La mala educación
El endurecimiento de las medidas contra los inmigrantes que aparece cíclicamente en la agenda de la Unión Europea tiene mucho de amnesia y un buen porcentaje de ingenuidad, porque si algo demuestra la historia de los flujos y reflujos migratorios de todos los tiempos es que no hay ley, ni muro, ni forma de impedir la entrada de una persona que, con el irreprochable objetivo de alimentar a su familia, pretende introducirse en un país que le ofrezca mejores oportunidades que el suyo.
Europa, y aquí viene la amnesia, le debe la vida a todos esos europeos que emigraron a otras latitudes en busca de fortuna; el soplo que trajo el Nuevo Mundo fue crucial para la consolidación del Viejo Continente. ¿Qué hubiera sido de la hoy pujante y boyante Irlanda si en el siglo XIX, durante la gran hambruna, Estados Unidos hubiera "endurecido" las medidas contra los inmigrantes? Éste es un asunto de conciencia nacional con el que tendrán que lidiar en su momento los irlandeses. En cuanto a nosotros, en España también tenemos nuestra propia cuota de amnesia, que nos lleva a hacer cosas que, si nos ajustásemos a cualquier manual de urbanidad básica, serían calificados como esos actos impropios que hace la gente maleducada y malagradecida.
La dureza española con la inmigración latinoamericana debería pesar en la conciencia colectiva
¿Olvida España que muchos de sus hijos emigraron a América Latina?
Ahora voy a recordar una historia que debiera ser inolvidable, máxime en estos momentos: en el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo hacían la vista gorda para no condenar el golpe de Estado del general Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos frente al golpe contra la República legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza.
Sólo un país defendió entonces, contra viento y marea, al Gobierno de la República: México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, cosas como ésta: "El Gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el Gobierno republicano". El resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el Gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.
Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país debían ser recibidas por otro. Esto le parecía un principio de elemental humanidad, y guiado por este principio ofreció asilo a miles de inmigrantes,entre ellos, a decenas de miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra sino también su país. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el Gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.
En estos días en que la Unión Europea endurece, un poco más, las medidas contra los inmigrantes "sin papeles", no está de más tener presente esta historia, que tiene apenas 70 años de antigüedad, y no está de más recordarla porque las normas comunes que salen de Bruselas, que intentan controlar el flujo de emigrantes que entra todos los días a Europa, no son más que una aproximación, un tanteo, a veces bastante torpe, que con frecuencia se agita según los aires políticos del momento.
Estados Unidos, que nos lleva décadas de ventaja en este tema, se ha cansado de construir muros y leyes y de inventar cuerpos de policía especiales, y aun así no ha podido encontrar la solución para que los emigrantes latinoamericanos dejen de colarse por sus fronteras. La inmigración es el peaje inevitable que tienen que pagar los países ricos, y todo lo que puede hacerse al respecto es, más o menos, acotarla. Porque sin este margen se caería en la persecución, en la criminalización del inmigrante, en la instauración de un Estado policiaco que iría en contra de lo que es Europa, un territorio donde ante todo se practican los valores de respeto de la dignidad humana, sin los cuales este continente se convertiría en un holding de empresarios dedicados a la multiplicación de sus riquezas.
Dentro del margen que el fenómeno exige, cada país europeo debe tener presente su propio historial migratorio, que es parte indisociable de su historia, una particularidad que no puede meterse en el saco general de medidas de la Unión Europea. Por ejemplo, España tiene responsabilidades con Latinoamérica que Irlanda no tiene, porque España, guste o no, es la madre patria de aquel continente y además, a lo largo de su historia, los españoles han emigrado con bastante normalidad a aquellos países; cosa que, hasta hace unos años, también sucedía a la inversa.
Pero aquel periodo idílico, de elemental justicia, se ha terminado: la urgencia europea por controlar el aterrizaje, o el desembarco, de los inmigrantes, ha provocado, entre otras cosas, que el Gobierno español pase por alto esos años, nada remotos, en los que para progresar, para ganarse mejor la vida, había que irse de España, había que emigrar a otro país.
Pondré como ejemplo el caso de un mexicano que quiera viajar a España, porque es el que mejor conozco, porque tiene que ver con esa historia de conmovedora solidaridad que protagonizó el presidente Lázaro Cárdenas, y porque ilustra perfectamente cómo las medidas contra el inmigrante se han endurecido de manera irracional. Setenta años después de aquella historia, todo mexicano que venga, no a quedarse, sino a pasear a España tiene que someterse a un control nada cortés en el aeropuerto de Barajas o en el de El Prat; un control en el que un oficial le exigirá que enseñe el billete de vuelta, una cantidad mínima de 57 euros por cada día de estancia, el comprobante de una reserva de hotel y, si se trata de un turista que viene a visitar a un familiar o amigo, es decir, que no se hospedará en un hotel, una carta de invitación que previamente ese sufrido familiar o amigo habrá tenido que ir a tramitar a la comisaría de su barrio. Hay que añadir, porque no sobra, que los mexicanos son una minoría en España; una minoría que no sólo no amenaza la integridad de la Unión Europea, sino que ni siquiera pinta en las estadísticas del Ministerio de Trabajo e Inmigración.
Estas medidas duras e inútiles, que se aplican sin ningún rubor tanto a los mexicanos como a la mayoría de los latinoamericanos, hijos todos de la madre patria, deberían pesar en la conciencia colectiva de España, que hoy es rica y próspera gracias a sus emigrantes y a sus inmigrantes. Olvidar esto, pasarlo por alto, es de gente mal educada.
Jordi Soler es escritor.
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