Un intelectual molesto
No es muy querido. Ocupa el primer plano desde hace tiempo, es además un rico heredero desde la cuna y agita al todo París por su empuje de estrella de rock y por su reputación, discutida como corresponde, de filósofo. En resumen, lo preciso para repeler a los espíritus tristes. A pesar de sus profesiones de fe socialista repetidas hasta la saciedad, los puros y los duros del partido no ceden: aunque vote siempre "bien", a veces piensa bastante mal. Un sobrino mío me ha confesado que hay en provincias salas de profesores en las que se siguen echando pestes contra "les nouveaux philosophes" que desacreditaron al marxismo entonces dominante: 40 años más tarde, eso no se nos perdona, tanto él como yo seguimos siendo unos apóstatas infectos.
Bernard-Henri Lévy tiene el mérito de haber señalado el peligro que corrían los insurgentes libios
Después de Bosnia y Ruanda, el riesgo era una no intervención egoísta y cobarde
Así que cabe comprender, sin por ello justificar, que la intervención militar de Francia, Inglaterra, etcétera, parezca girar más en torno a Bernard-Henri Lévy que en torno a la suerte de los civiles de Bengasi y de Misrata. Cuando se le señala el mundo exterior, el ingenuo mira al dedo. Se parlotea en los cafés, los diplomáticos se ofenden, los consejeros del príncipe denuncian al intruso, hay ministros que se sienten marginados... en cuanto a los libios, amenazados con una masacre, esa es la menor de las preocupaciones del gacetillero. ¡Socorro, un intelectual pisotea parterres reservados!
En el extranjero se sorprenden: decididamente los intelectuales franceses no pueden parar quietos. ¡Si al menos se pusieran todos de acuerdo! Pero no, en cuanto hay uno que se compromete los otros se contra-comprometen. Mediante una ilusión retrospectiva creemos que los filósofos de la Ilustración formaban un frente unido. Lo cierto es que Voltaire y Diderot por un lado y Rousseau por otro se enfrentaban cuchillo en ristre, no escatimando ni un chisme, denunciándose recíprocamente a las autoridades y movilizando a sus amigos ingleses para tramar oscuros complots.
Desde siempre, París es una jungla, "un reino animal del espíritu" según el gran Hegel, quien comparte la repulsa de los serios y ponderados universitarios alemanes por las broncas de sus vecinos del otro lado del Rin. Así y todo, la libertad de pensar, de romper, de inventar, parece tener ese precio.
El mundo cambia más deprisa que las instituciones que pretenden evaluarlo y gestionarlo. En menos de medio siglo, el mapa de Europa nunca había sufrido una transformación mayor: adiós a Yalta y adiós al telón de acero. En 30 años, 1.300 millones de chinos han abandonado la economía comunista y sueñan con la libertad. A día de hoy, el horizonte "infranqueable" del marxismo (Sartre) ha sido perfectamente franqueado, malque les pese a algunos nostálgicos. Semejante aceleración de la historia fastidia. Nuestro venerable Quai d'Orsay no se apercibió de las disidencias del Este que llevaron a la caída del muro de Berlín ni tampoco lo ha hecho con las revueltas árabes. Los mamuts administrativos franceses tienen el pensamiento lento, y raro, de ahí la necesidad de un debate público sin ellos, o incluso contra ellos. De ahí la utilidad de los impertinentes.
Se diga lo que se diga, el problema no es Bernard-Henri Lévy. Este último tiene el mérito de haber señalado con el dedo la peligrosa soledad de los insurgentes de Bengasi frente a las promesas sanguinarias proferidas por Gadafi e hijo, y de haber sido oído después por un presidente a veces audaz.
Es de lamentar que ningún diplomático o político haya tomado la iniciativa; después de Srebrenica, Grozny, Ruanda y Darfur era evidente el riesgo de una no-intervención egoísta, cobarde y deshonrosa. Incluso la ONU, poco proclive a arañar en la sacrosanta soberanía de los Estados, homologa, siguiendo a Kouchner, una necesidad de protección internacional de los civiles. Nada hay menos improvisado, irreflexivo o angelical que la intervención en Libia: por una vez se previene el crimen antes que deplorarlo hipócritamente a posteriori.
Un compromiso de intelectuales resulta necesariamente limitado. No les corresponde preparar -y mucho menos condu-cir- las operaciones militares y diplomáticas. Se equivoquen o no, su responsabilidad se limita al papirotazo inicial que hace evidentes los riesgos y las urgencias. La autoridad que ellos reivindican, quiérase o no, no reposa sobre diplomas ni títulos académicos, se sostiene por la sola consideración, tan desnuda como lúcida, de un estado de cosas. Y por las consecuencias que frente a él implica nuestra actuación o nuestra apatía. Maurice Clavel bautizaba antaño como "periodismo trascendental" esa voluntad de mantener los ojos abiertos sin ceder al qué dirán... Simone Signoret, más prosaicamente, hablaba de "recordadores".
Nada hay en ello que obedezca a una conducta misionera. Los conflictos de hoy día no enfrentan a ángeles o a buenos contra malos o demonios. En la I Guerra Mundial, de 10 millones de muertos el 80% fueron soldados. En la II, las víctimas militares y las civiles se repartieron al 50%. Desde entonces, la proporción de muertos sin uniforme se ha invertido y alcanza entre el 80% y el 90%. Las matanzas actuales son principalmente guerras contra los civiles, las mujeres y los niños primero. De ahí la necesidad superior de retener, si es posible, el brazo de los asesinos. En cuanto al porvenir que les corresponda a quienes hayamos ayudado a sobrevivir, ese es asunto suyo.
Al consagrar todo un lienzo, que se haría célebre, a la masacre de Gernika (1937), su pintor suprimió todo referente político. Ni un puño alzado, ni una bandera. Algunos años más tarde, el público comprendió: Coventry, Varsovia, Oradour e innumerables ciudades mártires se anunciaban en el Guernica. Todos somos hijos de Picasso.
André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de Juan Ramón Azaola.
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