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La incurable adicción a la droga

Fernando Savater

Ni bípedo implume, ni animal racional, ni portador de valores eternos: la mejor definición de nuestra especie es la que afirma que el hombre es un bicho drogadicto por antonomasia. Algunos zoólogos se empeñan últimamente en señalar que también otros animales llamados interesadamente por nosotros inferiores muestran patente afición a provocarse embriagueces: las hormigas soban cariñosamente a ciertos pulgones para beber el perturbador jugo que éstos exudan, algunos tiburones se emborrachan por hiperoxigenación en las corrientes que atraviesan determinadas cuevas submarinas, los elefantes recurren a los frutos fermentados de tales o cuales árboles para propinarse unas trompas de aquí te espero, etcétera. Sin pretender hacer de menos estos beneméritos y bestiales esfuerzos toxicómanos (cuyo inventario es más curioso que concluyente, como los testimonios zoológicos de Gide en Corydon para probar la naturalidad del deseo y el disfrute homosexual), hay que reconocer que los del hombre van mucho más allá en cantidad y cualidad. La obra clásica de Louis Lewin, Phantastica, aparecida en 1924, estudiaba decenas de productos (narcóticos, eufórizantes, alucinógenos, embriagadores, hipnóticos, excitantes ... ) que iban desde el vino al peyote, del opio al té y al café. del ya familiar tabaco (tan perseguido hoy en los parlamentos) al exótico kawa-kawa... La edición de Phantastica que poseo es de 1970 y lleva una sustantiva adenda que incluye cerca de 20, productos nuevos (el más significativo de todos es el ácido lisérgico) aparecidos tras la primera publicación de la obra; no dudo que las posteriores reimpresiones hayan podido ser aumentadas de modo semejante, aun sin molestarse en ampliar el concepto restrictivamente químico de lo que Lewin entendía por droga. El esfuerzo concienzudo por alterar la conciencia atraviesa como un leitmotiv púdicamente disimulado la historia de la humanidad. Para Beckett, todo lenguaje es un abuso de lenguaje; del mismo modo, diríamos que toda conciencia es anhelo de abusar y alterar la conciencia.Los hombres se han drogado por motivos religiosos y también para compensar el declive de las grandes creencias, para animarse ante los riesgos de la guerra y ante los compromisos del amor, para poder soportar la soledad y para mejor disfrutar de la compañía. Se han drogado los ricos por hastío decadente, y los pobres, de puro desesperados; los jóvenes desorientados que quieren experimentarlo todo y los viejos resabiados que ya no pueden esperar nada; los activos que ambicionan multiplicar su energía y los contemplativos que buscan el ensiraismamiento... En último término, los hombres se drogan para aprovechar / soportar / pasar el tiempo de su vida, tan breve y tan arduo. Condenar las drogas en general viene a ser como reprender a la condición humana por serlo: una tarea idiota e hipócrita, a partes iguales, que ciertos filisteos llaman, no sé por qué, moral. Tan ridículos son quienes ven en esta afición al trastorno del alma un eco de la fe perdida como quienes denuncian ahí otro efecto de la insatisfacción ante la moderna sociedad capitalista. Simplezas puritanas, desmentidas por la verdad de un poeta: "Siempre hay que estar ebrios. Eso es todo: tal es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que os quebranta los hombros y os doblega hacia el polvo, es menester que os embriaguéis sin tregua. -¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo. Pero embriagaos" (Baudelaire, El spleen de París).

Pero los efectos de la droga son terribles, se me dirá. Jóvenes destrozados, niños pervertidos a la puerta de sus colegios, asaltos, crímenes: la némesis actual, Doña Inseguridad Ciudadana. Bueno, vayamos por partes. La cuestión de la droga como amenaza tiene dos aspectos, uno privado o individual y otro público: el primero consiste en el riesgo de destrucción psíquica o risica que corre la persona que se entrega vertiginosamente a determinadas drogas; el segundo es el peligro social que constituyen los drogadictos y sus exigentes proveedores. Que la droga mata es cosa indudable: comparte este siniestro privilegio con determinadas ideologías políticas, algunas de las religiones más populares del planeta, el boxeo, el alpinismo y el teatro de Calderón. No creo que pueda ni deba evitarse que cada cual se destruya del modo que considere más conveniente. Si alguien prefiere morir de una borrachera que de un tiro en la nuca, que atropellado o roído por la leucemia, no veo argumentos sólidos para hacerle desistir de su determinación. Quizá la fascinación por la muerte es la droga más antigua y básica de todas: quienes predican los riesgos fatales de los tóxicos para disuadír de su uso puede que estén haciendo inconscientemente su más eficaz apología... Puesto que el papel básico de la sociedad es conservar la vida de sus clientes (pero sin dañar para ello su irrenunciable libertad), parece oportuno que se informe a los ciudadanos del peligro que entraftan la heroína y las competiciones de Fórmula 1, el abuso del vino de Carifiena y la frecuentación de mujeres venales. También es de indudable interés público que haya instituciones médicas o la suficiente flexibilidad social como para que quien quiera desengancharse (de la droga, del terrorismo o de un fastidioso matrimonio) pueda disfrutar de esa posibilidad renovadora. Pero no creo que sea misión de la autoridad salvar a nadie de sí mismo ni normalizarle contra su voluntad.

¿Y qué hay de la droga como factor criminógeno? Aquí está el meollo del problema en cuanto cuestión política, y lo primero que parece pertinente es preguntarse por qué la droga induce al delito. ¿Por la alteración de la personalidad que causa? No parece probable. La droga más agresiva y que provoca mayor número de accidentes (laborales, de circulación, etcétera) es el alcohol, y, sin embargo, no se la

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considera tan nociva como para prohibirla (¡espero que jamás perdamos esta indudable superioridad sobre los países islámicos!). Por lo demás, nunca el alcohol fue causa de tantos y tan graves delitos como cuando se le prohibió en Estados Unidos allá por la era Capone... La mayoría de las drogas llamadas duras inhiben los deseos criminales en lugar de estimularlos; en todo caso, representan una amenaza para sus usuarios, pero no para el prójimo. Comparadas con las alteraciones del ánimo producidas por la avaricia o el amor, las perturbaciones a que induce la droga son parvulariamente inocuas... Pero entonces, ¿quiénes son los drogadictos lanzados desesperadamente al delito? No quienes han tomado droga, sino quiénes no han podido tomarla. Y no han podido tomarla porque es muy cara y su comercio está controlado por bandoleros que ganan fortunas fabulosas con su tráfico y adulteración. Lo que en la droga se convierte en fuente de delitos no son sus efectos, sino su precio; no es un problema clinico ni una perversión moral, sino otro caso más de explotación económica. La verdadera y más grave, incurable diría yo, adicción a la droga es la de los desaprensivos beneficiarios del negocio que representan. Cuando la cocaína o la heroína se vendían libremente en las farmacias no eran causa de atracos ni asaltos; el ácido lisérgico, cuya intrínseca baratura ha impedido siempre que se convirtiera en auténtico negocio, nunca lo ha sido. Y ningún corruptor sin entrañas reparte ginebra o vodka a las puertas de las escuelas para hacer caer en el vicio a las criaturitas, ya que esas drogas se venden legalmente y a precio razonable en los establecimientos del ramo.

El peligro público que determinadas drogas representan como factores de impulso a la delincuencia no se debe a los productos tóxicos en sí mismos, sino a la prohibición que pesa sobre ellos y a la innoble mafia que se beneficia de tal situación. La fascinación que ciertas drogas duras (¡ya el mismo calificativo es tentador!) ejercen sobre los jóvenes se debe en buena medida al aura aventurera y románticamente desesperada que rodea su obtención y consumo, la cual proviene también de la prohibición citada. Las campañas de prensa que en nombre de la seguridad ciudadana rodean de detalles novelescos a ciertos productos prohibidos colaboran a reforzar su prestigio: estamos leyendo tanto últimamente sobre los lúgubres orgasmos de la heroína que van a terminar chutándose hasta las sefloras del ropero de San Vicente de Paúl... Si las drogas se vendieran libremente en las droguerías, que es lo suyo, sólo recurrirían a ellas quienes no se atrevieran a perturbar su alma y sus sentidos con los venenos realmente potentes, como el pensamiento o la soledad.

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