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El fin de la fatalidad

Una revolución sorprende al mundo: a los de arriba, de quienes se apodera el pánico, y a los de abajo, que no se recuperan de ver que vencen el miedo minuto tras minuto, y a los de fuera -expertos, gobiernos, telespectadores, yo mismo-, que se sienten culpables de no haber previsto lo imprevisible. De ahí las peleas que están convirtiendo Francia en un nuevo Clochemerle: la derecha ha fracasado, denuncia la izquierda, que se olvida cuidadosamente de explicar por qué Ben Ali (con su partido único) seguía siendo miembro de la Internacional Socialista, igual que Mubarak (con su partido monocrático). Al primero lo expulsaron el 18 de enero de 2011, tres días después de su huida. Al segundo, el 31, a toda prisa. Nadie levantó la liebre. Ni la prensa negligente, ni la derecha hermanada con la omnipotente Rusia Unida de Putin, que coquetea con el Partido Comunista chino. En vez de cuestionarse esta simpatía común hacia los autócratas, es más cómodo echar siempre la culpa al "silencio de los intelectuales".

Saludemos la revolución árabe como Kant la francesa: con simpatía próxima al entusiasmo
Una revolución es una sublevación popular que termina con un régimen despótico

Reflexionar no consiste en dar un acelerón para ponerse a la altura e incluso por delante de un acontecimiento que nos corta la respiración. Aparte de la admiración que despiertan las muchedumbres capaces de superar el miedo, examinemos lo que ha pillado por sorpresa y desprevenidos a los prejuicios.

Primer prejuicio: a la antigua polarización entre dos bloques le sucede el conflicto de "civilizaciones". Segundo prejuicio, alternativo: a la guerra fría le suceden la paz de la economía racional y el fin de la historia sangrienta. Un doble error que queda al descubierto con las implosiones de "la excepción árabe", puesto que estas deshacen ferozmente la falsa coherencia de los bloques étnicos y religiosos, el "mundo árabe" y la "civilización del islam". ¿Cuántas veces nos han machacado que la libertad y la democracia no importaban nada en la "calle árabe" mientras durase el conflicto palestino-israelí? El hecho de negarse a remitir a las calendas griegas o a Jerusalén la cuestión de la sumisión se consideraba, en los salones y las universidades, el colmo de la indecencia eurocéntrica, fanática de los derechos humanos o... sionista. Pero ahora, a partir de enero de 2011, ya no puede hablarse de fatalidad en el Magreb ni en Oriente Próximo. Pase lo que pase, acojamosesta conmoción con "una simpatía de aspiración que raya con el entusiasmo", como decía Kant de la Revolución Francesa, pese a que desaprobaba muchas de sus peripecias.

La globalización en la que está sumido el planeta desde hace 30 años no se limita a los aspectos financieros y económicos. También contribuye a transmitir a través de las fronteras un virus de libertad que, a veces, sale vencedor (las revoluciones de terciopelo) y, a veces, tropieza con la brutalidad de los aparatos político-militares, laicos, en Tiananmen (1989), o celestiales, en Irán (2009). No importa: la juventud globalizada no deja de clamar con su presencia física (y con sacrificios si es necesario) y con gritos (a menudo digitales): "¡Vete!". La pasión tunecina estremece de inmediato la fortaleza egipcia. Una especie de bomba atómica espiritual sacude las servidumbres ancestrales, que resultan ser voluntarias y, por tanto, voluntariamente destruibles.

Jamás hay que lamentar la caída de un tirano. Si me alegré inmensamente con el fin de los sátrapas comunistas de Europa del Este, y también con los de Salazar y Franco, y con el de Sadam Husein, ¿por qué iba a apenarme la salida de Ben Ali y, espero que pronto, de Mubarak? Ellos mismos tienen la culpa de que sus súbditos los expulsen o no les echen de menos. Lo que viene a continuación no está escrito; después del Sah llegó Jomeini. ¿Y qué? ¿Voy a reprochar al rey de reyes que no haya derramado más sangre en el choque final, o más bien que derramara demasiada los años anteriores?

Un levantamiento popular que acaba con un régimen despótico se llama revolución. Todas las grandes democracias occidentales reconocen en ella sus orígenes violentos, en especial la Francia de Saint-Just: "Las circunstancias solo son difíciles para quienes retroceden ante la tumba". El asesinato de Khaled Said, un joven internauta muerto de una paliza a manos de la policía de Alejandría, en vez de servir de intimidación, galvanizó. Facebook y Twitter se convirtieron en el equivalente al samizdat (de los tiempos soviéticos), y la fina franja formada por los internautas, en las llamas de una disidencia.

Encendida por unos cuantos que no dudaron en sacrificarse, como Mohamed Bouazizi en Sidi Bouzid, la chispa que ha prendido fuego a la tiranía corre a través del espacio y el tiempo. La Atenas del siglo V antes de Cristo, la de los filósofos, rendía honores a sus tiranicidas legendarios, Harmodio y Aristogitón.

La libertad, el poder de los contrarios, alberga "el abismo más profundo y el cielo más sublime" (Schelling). La trayectoria de Europa nos dice que una revolución conduce a todo, al bien común de una república y al terror, a las conquistas y a las guerras. Mientras en El Cairo el poder se tambalea, Teherán celebra el 32º aniversario de su revolución con una fiesta de ahorcamientos y cuerpos salvajemente torturados. Egipto -¡Dios no lo quiera!- no es el Irán de Jomeini, ni la Rusia de Lenin, ni la Alemania de la revolución nacional socialista, y se encaminará hacia donde decidan su juventud ávida de respirar y comunicarse, sus hermanos musulmanes, su ejército ambiguo y solapado, sus pobres y sus ricos, separados por años luz.

Tengamos en cuenta que en Egipto hay un 40% de muertos de hambre y un 30% de analfabetos. Eso hace que la democracia sea difícil y frágil, pero no imposible, porque, en caso contrario, los parisinos no habrían tomado jamás la Bastilla. Añadamos (tras los sondeos llevados a cabo en junio de 2010 por Pew) que el 82% de los egipcios musulmanes desea la aplicación de la sharia y la lapidación de las adúlteras, el 77% considera normal que se corte la mano a los ladrones y el 84% propugna la pena de muerte para quien cambie de religión. Todo esto es lo que impide ver el futuro con ingenuidad y excesivo optimismo. Francia tardó dos siglos en pasar de las revoluciones repetidas a la república democrática y laica. En Rusia y China, no parece que el plazo vaya a ser menor... si es que llega a completarse el proceso. Incluso Estados Unidos, que creía haber alcanzado el cielo en 10 años, se ilusionó, pero sufrió la terrible Guerra de Secesión, la lucha de clases y la de los derechos civiles; un largo combate de dos siglos en el que florecieron las razones y las uvas de la ira.

Decir Revolución y Libertad no es decir necesariamente democracia, respeto a las minorías, igualdad entre los sexos, buenas relaciones con los demás pueblos. Todo eso está por conquistar. Demos la bienvenida a las revoluciones "árabes", que están destrozando la falsa fatalidad. Pero, por favor, no exageremos la adulación: todavía tienen por delante todos los peligros, incluso los más graves. No hay más que recordar nuestra historia: el futuro no tiene garantías.

André Glucksmann es filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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