Naturalmente, que el Parlamento convalide el sistema de inmersión lingüística en Cataluña no significa que este sistema sea invulnerable a la crítica. Si el Manifiesto existe es, en buena medida, por el trato escolar que recibe el castellano en Cataluña, que acaso sería bueno revisar. Es posible que en Cataluña no se haya garantizado de manera satisfactoria el derecho a recibir la "primera enseñanza" en castellano, reconocido desde la Ley de Normalización de 1983. En la actualidad, oponerse a la tercera hora de castellano (al mismo tiempo que se admiten asignaturas en inglés) es un grave error político. En ambas cuestiones, cumplir estrictamente la ley podría bastar quizás no para prevenir manifiestos pero sí para aplacar el posible descontento ciudadano. La normativa legal que propone el Manifiesto también debería establecer que "en las autonomías bilingües, cualquier ciudadano tiene derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales". De nuevo se propone algo que ya está en el derecho vigente. En el caso de Cataluña, el Estatuto no puede ser más claro: "Los ciudadanos tienen el derecho de opción lingüística". Todo lo que habría que hacer es garantizar efectivamente este derecho en todas las comunidades bilingües, reconociendo que se infringe con mayor frecuencia cuando la lengua elegida no es el castellano. El testimonio de un ciudadano valenciano en este periódico es ilustrativo: "Nunca he tenido problema alguno para ser atendido en castellano; muchísimos para serlo en valenciano".

Por lo demás, si verdaderamente son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no es claro por qué esos derechos deberían quedar circunscritos al territorio de su comunidad. En aplicación de sus principios, el Manifiesto debería abogar también por el derecho a ser atendido en cualquier lengua oficial por las instituciones compartidas del Estado. De lo contrario, el Manifiesto debería solicitar la reforma del actual reglamento del Senado, por cuanto reconoce que los ciudadanos "podrán dirigirse al Senado en cualquiera de las lenguas españolas que tengan carácter oficial en su comunidad autónoma". O, por la misma regla de tres, debería solicitar la derogación de los acuerdos entre España y las instituciones de la UE, que permiten a los ciudadanos españoles comunicarse con ellas en cualquier lengua que sea oficial dentro del territorio español.

En la línea de limitar el uso de las lenguas diferentes del castellano, el Manifiesto termina reclamando que se obligue a los representantes políticos a expresarse en castellano en sus funciones de alcance estatal o europeo. Se desprende, de nuevo, la conveniencia de reformar el reglamento del Senado, que permite intervenir en cualquier lengua oficial en la Comisión General de las Comunidades Autónomas, y la abrogación de los acuerdos con la UE. En definitiva, el Manifiesto nos propone un viaje en el tiempo, hacia 1981, cuando el ministro Rodolfo Martín Villa, al calor del 23-F, promovía una ley para garantizar la enseñanza del castellano en todo el territorio, o acaso hacia 1975, cuando el último Consejo de Ministros franquista aprobaba un decreto que reconocía las lenguas "regionales" como patrimonio cultural y declaraba el castellano "idioma oficial de la Nación y vehículo de comunicación de todos los españoles".

En los acuerdos con la UE antes citados, se aduce que "los esfuerzos para acercar la Unión a los ciudadanos exigen que, en la medida de lo posible, se facilite tanto a ellos como a sus representantes la comunicación con las instituciones en su lengua materna, elemento importante para reforzar su identificación con el proyecto político de la Unión". El Manifiesto por la lengua común va en la dirección contraria: lejos de reforzar la identificación de los ciudadanos con el proyecto político de España, es una invitación al desapego. España es un país plurilingüe. Si queremos que siga siendo un país, la receta no es contraponer la lengua "común" a las lenguas "autonómicas", ni anteponer los intereses de los "ciudadanos monolingües en castellano" a los del resto de ciudadanos españoles.

Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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