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El equilibrio y el director de orquesta

Juan Luis Cebrián

"No es absolutamente necesario que haya un señor en el podio moviendo un palito". Anthony Burgess ilustraba así su opinión de que cualquiera puede dirigir una orquesta. Si la obra es conocida, la quinta de Beethoven, por ejemplo, los músicos se la saben de memoria, y no necesitan a nadie que les marque el compás. Pero lo que un director aficionado no puede hacer, señalaba Burgess, es organizar el equilibrio. Estos comentarios del autor de La naranja mecánica me vinieron a la mente cuando leía las recientes declaraciones del presidente del Gobierno al director de EL PAÍS, que le recordaba una frase dicha a su esposa: "No te puedes imaginar la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar". O sea, subirse al podio y mover el palito. La cuestión está en averiguar cuántos de esos muchísimos ciudadanos, con derecho a ser elegidos para tan alta magistratura, son capaces de organizar el equilibrio.

Hay una impostación abusiva en estas reflexiones de José Luis Rodríguez Zapatero. Aunque el derecho democrático a elegir y ser elegido corresponda a todos (y todas, no se me alarme el lehendakari), los trámites para llegar a gobernante limitan sobremanera la capacidad universal de aspirar a serlo. Las leyes electorales son muchas veces un corsé demasiado sofocante, y las listas cerradas de nuestra democracia configuran, desde hace décadas, lo que con toda justicia puede considerarse una clase política estanca. No hay mucho que objetar. Creo en las bondades de la democracia representativa y ésta sólo puede ejercerse a través de instrumentos de mediación, a fin de que los ciudadanos deleguen la práctica de su soberanía, es decir, la capacidad legal de subirse al podio y agitar la batuta. Eso no garantiza de ninguna manera que nos gobiernen los mejores, contra las ambiciones platónicas, pero permite identificar al demos, al conjunto de la ciudadanía, en las decisiones que se toman. O sea que esta guerra de manifestaciones contra el terrorismo que hemos vivido resulta muy ilustrativa, pero la política se decide en las urnas, no en las aceras de la vía pública, y se debate en el Parlamento, no en las emisoras de radio.

La diferencia entre un director de orquesta profesional y otro aficionado es la misma que entre un político capaz y un advenedizo. El conjunto siempre suena más o menos, pero se pierde el equilibrio cuando no existe liderazgo, y entonces uno puede incluso desmoronarse en la tribuna. Es, por eso, sobre el liderazgo sobre lo que nos debemos preguntar en estos momentos de zozobra nacionales tras los atentados del 30-D: el liderazgo del Gobierno y el de la oposición. Ambos han salido notablemente dañados, aunque de manera desigual, tras la experiencia de estos días, y hace falta restaurarlos antes de que a alguien se le caiga la batuta de las manos y le saque un ojo a un músico. O a un espectador.

Al margen logomaquias absurdas, como las que hemos conocido en torno al significado y pertinencia de las palabras "diálogo" o "libertad", lo que está planteado en estos momentos es el fracaso de la vía negociadora con ETA, aceptada por la mayoría de las fuerzas parlamentarias, para lograr que abandone las armas, y la existencia, o no, de una política alternativa que pueda obtener el mismo o parecido fin. También, y de paso, la lealtad de los partidos al marco constitucional y su voluntad de fortalecimiento de la democracia, por encima y al margen de las inevitables luchas de poder. El Gobierno y su presidente han transmitido, a lo largo de estas últimas semanas, una sensación de desconcierto muy perjudicial para el establecimiento de nuevas vías de acción en materia antiterrorista. El Partido Popular, por su parte, se ha visto enrocado en sus pronunciamientos a favor de una "política macho"

sin matices, tendente antes a desgastar a los socialistas que a solucionar el problema de fondo. No insistiré en el bochorno producido por la desunión de los demócratas frente a la amenaza etarra, exclusivamente imputable al PP en esta ocasión, ni en el regalo de Reyes que eso ha constituido para los integrantes de la banda. En ese sentido, el alcalde de Madrid va a tener que trabajar mucho para hacerse perdonar por sus electores moderados la ausencia en la manifestación del sábado pasado. Lo interesante ahora es saber si la derecha es capaz de sumarse a una estrategia antiterrorista común, aunque no sea exactamente la que ella propone, o prefiere encastillarse en su arrogancia de perdedora. Pero también conviene que el Gobierno se apee de su política de aislar al PP, potenciando como hace sus perfiles extremistas, que le garantizarían una nueva derrota en las elecciones.

La pieza orquestal con la que se enfrentan nuestros políticos no es una sinfonía que se pueda tocar de memoria, sin prestar atención a los movimientos del palito, ni se trata de un pasodoble o del himno de un equipo de fútbol. Es más bien, para seguir con la metáfora de Burgess, algo parecido a la primera interpretación de una obra de Stravinski o Schönberg. Su ejecución requiere muchas horas de ensayo, mucho trabajo del director en la soledad de su escritorio, mucho diálogo privado con los concertistas y muy pocos aspavientos en el pedestal. Requiere, sobre todo, una gran capacidad de autocrítica, y de atender a las críticas ajenas. Imputar a ETA la responsabilidad exclusiva del atentado es una obviedad que no elimina, por eso, la necesidad de analizar qué se hizo bien y qué se pudo hacer mejor por parte de los demócratas.

En ese sentido es incomprensible que el Gobierno se empecine en no reconocer los evidentes fallos de información que han precedido a la ruptura del alto el fuego. Las declaraciones del presidente el día anterior a la explosión de la bomba ponen de relieve que se dejó llevar por noticias alentadoras de algunos servicios policiales bien infiltrados en la banda, pero insensibles ante el carácter lábil del terror. También cabe preguntarse por la eficacia de la política exterior durante el proceso de paz, la calidad de los mediadores internacionales, y el compromiso de los mismos. (Gerry Adams contó con los avales de Clinton y Mandela a la hora de imponer su voluntad frente al aparato "militar" del IRA). Por último, la política de comunicación hacia la opinión pública ha incurrido en riesgos e ingenuidades que han provocado el estupor de muchos ciudadanos y disonancias notables en el seno del propio Gobierno y del partido que lo sustenta.

¿Y qué decir de la oposición? Su reclamo de responsabilidades pretendía un tono patético y ha acabado por ser bufo. Sólo si el Partido Popular regresa a la solidaridad de los demócratas podrá contribuir a la rectificación de los errores gubernamentales y a la construcción de esa estrategia de todos para acabar con el terrorismo. Una estrategia que no puede ser sólo policial, por más que se extreme el rigor en este aspecto, sino que pide a voces la instrumentación de una acción política. Sin embargo, los portavoces de la derecha no logran desprenderse de esa manía gesticulante y agria que inauguró en su día José María Aznar, muy del gusto de los suyos, aunque inútil a la hora de convencer a los indecisos. La tendencia insoportable que manifiestan a definir, ellos en exclusiva, cómo es y debe ser este país, quiénes son los buenos y los malos españoles; la arrogante facundia con que se niegan a digerir su derrota electoral de hace tres años; su falta de solidaridad respecto a los esfuerzos gubernamentales por acabar con la violencia política; su manipulación obscena del dolor de las víctimas, y lo impasible de su ademán frente a las transformaciones sociales que ha experimentado nuestra nación, les hacen despeñarse cada día más por el imaginario de ese país profundo, tan bien descrito por el poeta César Vallejo con aquella terrible admonición: "Cuídate, España, de tu propia España". Desgraciadamente habrá que volver a hacerlo si los señores que mueven la batuta no son capaces de organizar el equilibrio desde el podio.

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