La ley contra la violencia de género, a examen
Por diversas razones -al igual que la nueva regulación del aborto, los matrimonios al margen del sexo de los contrayentes o el Estatuto de Cataluña- la reacción de significativos sectores políticos, sociales, doctrinales y judiciales contra la ley integral contra la violencia de género ha sido furibunda, despiadada y con poco fundamento. Algo bueno deben de tener esas cuatro normas. Pero el ataque más insidioso que puede recibir una norma es el de los jueces que la han de aplicar, cuando en lugar de aplicarla, la deconstruyen. El garantismo es una buena coartada, pero es una falsa coartada: no es garantismo de lo que se habla, sino de un hiperformalismo que es al Derecho lo que la anorexia a una dieta sana.
El abuso de poder es una relación patológica. La agresividad machista es una muestra
De esta forma, se consigue que en vez de castigar al agresor machista por delito se le castigue por falta, quedando el castigo por este hecho con una pena inferior a la que recibe hurtar un CD en un establecimiento: una multa ridícula que, en ocasiones, hasta paga la propia víctima. ¿Cómo se llega a este desatino? Desnaturalizado las normas.
Sabido es que la violencia machista no supone solo la agresión de un hombre sobre su pareja o ex pareja, sino que se requiere que sea dentro de un contexto de dominio, de abuso de poder. Al declarar la conformidad constitucional de la norma, la STC 45/2009 afirmó que lo que dota a la acción de una violencia mucho mayor que la que su acto objetivamente expresa es ese abuso del hombre sobre la mujer.
Por ello, o pese a ello, un minoritario sector judicial exige para castigar por delito de género que se pruebe tal relación de dominio en el caso concreto; como no se prueba, porque es imposible probarlo en el caso concreto, se castiga por falta. ¿Por qué es imposible probarlo en el caso concreto? Porque una gota no hace lluvia. El abuso de poder es una relación patológica, una de cuyas muestras es la agresividad del machista para con su acoquinada pareja o ex pareja. No se requiere para ello que se hayan oído gritos, voces o que uno de los (ex) cónyuges haya aparecido en público alterado; hace falta probar el cuadro psicosocial en que se encuentra la mujer.
La voluntariedad en las acciones nunca es objeto de prueba en un juicio, pues la voluntariedad de la acción es regla de experiencia: lo que se prueba es su ausencia o su construcción defectuosa; lo mismo ha de suceder con la relación de dominio. Analizada la relación de la pareja o ex pareja, no el incidente aislado, ahí está la trampa, surgirá que lo natural en dicha relación es el abuso de poder. Limitarse a lo que pueda aparecer o no aparecer de abuso de poder en las lesiones o amenazas concretas que se juzgan es sustraer el proceso al principio de verdad material. El abuso de poder no se verá reflejado en el modo en que los dedos del acusado se han impreso en el rostro de la víctima ni en la dirección o fuerza del apuñalamiento que refieran sus heridas ni menos aún en las voces que los vecinos o familiares hayan podido percibir al momento de la agresión. El abuso de poder, al ser un devenir histórico, debe y puede ser probado en su curso temporal, resultando la agresión el colofón del mismo, no su origen. Pero las reglas de la experiencia, además, nos enseñan que, si se ajusta la verdad material a la procesal, esa probanza será automática y lo que realmente ocupará el tiempo de los juzgadores será la prueba de descargo, esto es, de un hecho negativo que esgrima el imputado, descargo que solo a él incumbe. Pedir lo contrario es improcedente y una nueva agresión a la víctima.
No vaya a creer el lector que para llegar a esa conclusión el juez debe convocar a la Escuela de Viena en pleno para que confeccionen un dictamen psicológico de la mujer; en la inmensa mayoría de casos basta con tener la mínima sensibilidad que la experiencia desarrolla y observar cuál es el lenguaje tanto oral como corporal de la víctima, tanto durante la instrucción como en el juicio oral. Además, aquí, familiares, amigos y vecinos pueden desempeñar un papel contextual esencial. Ello y los dictámenes forenses en los que consten las lesiones físicas y sobre todo psicológicas, lesiones estas últimas que solo se explican como fruto de una relación de abuso de la que la mujer, al fin, haciendo acopio de un inaudito valor, quiere salir, implorando la ayuda de los poderes públicos. La respuesta que debe recibir no es de tener por no probada la relación patológica, negativa que procede de que el operador, pese a los pronunciamientos constitucionales en su favor, no considera de recibo la norma a aplicar. El juez trabajando al margen de la Ley pierde la legitimidad que le viene únicamente de la recta aplicación de la Ley.
Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.
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