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La familia en España

Uno de los temas donde hay un contraste mayor entre el discurso dominante en la cultura política del país y la realidad cotidiana de sus ciudadanos es el tratamiento de la familia, la cual es considerada en aquella cultura como el centro de nuestra sociedad, mientras que en la práctica la familia ha tenido hasta hace poco muy escasa atención por parte de los partidos políticos que han gobernado nuestro país. En realidad, las políticas públicas de apoyo a las familias en España son de las más insuficientes en Europa Occidental. Ello se debe, en gran parte, al enorme conservadurismo dominante en las culturas mediáticas y políticas del país, en donde la defensa de la familia se ha identificado tradicionalmente con las fuerzas conservadoras que han enfatizado la centralidad de la familia, sin proveerla, sin embargo, de los servicios y ayudas públicas que facilitaran su desarrollo. Tales tradiciones políticas conservadoras han considerado a la familia como una unidad en la que el hombre, a través de su salario o ingreso, es responsable de la viabilidad de la familia y la mujer es la responsable de su reproducción y cuidado de infantes, de jóvenes y de ancianos. El Estado, en estas tradiciones políticas, juega un papel mínimo. Por otra parte, las izquierdas en España han considerado históricamente que el tema familia pertenecía al patrimonio ideológico de las derechas, reproduciendo así una actitud atípica dentro de las izquierdas del norte y centro de Europa, donde la socialdemocracia se ha caracterizado precisamente por ser la tradición política que ha ofrecido mayor apoyo a las familias, proveyéndolas de los servicios (tales como escuelas públicas de infancia para niños de 0 a 3 años y servicios domiciliarios de atención a los ancianos y a las personas con discapacidades) que han permitido el desarrollo de cada uno de sus miembros, y muy en especial de la mujer, y ello como resultado del compromiso de la socialdemocracia con la igualdad entre los sexos, la cual requiere que la mujer tenga los mismos derechos que el hombre, incluyendo su derecho a integrarse en el mercado de trabajo para conseguir su propia autonomía, la cual exige a su vez el desarrollo de una infraestructura de servicios de apoyo a la familia que le permitan compaginar las responsabilidades familiares con sus aspiraciones profesionales.

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El lector me permitirá que comparta una experiencia personal que ilustra el contraste entre las culturas socialdemócratas laicas tradicionales del norte de Europa y la cultura conservadora de raíces cristianas de nuestro país. A raíz de tener que exiliarme de España en el año 1962 debido a mi participación en la lucha antifranquista, viví en Suecia por unos años, donde encontré a la persona que ha sido mi esposa durante 40 años. Mi esposa es sueca y mi suegra es también sueca. Hace ocho años, esta última, de 84 años, se cayó y se rompió el fémur (una situación muy común entre ancianos). Casi la misma semana, mi madre, que vivía en Barcelona, se cayó y también se rompió el fémur. Tuve entonces la oportunidad de ver cómo dos sociedades cuidaban a sus ancianos. En Suecia, mi suegra tenía el derecho, por ser ciudadana sueca (independientemente de su nivel de renta y de si tenía o no familiares en su casa), de ser atendida cinco veces al día por los servicios de ayuda a la familia. Una visita por la mañana la despertaba, la lavaba, le preparaba y le daba el desayuno; otra al mediodía le preparaba la comida; otra por la tarde le traía libros para que se distrajera; otra por la noche le hacía la cena y la ponía en la cama, y otra a las dos de la madrugada, venía para llevarla al lavabo. Cenando con mi amigo el ministro de Salud y Asuntos Sociales de Suecia, éste me decía: 'Vicenç, Suecia provee estos servicios (en realidad, los gestionan los municipios) a tu suegra por tres razones: una es su enorme popularidad, otra es que es más económico tener a tu suegra en su casa que en una institución, y tercero, creamos empleo' (en Suecia, el 18% de la población adulta trabaja en los servicios del Estado de bienestar tales como sanidad, educación y servicios de ayuda a la familia. En España sólo un 5% trabaja en tales servicios). El contraste con la situación en España era y continúa siendo abrumador. ¿Quién cuidaba de mi madre? En nuestro país no hay servicios públicos de atención a la familia comparables a los que recibía mi suegra. En Barcelona, para la minoría pudiente de la población que puede pagarlos existen unos servicios domiciliarios privados muy caros, que consisten en que unas trabajadoras domiciliarias (en su mayoría inmigrantes ecuatorianas pésimamente pagadas y sin formación) guardan compañía al anciano sin ofrecer ninguno de los servicios proveídos en Suecia. Los sectores muy necesitados de la población pueden recibir unos servicios públicos que cubren a un porcentaje muy pequeño de la población anciana (en España, el porcentaje es de 1,5%, mientras que en Suecia es de un 17%), con un promedio de horas de visita a la semana de sólo tres horas, uno de los más bajos de la UE. En realidad, no existen unos servicios domiciliarios comparables a los existentes en Suecia que ayuden a las familias. De ahí que la que cuidaba a mi madre era primordialmente mi hermana, mostrando, una vez más, que las mujeres españolas son las que cubren las enormes insuficiencias del Estado de bienestar español, cuidando a los infantes, a los jóvenes (que viven con sus padres hasta que tienen 30 años como promedio), a los esposos y a las personas que tengan discapacidades y a los ancianos. Además, un 38% de ellas trabajan también en el mercado de trabajo. Resultado de esta situación es que las mujeres en España están sobrecargadas, como lo demuestra que las mujeres de 35 a 55 años sean las que tienen más enfermedades debidas al estrés en España (tres veces más que el promedio español), que el 51% de las mujeres que cuidan personas dependientes manifiesten estar cansadas, que el 32% digan que están deprimidas y que el 30% sienta que su salud se ha deteriorado. Es más, un 64% de las mujeres cuidadoras de personas dependientes han tenido que reducir su tiempo de ocio; un 48% han dejado de ir de vacaciones y el 40% ha dejado de frecuentar amistades.

El coste de la falta de servicios de ayuda a la familia no es sólo humano, sino también social y económico. Las hijas de las mujeres de mi generación y sus nietas no harán lo que sus madres hicieron, y con razón. La mujer joven, como el chico joven, quiere tener su propio proyecto profesional. Y es ahí donde España tiene un volcán que ya ha explotado sin que la estructura del poder se haya percibido todavía de ello. España, cuyo porcentaje de la población dependiente y de ancianos va experimentando mayores tasas de crecimiento (de las mayores de la UE), tiene la fertilidad más baja del mundo, y ello como resultado de que la mujer joven no tiene una infraestructura de servicios de apoyo que le permitan compaginar sus labores profesionales con sus responsabilidades familiares. Es también la consecuencia de un mercado laboral deteriorado que no le ofrece trabajo estable a la mujer joven (el desempleo entre las mujeres de 20 a 29 años es del 38%), y de un mercado de alquiler de vivienda difícil para la juventud.

La sobrecarga de la mujer y ausencia de servicios de ayuda a la familia tienen también grandes costes económicos. En parte, la pobreza relativa de España (frente al promedio de la UE) se basa en que tenemos en nuestro país un porcentaje (52%) menor de adultos que trabajan que en la UE (68%). Y ello se debe al bajo porcentaje de mujeres integradas en el mercado de trabajo (38%). Si en España tuviéramos el mismo porcentaje de mujeres trabajando que en la UE (58%), habría tres millones de trabajadores más. En contra de lo que se dice con excesiva frecuencia, en España no faltan trabajadores, sino puestos de trabajo dignos y remunerados. En realidad, cuando se dice que faltan 100.000 inmigrantes al año se está diciendo que faltan 100.000 trabajadores que acepten salarios bajos. El trabajo de servicios domiciliarios, que lo realiza en la empresa privada una trabajadora ecuatoriana mal pagada y sin ninguna formación en Barcelona, lo hace en Suecia y Finlandia una profesional formada y financiada públicamente. El establecimiento de unos servicios como los de estos países crearía alrededor de 340.000 puestos de trabajo dignos y propiamente remunerados, que facilitaría a su vez la integración de la mujer en el mercado de trabajo, aumentando el porcentaje de la población que trabaja y crea riqueza. Ello exigiría a su vez un aumento considerable del salario mínimo, el más bajo de la UE (la mayoría de madres que viven solas y trabajan a tiempo completo viven en la pobreza debido al salario tan bajo que reciben).

El establecimiento de tales servicios de ayuda a la familia requiere cambios en las prioridades del gasto público, así como una expansión considerable de tal gasto que ninguno de los dos partidos mayoritarios está proponiendo hoy en España. Y es ahí donde la gran moderación y conservadurismo de la cultura política del país es el obstáculo mayor. Hay muchos ejemplos de esta excesiva moderación. Uno de ellos es la situación en el sector sanitario (cuyo gasto público es del 5,8% del PIB, uno de los más bajos de la UE), en el que el 20% de tal gasto se realiza en farmacia (uno de los porcentajes más altos de la UE) y ello debido al enorme poder de la industria farmacéutica (una de las industrias que tienen mayores tasas de beneficios), que se opone a la introducción de productos genéricos (productos más baratos y de igual potencia biológica), siendo éstos sólo el 5% de todo el gasto farmacéutico (uno de los porcentajes más bajos de la UE). Si en lugar de tal porcentaje fuera un porcentaje mayor, alcanzando la mayoría del gasto farmacéutico público, podríamos liberar los fondos necesarios para proveer servicios domiciliarios a las familias en España. En realidad, hice tal propuesta al PSOE cuando asesoré al candidato Josep Borrell en su campaña electoral, el cual aceptó mi sugerencia de incluir en su programa electoral el compromiso de establecer como derecho de ciudadanía (tal como lo es hoy el acceso a la sanidad y a la educación) el acceso de los miembros de las familias españolas a los servicios de ayuda a las familias tales como escuelas de infancia (de 0 a 3 años) y a los servicios domiciliarios, compromisos que requerían un cambio significativo en las prioridades del gasto público, así como una expansión del gasto social, que ha ido disminuyendo en España desde el 24% del PIB en 1994 al 20% en el año 2000. Cuando Borrell dimitió y renunció, Almunia (que consideraba a Borrell de ser excesivamente de izquierdas) me sorprendió agradablemente al hacer suyo el establecimiento de tal derecho, aunque, más tarde en la campaña electoral, al comprometerse a no revertir las reformas fiscales regresivas del Gobierno conservador, redujo enormemente las posibilidades de llevar a cabo tal derecho. Hoy, ningún partido político mayoritario se ha comprometido con el aumento significativo del gasto público que el desarrollo de tal derecho exigiría. Es más, la gran escasez del gasto público y social ha estimulado un debate preocupante que propone disminuir los recursos a los ancianos y pensionistas (recomendando incluso el retraso de la edad de jubilación a los 70 años) para canalizarlos hacia jóvenes e infantes, asumiendo que nuestro Estado de bienestar es excesivamente generoso con los ancianos y demasiado austero con los infantes y jóvenes, ignorando que si bien es cierto lo segundo -el gasto público por infante y joven en España es de los más bajos de la UE-, no lo es lo primero: las pensiones son de las más bajas de la UE y los servicios de apoyo a ancianos y a personas discapacitadas son también los menos desarrollados de la UE. El debate no debiera ser, por lo tanto, sobre si el país debiera gastarse más en jóvenes y menos en ancianos, sino sobre si los fondos públicos debieran gastarse en el poco desarrollado Estado de bienestar o en políticas de subsidios a grupos económicos poderosos y políticas fiscales regresivas que benefician a los sectores más pudientes de nuestra población.

Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas, Universitat Pompeu Fabra.

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